2

En la punta de la rama desnuda que surgía del árbol grande, había un nido de palitos. De ellos colgaban pedazos de comida, cuero, pieles. Un manojo de plumas rojas revoloteaba al borde. El Hombre Leopardo que trepaba por la rama estaba igual de desnudo que ella, excepto por una estrecha tira de cuero en torno a la cintura y una especie de bolsa del mismo material entre las piernas. Los otros Hombres Leopardos rodeaban el árbol en grupos mirando por encima de la corona de hojas y riendo. Cada vez que Fuego del Bosque resbalaba rama abajo con evidente peligro para su nuca, gritaban y la risa era general. Se cogían unos a otros, se les humedecían los ojos y les flaqueaban las rodillas. Pero cuando probaba de nuevo, esta vez más despacio y con mayor cuidado y parecía deslizarse hacia arriba con un reptar de serpiente, se quedaban silenciosos e inmóviles, mirando. Se erguían con elegancia, acunando sus lanzas con puntas endurecidas al fuego, en la curva de un brazo. Algunos eran aún casi niños, pero la mayoría eran hombres jóvenes de piel morena clara, o parecían serlo. Era difícil adivinar su edad. Se reconocía a los mayores únicamente por las vetas grises de su pelo. Si bien llevaban más armas, más adornos, objetos más variados que Fuego del Bosque deslizándose rama arriba, sin embargo estaban virtualmente tan desnudos como él: hombres de rostro agudo, sin arrugas pero marcado de cicatrices, con ojos, cejas y pelo oscuro y pies descalzos y polvorientos. Sus barbas no eran más que una sombra en el labio y la barbilla.

Fuego del Bosque se encontraba justo bajo el nido. Alzó ambas manos de la rama, agarrándose a ella con muslos, espinillas y empeines, y se echó hacia atrás en el aire, tratando de alcanzar las plumas rojas. Los Hombres Leopardos cambiaron de postura en un sólo y flexible movimiento, haciendo gestos de atención y emoción.

—¡Ah…!

Fuego del Bosque se apoderó de las plumas rojas y las sujetó en su cinturón. Los Hombres Leopardos abrieron la boca para prorrumpir en vivas, pero en su lugar un grito rasgó el cielo, un grito acompañado de garras, de un pico enorme y de un revuelo de alas y plumas. Instantáneamente hubo un ajetreo de brazos y piernas morenos y de plumas en la punta de la rama bajo el nido; volaron plumas y aparecieron brotes de sangre. Luego, silencio. Fuego del Bosque, el rostro deformado, se enroscaba fuertemente con ambas manos. La sangre brillante resbalaba sobre él. Era un enredijo de culebras rojas. Gritó fuerte y lanzó la cosa muerta a la copa del árbol. Los Hombres Leopardos reían, se golpearon los muslos y corrieron hacia el tronco del árbol. Fuego del Bosque se deslizó para abajo, luego bajó gateando y volvió a gritar. Ramillas, hojas y liquen le precedieron en su caída. Se meció, saltó los últimos diez pies y se vio envuelto por sus compañeros. Los jóvenes y los mayores formaron un círculo que irradiaba satisfacción. Los jóvenes lo abrazaron y besaron, sin preocuparles la sangre, o compartiéndola. Hubo risas y parloteo. Fuego del Bosque interrumpió y habló más que nadie.

—¡Una pluma escarlata para León Furioso!

—¿Para mí? ¡Querido amigo!

—¡Una pluma escarlata para Rinoceronte en Celo!

—¡Eres el mejor de los hombres!

—¡Una pluma escarlata para Águila Inclinada!

—¡Dulce amigo!

Fuego del Bosque vibraba bajo su sangre, por el esfuerzo y la excitación. Mientras lo acariciaban y lo besaban o le daban golpecillos en la espalda enmudeció, palpando su cinturón, y mirando después sus manos vacías. Las mejillas se alisaron en torno a su boca, que permaneció abierta. Miró al lugar donde yacían sus armas y sus adornos, en el suelo desnudo bajo el árbol. Apretó los dientes. Agarró su lanza y la arrojó al tronco.

—¡No queda una sola pluma escarlata para Fuego del Bosque!

Y estalló en llanto.

En seguida los otros muchachos se agruparon en torno suyo, cantando y hablando para calmarlo. Fuego del Bosque resoplaba y tragaba saliva. León Furioso le rodeó el cuello con su brazo, le besó y le metió la pluma en la mano.

—¡Mira, Fuego del Bosque, aquí hay una pluma escarlata para ti!

—¡No, no, no la quiero!

—Y aquí hay otra pluma roja para ti…

—Y otra…

—Yo las quería para vosotros. Cuando las vi, me dije, estas plumas son para León Furioso, Rinoceronte en Celo y Águila Inclinada.

—Fuego del Bosque se cuelga las bayas rojas del cuello.

—Fuego del Bosque se cuelga las bayas rojas en los tobillos.

—¡Plumas escarlata para Fuego del Bosque!

—No, no podría. Ahora no. Pero… ¿lo decís de verdad?

—Inclina la cabeza un poco…

—¿Estáis seguros? ¡No lo haréis porque estuve tan necio y lloricón!

—Las tres irán bien aquí delante. ¡Así!

Fuego del Bosque tembló y rió a través de sus lágrimas. Se inclinó y se colocó bayas rojas alrededor del cuello y ajorcas de bayas rojas en los tobillos. Águila Inclinada tomó el instrumento de tres cuerdas que colgaba sobre su hombro y empezó a tocar.

¡Fuego del Bosque quemó un árbol de la raíz a la copa!

¡Fuego del Bosque le arrancó plumas rojas al sol!

Fuego del Bosque saltó en el aire. Empezó a correr, brincar, a agitar los brazos, a volar en torno a la tierra desnuda bajo el enorme árbol. Sus brazos se movían como alas.

—¡Miradme! ¡Puedo volar!

—¡Y yo también puedo volar!

—¡Y yo!

Fuego del Bosque seguía saltando con los brazos abiertos.

—¡Miradme! ¡Soy un lindo pájaro!

—¡Es un lindo pájaro!

—¡Soy un lindo pájaro! ¡Miradme! ¡Oídme! ¡Amadme! ¡Soy un lindo pájaro!

Voló hacia el Jefe de Todos los Jefes.

—¿Lindo Pájaro?

El Jefe de Todos los Jefes miró en torno suyo con expresión severa. Alzó su lanza. Hubo un majestuoso erguir de las demás lanzas y luego todo se hizo silencio. El Jefe de Todos los Jefes miró al suelo. Fuego del Bosque se arrodilló. El Jefe bajó su lanza hasta posarla en su hombro.

—Lindo Pájaro.

Lindo Pájaro se levantó radiante, lloró de alegría y se echó a reír. Águila Inclinada lo abrazó y lo besó.

En el silencio sonó un débil parloteo. Los Hombres Leopardos se volvieron al unísono, mirando las altas hierbas de la llanura. El murmullo se acercó, las hierbas se agitaron; los chimpancés volvían a la sombra de su árbol. Los pequeños aparecieron y gritaron. Las hembras con crías se acurrucaron en la hierba. Los chimpancés jóvenes saltaban y enseñaban los dientes. Los Hombres Leopardos se colocaron de lado, inclinados hacia atrás sobre un pie. Contemplaban la escena de perfil, con las barbillas alzadas. El Chimpancé Jefe se levantó, asomando la cabeza y los hombros de entre la hierba. Enseñó los dientes y gruñó. Pero los Hombres Leopardos reían y se burlaban fingiendo arrojar sus lanzas. El Chimpancé Jefe saltaba, gruñendo y golpeando la tierra con sus patas y los muchachos le imitaban riendo. Únicamente los mayores permanecían quietos, meciendo hábilmente las lanzas, los labios curvados en una sonrisa benévola. El Chimpancé Jefe dejó de brincar. Se alzó sobre sus patas traseras, despacio, torpemente. Se volvió con dificultad, y pesada y torpemente se fue apartando, erguido entre la larga hierba. Sólo cuando ésta le llegó a los hombros empezó a andar a cuatro patas, hasta desaparecer por fin tras sus congéneres.

Cuando los chimpancés se fueron, los Hombres Leopardos se solazaron cantando y riendo. El Jefe de Todos los Jefes examinó la sombra en la que pisaba y que no era mucho más larga que su pie. Se estiró y lanzó un enorme bostezo. Los otros hombres empezaron a bostezar también y fueron acercándose todos al tronco del gran árbol. Hablaban a la vez, pero sin prestar mucha atención a lo que se decían los unos a los otros.

No era una conversación que Palma o Pez del Río se hubieran preocupado por entender. Siendo mujeres habrían comprendido que era un parloteo insustancial. No era más que la expresión de un estado de ánimo, y por eso cada uno de los Hombres Leopardos en realidad hablaba o cantaba sólo para sí. Ademanes del cuerpo, canciones de la garganta —era una comunicación a la vez total e imprecisa, como las mentes que la expresaban—. Manifestaba desprecio de los chimpancés, placer ante la idea del sueño y del amor —un amor tan inconsciente como el sueño—. Uno dejó su arco de tres cuerdas, otro su tamborcillo. Abandonaron sus armas, creando un revoltillo disperso entre las raíces a flor de tierra. Se acomodaron, viejos y jóvenes juntos en los arrimos naturales formados entre las raíces, de modo que al tronco parecía crecerle un adorno de piel morena y músculos escurridizos. La sombra moteada se movía sobre ellos. El canto se convirtió en un canturreo, un murmullo, mientras se abrazaban y se amaban. Hubo muchas caricias y expansiones íntimas hasta que el calor y el placer los hundió en el sueño.

Pero no todos dormían. Había un muchacho que no se había unido a aquella masa de cuerpos e intimidad. Aunque, en realidad, tampoco la había evitado. Había lugares propicios para el descanso al otro lado del árbol, pero no se molestó en buscarlos. En cambio, fue a sentarse al borde de los durmientes, donde llegaban sus pies. Tenía las rodillas pegadas contra la barbilla y, de vez en cuando, miraba de lado, sin hablar. Acariciaba todo el tiempo su tobillo con una mano. Había una gruesa callosidad en el hueso, y una larga magulladura más abajo, en un lado del pie. A veces acariciaba la magulladura, otras pellizcaba la callosidad; y sus ojos pasaban de un rostro a otro mientras los cazadores se amaban o se sumergían en el sueño con la boca abierta y roncando. Por un momento, apoyó su bigote y su barba incipientes sobre las rodillas y cerró los ojos; pero pronto los volvió a alzar, mirando en torno suyo a los demás.

Lindo Pájaro estaba acurrucado contra un muchacho que yacía en la curva de su brazo. Lindo Pájaro abrió los ojos adormilados, vio al joven de las heridas en el pie e hizo una mueca. Medio dormido, le sacó la lengua. Llenó su pecho de aire y cantó suavemente.

—¡Elefante Que Embiste Cayó De Bruces Frente A Un Antílope!

La masa durmiente palpitó, rió entre dientes, pero bajito, como de una broma ya gastada. El adolescente junto a Lindo Pájaro sonrió y se acurrucó más cerca de su amante. Lindo Pájaro, con los ojos cerrados, pero sin que la risa se borrara de su rostro, sacó la lengua.

Elefante Que Embiste apartó la mirada y alejó la mano de su tobillo. No dijo nada. Contempló toda la impedimenta diseminada sobre la desnuda tierra. Inspeccionó el tambor y el arco de tres cuerdas sombríamente y luego miró la flauta de hueso blanco que yacía ante sus pies. La cogió y se la acercó a los labios; echó un vistazo al Jefe de Todos los Jefes y luego dejó caer la flauta otra vez. Tras él cuchicheó una voz, pero no pudo ver cuál de los cazadores era.

—Elefante Que Embiste Cayó de Bruces Frente A Un Antílope…

Elefante Que Embiste se puso a hablar con urgencia.

—Había una piedra… la rama está doblada y la raíz torcida pero no rota… ¡Mira!

Se puso en pie de un salto e inmediatamente se ladeó al ceder el tobillo. Cayó dolorosamente sobre el hueso herido, apretó los dientes y después empezó a andar con torpeza frente a los otros Hombres Leopardos. El muchacho reclinado sobre el pecho del Jefe de Todos los Jefes soltó un chillido alegre:

—¡Chimp[1]!

El Jefe de Todos los Jefes se enderezó, le dio al muchacho una tremenda manotada en las nalgas, tan fuerte que el dolor le hizo gritar con toda su voz. Pero los demás jóvenes también hacían ruido: lanzaban ronquidos, gorgoteos, mientras sus pechos se estremecían y sacudían los hombros. Se repitieron el golpe y el gemido al otro extremo del grupo; lentamente el ruido y el movimiento se extinguieron, aunque de vez en cuando un nuevo ronquido o gorgoteo, y en una ocasión una sonora carcajada, interrumpían el silencio.

Chimp se quedó quieto, bautizado con un nombre nuevo. El rubor se extendió bajo su piel morena, se tornó blanco y luego rojo otra vez. Dobló las rodillas poco a poco y palpó con sus manos el lugar donde iba a sentarse, sin mirarlo. Se agachó. Tenía la boca abierta, igual que los ojos y las ventanas de la nariz. Su rostro seguía de un rojo oscuro.

El sol recorrió todo el árbol; la sombra de las hojas se deslizó hacia el tronco. Chimp se acurrucó donde estaba, pero sin dormir. El rubor se había borrado de su rostro, pero no volvió a apoyarlo como antes sobre las rodillas. En cambio, contempló fríamente la llanura.

Las montañas rodeaban el llano por todas partes. En diversos lugares se divisaban manchas blancas contra el azul claro de aquéllas. Más abajo las montañas eran azul oscuro; después, azul y marrón. Y más abajo aún estaba el verde de las laderas boscosas. Pero Chimp no veía nada. Solamente cuando una negra tormenta surgió a la vista, reptando a lo largo de las montañas a su izquierda, la observó y buscó su flauta. Sin embargo, pronto volvió a dejarla y contempló la nube sin expresión alguna. Estaba tan lejos que parecía un caracol caminando sobre las montañas. A su paso, y bajo ella, hubo centelleos y resplandores, la nube tormentosa dejaba tras de sí un rastro reluciente de caracol. Vio cómo arrastraba sus colas de lluvia hasta llevárselas fuera del alcance de la vista; y sus propios ojos estaban tan llenos de lágrimas que el llano y las lomas parecían temblar.

La luz del sol se replegaba. Una brisa casual se dirigió hacia el grupo, agitando las hojas del gran árbol, que despertó, rugió y calló nuevamente. Los Hombres Leopardos empezaron a despertar también. Bostezaron, se estiraron y se lamieron los labios vellosos. Tras levantarse, recogieron los diversos objetos. El Jefe abrochó en torno a su cuello un collar de cascaras de huevo vacías. Chimp se metió la flauta en el cinto. Águila Inclinada alisó con los dedos los cordeles de las bolas y examinó las piedras, como si hubieran podido cambiar de sitio mientras dormía. Nadie reía; todos tenían una expresión grave.

El Jefe terminó de recoger su impedimenta. Aguardó con el ceño fruncido, mirando en torno suyo mientras los demás arreglaban bolsas y mochilas y se abrochaban los cordones de los taparrabos. Cuando todo estuvo listo, aguardó un momento escuchando en dirección a la llanura. Se llevó un dedo a los labios y señaló con su lanza. Silenciosamente, jóvenes, adultos y jefes, todos los Hombres Leopardos, se abrieron paso entre la larga hierba de la llanura.

Manadas de animales pastaban en ella, sumergidos en hierba hasta la rodilla o el hombro. Aquí y allí entre los hatos, arbustos espinosos, ciudades de termitas o árboles enormes como aquél a cuya sombra habían dormido, quebraban la extensión; salvo por esto, eran praderas llanas que llegaban hasta los bosques de las lomas al pie de las montañas. Los Hombres Leopardos penetraron en esta llanura uno tras otro, a lo largo de una estrecha vereda trazada por los animales. Marchaban al ritmo preciso para que ninguna criatura se sintiese amenazada. Luciérnaga abría camino, agachado y alerta. Cuando llegó a un punto donde había manadas a tres lados de ellos, la fila se detuvo como un solo hombre. Incluso Chimp se paró, aunque ya caminaba un poco rezagado. El Jefe miró a su alrededor, vio cada uno de los hatos en sus diversos pastos y además examinó a cada animal por turno: se fijó si eran flacos, viejos, jóvenes, sanos, enfermos, machos, hembras. Cebras, ganado silvestre, antílopes, gacelas, rinocerontes: los vio a todos y reconoció el lugar en el cual yacían, entre los barrancos invisibles con sus charcos y sus riscos de arcilla. Veía, sabía cuál de los animales podría ser arrinconado y atrapado en el borde de un risco o precipitarse sobre él. De modo que, cuando giró a la izquierda, la fila entera giró también, hacia la loma más cercana, recordando el barranco seco que se hallaba entre ésta y ellos. Era un equilibrio delicado, éste de insertar a un grupo de hombres entre las manadas para intentar separar de ellas a un solo animal. Se movían silenciosamente cuando el Jefe avanzaba, sin dirigir sus pasos conscientemente y, sin embargo, caminando justo por aquellos lugares que no amenazaban en particular a ninguna manada. Entre ellos y el barranco había tres de éstas, distintas pero mezcladas en sus límites: hatos de ganado, cebras, gacelas. A medida que los Hombres Leopardos avanzaban, aumentaban las consecuencias de cualquier error cometido. Los animales guardianes levantaron la cabeza aguzando la vista. La pericia del cazador consistía en hallar un camino que confundiese a los guardianes y evitar revelarles cuál de las manadas corría peligro, una cosa era despertar en ellos cierto recelo y otra asustarlos. Por el momento, este recelo no era sino una leve intensificación del estado de temor normal. Por ello los datos comenzaron a alejarse, pastando despacio en lugares cómodos donde la amenaza sería demasiado pequeña para tenerla en cuenta. Las cebras se fueron hacia la izquierda, el ganado a la derecha. Las gacelas, reacias a ambas direcciones, se alejaron un poco más, hacia el borde del barranco. Los cazadores se detuvieron. Había muchos animales frente a ellos: animales que escaparían rápidos, como se escapa el agua de entre los dedos, dejando sólo una gota en la palma de la mano. Pues cada uno de los cazadores se encontraba separado del otro por una distancia de al menos diez pasos; y si el último animal no se arrojaba sobre el borde del barranco, podía abalanzarse entre ellos. Por eso cada cazador palpaba ahora suavemente su lanza en la palma de la mano derecha y por eso cada mano izquierda tocaba la ristra de bolas que colgaba de los cinturones. Cuando el último animal corriera impelido únicamente por el terror, vendría un momento muy difícil. Si se decidía a saltar sobre la fila de hombres o arremeter contra ella, habría gritos y clamores, girarían las bolas y las lanzas con puntas de madera endurecidas al fuego y provistas de pesas de piedra; las bolas trazarían movimientos planetarios sobre los extremos de sus cuerdas. Quizá volase también un ojo o un diente y alguien se partiese un brazo o una pierna, o incluso el cráneo. Después, con habilidad y un poco de suerte, habría una criatura histérica pataleando y agitándose en la hierba y una hilera de hombres morenos cercándola.

La hilera de Hombres Leopardos se detuvo en el pasto y prepararon sus armas mientras los animales se dispersaban, aún muy despacio, como si las manadas poseyeran un sentido estadístico del peligro y supieran que la amenaza para cada animal era mínima, pero la muerte para uno de ellos ineludible. Los cazadores avanzaron de nuevo y los animales se movieron un poco más deprisa, por cautela, no por miedo. Los cazadores eran como un barco navegando entre témpanos, que la proa aparta con un ligero impulso, o las aguas, al transmitirles su urgencia.

Apretaron el paso. No movían más que sus piernas, ocultas por la hierba, como si fuera posible hacerles creer a aquellos ojos atentos que no se aproximaban. Pero segundos después los cazadores echaron a correr, en el punto exacto donde podrían aprovecharse mejor de los animales desconcertados y de los distraídos, y donde perderían menos descubriendo sus intenciones. Las manadas bramaron, huyeron entre bufidos, estremeciendo a su paso toda la llanura y levantando una polvareda en la hierba seca. Más aprisa los cazadores, más aprisa las manadas, más ruidosas las pezuñas, el pánico y los chillidos…

—¡Oli-oli-oli-oli!

Se decidieron por las acorraladas y tímidas gacelas —las gacelas inofensivas, necias y desvalidas, sin más defensa que sus esbeltas patas; las gacelas silenciosas y delicadas, lanzándose de un lado a otro, chocando entre sí, saltando en el aire a una altura mayor que la de un hombre. La mayoría brincaban formando grandes arcos y tocando el suelo únicamente para rebotar otra vez hacia el aire. Las bolas zumbaban libres, las lanzas estaban a la altura del hombro. La última de las gacelas se tropezó y cayó—; era la última de todas, abandonada entre la profundidad del barranco y los hombres que gritaban y giraban las bolas de piedra. Huyó hasta el borde y regresó. Una lanza saltó sobre ella y desapareció en el barranco. Saltó verticalmente mientras otra lanza seguía a la primera. Descendió, se precipitó a un lado, allí donde una figura corría tarde y torpemente a ocupar su sitio en la línea. La figura levantó su lanza y luego cayó de lado en la hierba. La gacela se elevó en un gran rizo sobre la figura caída y se alejó a grandes saltos por el llano. Entre el semicírculo de los cazadores y el barranco había un vacío.

Águila Inclinada corrió hacia la figura yacente. Golpeó un puño contra el otro mientras miraba para abajo.

—¡Eres…, eres un Chimp!

Lindo Pájaro examinó el barranco.

—¡Ahora Lindo Pájaro tiene que volar allá abajo para coger su lanza!

—¡Y León Furioso!

—¡Y Luciérnaga!

Los cazadores se reunieron al borde del barranco. Cantaron, pusieron mala cara. El Jefe de Todos los Jefes señaló una punta de tierra removida, no mucho más alta que la longitud de una lanza, bajo ellos. Saltaron a ella, uno por uno, y luego siguieron por tierra poco maciza hasta llegar al fondo, donde las lanzas se habían clavado entre charcos en el barro húmedo. Chimp se levantó lentamente sobre su lanza. Se mordía el labio inferior y hacía muecas de dolor. No siguió a los demás cazadores. En cambio, marchó angustiado por el borde del barranco, buscando un camino más fácil. El estrépito de las manadas se redujo a un gruñido y en seguida se extinguió por completo. No encontró nada más que una vereda tan estrecha y sinuosa que se detuvo para mirar a los cazadores bajo él antes de decidirse. El adolescente llamado Libélula estaba arrodillado junto a un charco y sorbía delicadamente en su mano, que le servía de copa. Lindo Pájaro se lavaba la sangre mientras los otros en torno suyo admiraban sus desgarraduras y rasguños. Chimp miró barranco arriba pero era tan tortuoso que sólo pudo ver una esquina algo más alta. Se resignó a la vereda sinuosa y empezó a descender por ella, con una mano en el risco seco mientras la otra buscaba apoyo para su lanza. Pero cuando lo separaba del fondo la altura de dos hombres la vereda terminó. El último ser que pasó por allí había saltado con un golpe de sus patas traseras que quebró el risco de arcilla. Sin unir conscientemente estos detalles Chimp supo cuál fue el último animal que utilizó la vereda, y sus cabellos se erizaron. Miró barranco abajo, olfateando. Vio en el barro la huella de una pata y una diminuta mancha de sangre allí donde la criatura había soltado a su víctima para beber. Lo supo en seguida. En alguna parte del barranco o más lejos, habría una guarida o tal vez un árbol adecuado. Una criatura, quizá una gacela, colgaría muerta y medio devorada entre las ramas. El asesino se solazaría allí al sol, bien alimentado y lamiéndose las patas. El rostro de Chimp se tornó lívido y luego rojo oscuro. El aliento pareció cortársele. Abrió la boca para cantar y sólo le salió una especie de cloqueo. Respiró profundamente y exclamó:

—¡Un leopardo!

Los cazadores agarraron sus armas y se volvieron, luego le miraron, con un terror que les paralizó el cuerpo. Chimp apoyó una mano contra el risco que se desmoronaba y señaló hacia abajo con su lanza.

—¡Un leopardo! ¡Ha devorado a su presa!

Libélula lanzó una falsa risita y Águila Inclinada rió temblorosamente. Los cazadores se aproximaron unos a otros, hombro con hombro, temblándoles las piernas. El Jefe de Todos los Jefes se adelantó siguiendo las indicaciones de la lanza de Chimp. Agachado, olfateó primero la huella de la garra, después la sangre. Se apoyó sólo en una mano y con el dedo de la otra tocó la sangre y luego se lo llevó a la lengua. Miró barranco arriba, hacia el recodo, avanzó un poco y examinó una huella tan diminuta que únicamente él pudo verla. No había expresión alguna en su rostro, pero respiraba tan aceleradamente como Chimp. Se volvió corriendo hacia los demás cazadores. Cogió a uno de los jefes por las muñecas y lo miró a la cara fijamente. Durante unos segundos ambos permanecieron quietos y silenciosos. En seguida se abrazaron, pecho contra pecho, riendo. Libélula estaba junto a ellos. Levantó su lanza con los dos puños. Tenía la boca abierta y le castañeteaban los dientes. Apretó los labios pero lo único que consiguió fue que el temblor pasara al resto de su cuerpo, estremeciéndolo todo.

El Jefe de Todos los Jefes soltó a su amigo. Su rostro volvía a perder toda expresión. Llamó a los cazadores con un gesto de los ojos, mirándolos uno por uno y fue como si los uniera con su mirada. Se volvió y caminó en silencio, barranco arriba, por los charcos cenagosos; todo el grupo le siguió. Los cazadores mayores lo flanqueaban, los más jóvenes y los otros jefes iban detrás. Se agacharon, con las lanzas preparadas. Se parecían tanto en ese momento que podían haber compartido un mismo rostro, un rostro orgulloso, temeroso y alegre. Chimp exclamó desde el barranco, con una decisión que le prestaba su desdicha.

—¡Esperadme!

Miró la distancia hasta el fondo de la sima, enseñó los dientes y soltó las manos, dispuesto a saltar. Pero mientras doblaba las rodillas, notó algo distinto en el aire, un débil rumor, nuevo, no identificable. Ninguna manada se había precipitado jamás de esa forma. Ahora el ruido era mayor; venía desde más arriba del barranco, cada vez más fuerte, más cerca. Se quedó mirando hacia un recodo, y los cazadores se detuvieron, inciertos en medio de su temor y su orgullo, y también ellos miraron. Se echaron atrás; el orgullo y la alegría se disiparon, quedándoles únicamente temor e incertidumbre, que les obligaban a moverse inquietos, agarrándose unos a otros. El ruido se convirtió en un poderoso rugir. Una monstruosa criatura hecha de tierra y ramas, de animales atrapados y cantos rodados, de agua cenagosa y espuma se precipitó por el recodo del barranco igual que una garra grotesca. Se alzaba por encima de la altura de un hombre. Arrastró a los cazadores, a los jefes, a los mayores y jóvenes haciéndolos rodar, llevándose sus armas y su fuerza. Golpeó cabezas contra las piedras, lanzó rostros contra el barro, dobló brazos y piernas como si fuesen pajas. Era una fuerza irracional, irresistible y abrumadora. Después, pasó la primera ola de aquella avalancha mientras el rugido se reducía a un sonido más lejano y disperso. El agua se amansó, corrió salpicando las paredes desmoronadas del barranco, recibió los tormos que caían, rodó por el centro y continuó su fluir; era ahora del color de la tierra mojada, con vetas de espuma amarilla. A León Furioso le volcaron las aguas y el meneo de sus nalgas era lo único que expresaba sus esfuerzos por ponerse derecho. El Jefe se agarraba al barro del risco, escupiendo un agua oscura, pero una avalancha de tierra volvió a derribarlo. El agua ya sólo les llegaba a las rodillas. Lindo Pájaro se irguió y retrocedía a trompicones cuando una culebra verde se deslizó junto a él. Libélula se incorporó prorrumpiendo en sollozos y alaridos. El Jefe apareció de nuevo por el otro extremo del barranco. Una vez más había desaparecido la expresión de su rostro, pero esta vez se debía al barro, que lo ocultaba por completo. Por fin se detuvo la riada, trazando círculos aquí y allá, a una altura que ya apenas les alcanzaba los tobillos. Se oía el salpicar del agua que los Hombres Leopardos arrojaban al vadear, y se oía el plop, plop de los tormos cayendo.

Chimp, que había trepado una tercera parte del risco, se agachó allí en lo alto, en un lugar seco. Miraba a cada uno de los cazadores con la boca abierta. Se iban acercando los unos a los otros en silencio. Chimp dejó estallar una carcajada. Se golpeó las rodillas con las manos, y estuvo a punto de caer. Echó la cabeza hacia atrás y las lágrimas corrieron por su rostro. Reía a gritos y cuando le faltó aliento ululó como una mujer de parto. Los cazadores lo miraron ofendidos a través del barro y de su pelo revuelto. Recobró aire y canturreó:

—¡Somos los Hombres Peces! ¡Ra! ¡Ra! ¡Ra!

Lindo Pájaro se arrancó de la cabeza una pluma maltratada y la mostró a todos.

—¿Cómo volará Lindo Pájaro ahora?

Se echó a llorar y las lágrimas dejaron surcos color siena en sus mejillas. Águila Inclinada cogió un puñado de barro y lo lanzó. En seguida todos se pusieron a lanzar barro y a gritar. Un terrón con una piedra dentro alcanzó a Chimp en el hombro. Dejó de reír y se agarró al risco otra vez. Se puso a cantar a voz en grito:

—Elefante Que Embiste Cayó De Bruces Frente A Un Antílope saltaría como leopardo pero la raíz está torcida, la rama doblada…

—¡Eres… un Chimp!

Águila Inclinada se llevó las manos al cinturón. Soltó las bolas y las hizo girar en derredor de su cabeza, zumbando. León Furioso escarabajeó por el risco, logró escalar un pequeño trecho y volvió a resbalar hacia abajo entre una lluvia de terrones. Las piedras de las bolas subieron silbando por la cara del risco y el aire de su paso fue como un golpe en la piel de Chimp. Trepó deprisa e indignado hasta la cima, y pudo ver a los cazadores que emprendían la escalada. Corrió enojado y torpe a través de la hierba y no se detuvo hasta encontrarse fuera del alcance de las lanzas. Se volvió a mirarles pero los cazadores escalaban ya la punta del risco y siguió corriendo; después se detuvo y se volvió otra vez. Estaban todos allí, en un solo grupo. Su canturreo, sus gestos se dirigían tanto a él como a ellos mismos. Vio a Luciérnaga sacudirle el puño. Lindo Pájaro tenía la cara entre las manos, mientras Águila Inclinada le rodeaba el hombro con un brazo. Chimp extendió los brazos, con la cabeza ladeada, tratando de comunicar a distancia un complejo de sentimientos que las palabras no podían expresar.

León Furioso lo amenazó con su lanza.

—¡Vete!

Rinoceronte en Celo se cubrió el rostro con las manos y cantó entre ellas:

—¡Ya no te queremos!

Lindo Pájaro alzó la cabeza y exclamó como si se le estuviera rompiendo el corazón:

—¡Lindo Pájaro quería volar!

Águila Inclinada le besó. Un cazador —Chimp no pudo ver cuál de ellos era— voceó entre sus manos:

—¡Vete con los demás Chimpancés!

Hubo un aullido de risotadas nada amables. Chimp gruñó al grupo distante e hizo ademanes con su lanza, que pronto volvió a bajar. Se iban, regresando por el borde del barranco para adentrarse en terrenos de caza. Le daban la espalda. Fue tras ellos, pero, como si adivinaran su intención, volvieron hacia él una confusión de rostros y una voz aguda lo paralizó.

—¡Pelea con el Chimpancé Jefe!

Volvió a oír risas; e incluso a aquella distancia pudo distinguir a un muchacho que imitaba el andar del Chimpancé Jefe, erecto y torpe. Poco a poco el grupo se redujo a unos cuantos mechones de pelo oscuro, y luego desapareció.

Todo este tiempo, Chimp estuvo observando con la boca abierta, mientras a ratos pestañeaba. Cuando reaccionó, los cazadores ya se habían perdido de vista. Clavó su lanza en el suelo y después la arrancó. Corrió unos pasos y de pronto vaciló. Se arrodilló despacio, palpando su tobillo sin mirarlo. Miraba únicamente el sitio donde habían estado los cazadores. Se inclinó hacia adelante con la cabeza entre las manos. Bajó la frente hasta el suelo y prorrumpió en llanto, en aullidos. Se meció de un lado a otro, de arriba abajo, en la hierba aplastada, y cuando hubo llorado todo el llanto que llevaba dentro estiró las piernas y permaneció allí tumbado, con el rostro contra los tallos rotos.

Las sombras y los chirridos de los pájaros lo despertaron al fin. Regresaban a sus nidos a descansar y de paso comentaban los incidentes de la jornada. Para Chimp su mensaje era sencillo y urgente. Se incorporó a medias y contempló el rojo revoltijo del ocaso. Se levantó de un salto y giró sobre sí como si detrás le amenazase un leopardo. Luego se volvió de nuevo, tambaleándose. En el aire cálido se le puso la carne de gallina. Apretó y enseñó los dientes y cuando los separó por un momento, rechinaron. Empezó a correr tras los cazadores, pero se detuvo, y al poco tiempo echó a correr en círculos. Se paró de nuevo, agarrándose con sus propios brazos. Las lágrimas se perseguían unas a otras en su rostro, pero no hizo ruido alguno. Todo en torno a él y dentro de él se había convertido en un problema que no sabía expresar; no había conocido nada parecido, nunca había tenido que resolver un problema hasta entonces. No estaba enfermo ni era viejo; pero estaba solo.

Frente a la puesta de sol un hombro blanco se abría camino por las montañas. Se alzaba, como era natural, sobre el Lugar de las Mujeres, muy lejos, y Chimp sabía que estaba grávida. No aumentaba su temor. No venía con amenazas ni con invitaciones; se ocupaba plácidamente de sus propios asuntos y permitía a los hombres cazar. Pero mientras Chimp atisbaba la luz cambiante nada le consolaba, pues los ruidos de los animales iban creciendo al surgir ella. También a ellos les permitía cazar. Chimp se puso a trotar torpemente por la hierba. Como si hubiera dado suelta a algún instinto, se dirigió ciegamente a tierras más altas, allí, cruzando la luz lechosa, donde el barranco se abría a una poza de agua más y nacían las rocas de los cerros. Las redondas piedras de su arma le golpeaban los muslos y apretó su lanza como si fuera la mano de un amigo. La Mujer del Cielo se elevó más alto, flotó libremente. Allá lejos, en la llanura, oyó el grito de una cebra atrapada y corrió tambaleándose. La Mujer del Cielo lo inundó con su luz sin prestarle atención. Se detuvo y se arrodilló en la hierba. Tenía la boca más abierta y el sudor brotaba de su cuerpo. Así permaneció, sin oír durante un rato otra cosa que el latido de su corazón. Se echó en el suelo con la cara de lado, mientras su aliento removía nubecillas de polvo. Vio que los últimos residuos rojos se habían desvanecido de los montes, donde el sol los dejara al ponerse.

El azul y el verde impregnaban la tierra. Las hienas y los perros de caza estaban al acecho. Los oyó y los vio. Había ojos en todas partes, como chispas de fuego frío. Se levantó y siguió de nuevo hacia delante. Ya no corría, se precipitaba como una liebre para detenerse luego, mirando y escuchando. Apareció la poza, y al acercarse él hubo una repentina conmoción, chapoteos, bufidos y el repiqueteo y rumor de cascos al huir los animales que habían estado allí bebiendo. Se estremeció y enseñó los dientes.

Sin embargo, estaba a salvo, aunque no tenía modo de saberlo. Traía consigo la amenaza de todo un linaje de criaturas de piel morena clara que herían de lejos; y para los que tenían poco discernimiento o ninguno, su sola presencia era suficiente. Pudo seguir, libre de peligro, hacia arriba, hacia la sombra de las rocas y de los árboles hasta llegar por fin a la de un alto risco. No era vertical y lo escaló de saliente en saliente, de grieta en grieta, donde los pájaros, indignados, graznaron y batieron las alas ante el intruso, o reconociendo su inferioridad, se dejaron caer de sus aéreas moradas y aletearon pesadamente a la luz.