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Palma escuchó a las Mujeres Abejas y con su sonrisa las alentaba a sentirse felices como ella deseaba. No había enfermedades, y sí, las abejas traían miel del bosque y también de la llanura. Se saboreaba la llanura en la miel, una especia, un aroma. Sí. Las abejas se portaban espléndidamente. Cuando hubo utilizado su sonrisa todo lo necesario, se dirigió al espacio entre el río y las chozas de paja, hacia los colgadizos y refugios entre las rocas caídas. Era el lugar donde jugaban los niños, caliente y polvoriento ahora, pero no tanto como lo estaría cuando el sol llegara a su apogeo. Advirtió en seguida que a los niños les afectaba el calor. Dos chicos pequeños peleaban por algo más que por diversión, y sólo se separaron al verla a ella y su sonrisa. Otro niño, más pequeño, casi un bebé, llegó balanceando un huevo en cada mano, que quiso mostrar a Palma.

—¡Muy bien! —dijo ella—. ¡Muy bien!

Le acarició el pelo y siguió adelante. Era hora de que los niños durmieran la siesta. Algunos de ellos alborotaban junto a la orilla del río, eran tres niños y dos niñas. Las niñas marchaban al lado de los niños, a compás. Alzaban y juntaban unos palos que llevaban en la mano derecha. Repetían:

—¡Ra, ra, ra!

Uno de los niños, el rostro enrojecido, lloraba. Los otros dos, con la cabeza inclinada, trazaban signos en el polvo. Las dos niñas se volvieron, alzaron los palos, la vieron a ella y los bajaron inmediatamente, entre falsas risitas. Apartaron la vista, frotándose los pies uno contra otro. Ella les habló con calma al pasar.

—Vamos pequeños, id a jugar a otro sitio.

Sobraba espacio y niños, chicos que se lanzaban cosas o peleaban, niñas que jugaban con muñecas, saltaban a la comba o charlaban. Al pasar Palma permitió que cada grupo participara de su sonrisa. Y se dispuso a subir.

El sol de la mañana había borrado la forma de hongo en que aparecía el vapor de los géiseres. No se veía sino una ligera niebla en el punto más alto del manantial donde bullía el agua hirviendo. Más abajo, en la hilera de pozas donde el agua se iba enfriando hasta templarse y se perdía en el río, ya no había vapor. Sin embargo, cuando se trepaba un poco desde el lugar donde jugaban los niños, el aire era más fresco, como si viniera de la montaña y no a través de la llanura. Decidió entonces que se bañaría en una poza más alta que la de siempre. Pensaba con gusto en el largo remojón, pues sentía un levísimo crujido en un hombro y esperaba que el agua caliente lo hiciera desaparecer. Subió con dignidad y soltura apenas modificadas por el crujido. Su larga falda de yerba susurraba, sus pies desnudos se agarraban y descansaban sobre la roca gastada. Sin embargo, se confesó a sí misma que su corazón latía más fuerte que de costumbre. Se detuvo a medio camino de la cima, rozó el agua de una poza como para comprobar si estaba muy caliente, o para quitar una hoja seca o un insecto. Se enderezó, se volvió y examinó la vista que se extendía bajo ella, aunque no tenía costumbre de hacerlo desde allí, sino más adelante, desde la cima y junto al manantial hirviendo.

Las mujeres trabajaban en el bosque y en el Lugar de las Mujeres. No podía verlas pero oía su parloteo y en ocasiones sus carcajadas. Allí donde el bosque clareaba y el agua de los manantiales cálidos se unía al río, unas muchachas vadeaban sumergidas hasta la cintura y tiraban de una red. Veía las aguas bajas picadas como por gotas de lluvia y adivinó que habían cogido un banco de peces. Más allá, las Mujeres Abejas trabajaban entre las colmenas de paja. Comida en abundancia, muchachas trabajando y riendo, muchos niños, dos mujeres amamantando a sus bebés entre las rocas, otra grávida, casi de tiempo, ayudada ya por sus hermanas hasta un refugio, manantiales de aguas termales, aire templado…

Hablaba sola, como ahora solía hacer con mayor frecuencia.

—Hay demasiada comida. Carne no, quizá, pero hay pescado, huevos, raíces, miel, hojas y cogollos…

Se llevó ambas manos al estómago, sobre la falda de hierba. Su sonrisa era melancólica.

—Y yo como demasiado.

Bueno, pensó, es que envejezco. Esto lo explica todo. No puedo esperar ser bella para siempre.

Empezó a subir otra vez entre las pozas, siguiendo la trillada vereda entre las incrustaciones blancas y verdes. El aire se iba calentando a medida que ascendía de una poza a otra. El ruido de los niños y las mujeres disminuía, hasta por fin perderse en el bullir, saltar y burbujear del manantial hirviente en la cima. Había una muchacha allí, en el reducido espacio de la pulida roca junto al manantial. Era esbelta y la falda de hierba sólo le llagaba hasta la rodilla. Su larga cabellera negra estaba enrollada apretadamente sobre unos palitos. Tenía un rostro ancho, corriente, pero brillaba con el atractivo de la adolescencia. Se irguió al ver quién se acercaba. Se echó a reír y señaló a un lado sobre la llanura.

—Estaba ahí. En línea recta con la grieta.

—¿Estás segura, muchacha? También las hierbas arden en llamas, ¿sabes?

—Era el fuego de un campamento, Palma…

La muchacha vaciló al pronunciar el nombre, tímida aún al dirigirse a un adulto. Pero Palma se había vuelto y miraba hacia el llano. Frunció los labios.

—Entonces, trabajarán a lo largo de ese lado de la llanura, cerca de las lomas… donde está el barranco seco. Creo que esta noche verás la hoguera allí. A no ser que cambien de idea, o estén asustados, o se peleen o algo.

La muchacha rió.

—¡O algo!

Palma le sonrió.

—Así que estarán fuera dos días enteros. Puedes quitarte los rizadores.

La muchacha abrió la boca. Parecía desconcertada.

—¿Dos días?

—Puede que sean más —la escudriñó de cerca—. ¿Es Elefante Iracundo, no?

—¡Oh, no…, Palma! Era Elefante Iracundo pero ahora es León Furioso.

—Antes de ser Elefante Iracundo, creo que fue Abeja Laboriosa. Claro que entonces era mucho más joven. Tú apenas lo recordarás.

El rostro de la adolescente cambió de color. Se retorció y soltó su risita.

—¡Ya sabes cómo son…, Palma!

—Sí, lo sé. Nadie mejor que yo. Bueno…, ¡recuerda! El rostro de la muchacha adquirió una expresión solemne y orgullosa.

—Ahora soy una mujer.

Palma hizo un gesto de asentimiento y se volvió para marcharse.

—Palma…

—¿Qué hay?

—El viejo Hombre Leopardo…

—¿Cuál de ellos, niña? Después de todo tenemos tres.

La muchacha señaló.

—¡Ése de ahí!

Palma miró hacia abajo, vio la cabeza calva entre las rocas, las protuberancias de los hombros, las delgadas piernas extendidas. La muchacha le hablaba junto al hombro.

—No conozco sus nombres. Pero no se ha movido hace… tanto, tanto tiempo. Y su respiración… Creo que ahora nos pertenece a nosotras. Vuelve a ser niño. ¿Verdad?

—Hiciste muy bien en advertirlo. Me ocuparé de él. Bueno, ¡no dejes de vigilar!

Se volvió para emprender el descenso. No por donde había venido, sino por otro camino, hacia el Hombre Leopardo cuya calva divisaba a sus pies. No estaba lejos del Pabellón de los Hombres Leopardos. ¡Pobre, pensó para sus adentros, se ha acercado cuanto ha podido! La roca bajo la cual estaba el anciano era más empinada, y anduvo con cuidado, frunciendo el ceño por el esfuerzo. Pero su frente se alisó cuando llegó junto a él, recostado contra la roca, con las piernas extendidas. Sus manos jugaban sin cesar con el pedazo de piel de leopardo, gastado y sucio, que sujetaba. Su boca abierta babeaba. Respiraba agitadamente. Ella se arrodilló y le puso una mano en la frente. Escudriñó en sus ojos, donde no había nada. Sonrió con infinita dulzura y murmuró al rostro vacío.

—¿Duermes?

Se irguió rápidamente, cruzó hasta la entrada de un refugio y habló a alguien de dentro.

—Ese hombre, ese pobre viejo…, ¿cómo se llama? ¿Anguila Feroz? ¡Ah, sí!, ya recuerdo…, y Llama y Avispa. Te necesita. Ahora mismo.

Se levantó, dirigiéndose hacia la hilera de pozas. Como quien ha de atender a nuevos asuntos, apartó de su mente la imagen del anciano. Le agradaban estas horas cumbre de la mañana durante las cuales se agolpaban sensaciones y pensamientos gratos. Esa muchacha vigilando en la atalaya, tan simpática, tan dulce, con tanto entusiasmo… el agua caliente…, y luego, cuando me haya bañado…, tenemos por lo menos dos días buenos…, cuidaré de que sea abundante y sabroso y fuerte…

Habló de nuevo en voz alta y melancólica.

—Bebo demasiado.

Entonces recordó lo que las Mujeres Abejas, los niños, la atalaya y el Hombre Leopardo habían arrinconado en su mente. El malestar. Creció y llenó su espíritu, pero ella seguía sonriendo.

Pensó: ¡Sonrió con dulzura, igual que un gato come hierba para purgarse!

Y así estuvo retrasando el baño, no fuera a decepcionarla y no borrarle su malestar. Contempló por encima de las pozas a través de la ligera niebla sobre el agua hirviente de la cima, hasta la montaña más alejada, que tenía su propio vapor. Se erguía enorme, y chorros de vapor brotaban aquí y allá entre manchones de rojo o amarillo sobre negro. De la cumbre, orlada de nieve, salía humo. En seguida se dio cuenta de que la montaña la miraba desde lo alto. Se llevó las manos a la boca, pero devolvió aquella mirada; porque siempre se devuelve la mirada cuando no se es únicamente Palma sino también Aquélla que Da Nombre a las Mujeres; y además la montaña era sólo una montaña, y su malestar continuaba.

—Soy todavía bastante joven para tener un hijo. Tal vez cuando ellos vuelvan…

Miró deprisa a un lado y a otro pero no había ningún varón cerca —ni siquiera algún Hombre Leopardo anciano incapaz de hacer nada salvo tenderse al sol—, ni siquiera un niño que pudiese recordar lo que acababa de decir Aquella Que Da Nombre a Las Mujeres acababa de decir. No había absolutamente nadie que pudiera haberla oído. Bajó las manos y trepó hacia el lugar del baño.

Cada poza estaba un poco más alta que la anterior, quizá el largo de un antebrazo. Cada una rebosaba dejando que una capa de humedad rezumara perpetuamente sobre el contorno liso de la próxima. A veces la capa era más espesa que de costumbre, como si el humor de la tierra cambiara; pero las pozas estaban siempre llenas. Esta plenitud era una fuente de gozo para Palma, que la sentía como una riqueza, una abundancia, una generosidad del agua. Le estaba agradecida, pero sin atribuirle cualidades humanas o divinas. El baño la invitaba. Alzó las manos a la cintura y aflojó la falda de hierba, que cayó en torno a sus pies. Luego se las pasó bajo el pelo, hasta la nuca. Pero, cuando dejó sobre la roca las sartas de conchas repiqueteantes, no se introdujo inmediatamente en el alivio del agua cálida. Se arrodilló, echó hacia atrás su larga cabellera y se miró en una poza más fresca. Dejó que la luz del sol cayera sobre su rostro, contuvo la respiración y contempló la cara que surgió de la oscuridad.

—Soy hermosa.

Cayó una trenza, y las ondas hicieron temblar su rostro. Echó el pelo para atrás y miró de nuevo hacia abajo. Los ojos oscuros eran enormes manchas negras, la cara ovalada y limpia. Alzó una mano y la sintió suave, sintió también, aunque no podía verlas, arrugas que se formaban cerca de la boca, y las arrugas del cuello que las conchas habían ocultado.

—Todavía soy bella. No puede ser eso…

Del bosque y del Lugar de las Mujeres llegaban la charla y las risas de las muchachas. Los niños callaban, dormidos a la sombra. Aquélla que Da Nombre a Las Mujeres se levantó con rapidez. Subió tres pozas más arriba y comprobó el calor de la más alta con un dedo del pie. Entró en ella, mordiéndose el labio inferior. Se hundió en el agua caliente y el sudor brotó de su piel. Se agachó dispuesta a esperar que su piel aceptara el dolor y se habituara a él. Por fin se relajó, se echó hacia atrás y descansó la cabeza en la piedra colocada allí con ese fin. Su cabello se extendió; y su cuerpo surgió lentamente, marrón y verde claros en el agua límpida. Flotaba toda ella, menos la cabeza apoyada en la piedra. Su armonioso cuerpo se sostenía en la superficie como un diagrama de femineidad. Cerró los ojos. Hubo un vacío sin tiempo.

Desde el refugio los quejidos de la mujer sonaban como el ulular de un búho. Palma abrió los ojos e inmediatamente afloraron los pensamientos. Tendré pronto un bebé que examinar. Una niña creo, por la forma del embarazo. Espero…, espero, sea lo que sea, que podamos conservarlo. No me gusta…

El desasosiego había vuelto, ancho, profundo, inasible como agua. Se sentó, echando hacia atrás sus cabellos. Se volvió mirando a través del vapor hasta donde la cabeza blanca y los hombros morenos de la montaña asomaban bajo su propio humo. A veces, pensó, la montaña mira al cielo como si nosotros no estuviéramos aquí; y otras la montaña mira hacia abajo… ¡como si no estuviéramos aquí!

Se sacudió salpicando agua.

—¡Una montaña es una montaña! ¡Palma, piensas como un hombre!

Vivamente sumergió la cabeza y la sacudió, chorreando su cara y su pelo agua caliente. Empezó a dar masaje a su rostro con los dedos, pero a pesar de dedicarse al cuidado de su cuerpo, los pensamientos trabajaban en su mente. Nada va mal. Puede uno sentirse feliz o triste, o no sentir nada en particular mientras se piensa en lo que hay que hacer. Pero no es posible inquietarse por lo que es.

De todas maneras, estamos amenazados.

Se levantó, buscó un agua más fresca, se sumergió saliendo después y sentándose para que el sol la secara. Inclinó la cabeza y deslizó los dedos entre el pelo, una y otra vez. Los sentimientos son sentimientos; pero cada cabello ha de estar bien alisado junto al otro. Luego peinarse, embellecer el rostro con afeites, dar forma a las uñas con una piedra adecuada.

—¡Palma! ¡Palma!

Era la muchachita de la atalaya, ladeándose y brincando entre las pozas, con las manos levantadas para guardar el equilibrio, mientras la falda de hierba volaba.

—¡Palma! ¡Oh, Palma!

Ahora que aprendió a llamarme así, pensó Palma, lo repetirá a cada dos palabras. Rió y le mandó un beso.

—¡Palma! ¡Palma! ¡Palma! ¡Los he visto!

—¡No es posible que vuelvan ya! ¡Tan pronto!

—¡Oh, no! Tenías razón, Palma. Palma, están yendo más lejos. ¡Mucho más lejos! Yo no hubiera podido verlos, pero… —soltó su risita— ¡están trepando a un árbol!

Palma se echó a reír también.

—¿Todos ellos? ¿Para coger nueces? ¿O por una apuesta?

—Solamente vi a uno, muy arriba.

—Irá por huevos de pájaros.

—Pensé que era mejor que lo supieras, Palma. Palma se echó el pelo hacia atrás con una mano y con la otra acarició la mejilla de la muchacha.

—Hiciste muy bien —y se obligó a sí misma a hacer memoria—, Pez del Río. Después de todo estás ahí para eso, ¿no? Ahora, ayúdame a ponerme la falda.

—¿Me pregunto si sería León Furioso? No lo he podido distinguir, claro, a esa distancia. ¡Cómo debe divertirse!

Aquella Que Da Nombre A Las Mujeres se colgaba sus conchas.

—Resulta agradable pensar que se están divirtiendo. ¡Sólo espero que no olviden para qué han ido! Bueno. Subiré contigo y echaré un vistazo. Ve delante.

La mujer que estaba dando a luz volvió a ulular como un búho. No falta mucho ya, murmuró Palma. Espero…

Pez del Río estaba junto al manantial hirviente, dando sombra a sus ojos con una mano. Seguía respirando igual.

—Allí. ¿Ves el árbol grande, Palma, con una rama desnuda en la copa? Bueno, justo donde sale de entre las ramas, ¿no lo ves?

—No, no puedo —dijo Palma—. Pero si han llegado hasta ahí, la excursión será larga. No es preciso que vigiles más. Vuelve cuando se ponga el sol y localiza la hoguera de su campamento.

Pez del Río se volvió y la miró tímidamente.

—¿Qué pasaría si ellos…, bueno, si se enteraran?

—No se enterarán.

Palma miró abajo hacia el Pabellón de los Hombres Leopardos. Estaba abierto al cielo y abierto a las miradas desde esa atalaya junto al agua hirviendo. Las hileras de cráneos de leopardos relucían al sol. Sonrió y su sonrisa se convirtió en una larga carcajada. Pez del Río se echó a reír también. Fueron hermanas, y de la misma edad, mientras duró la risa.

Palma calló primero.

—No haremos nada, naturalmente, hasta que nazca la criatura. Y aun entonces, sólo si el recién nacido recibe…, recibe un nombre.

Pez del Río se puso solemne.

—Ya entiendo.

Palma sonrió, encantada con aquella solemnidad de la niña. Se inclinó hacia adelante y la besó levemente en los labios de modo que la muchacha se ruborizó, vaciló y contuvo la respiración. Luego Palma se volvió y empezó a bajar, respirando con facilidad en el descenso, mientras su cuerpo se mecía graciosamente con las manos extendidas a cada lado. Surgieron las paredes del Pabellón de los Hombres Leopardos, ocultando los cráneos relucientes. ¡Esta vez, pensó, tendré cuidado! ¡Apenas beberé nada! Pero en eso, como si sus pensamientos la hubieran sacado del aire, la imagen de una cascara de coco llena de un líquido oscuro, colgaba ante ella, viva en todos sus detalles. Incluso podía olerlo, y del placer enrojeció y contuvo la respiración como había hecho Pez del Río. Está en mí, pensó, no soy como las demás. Nací con ello; y ninguna de Las que Dan Nombre a Las Mujeres pudieron mirar dentro de mí y ver éste, éste…

El anciano Hombre Leopardo ya no yacía despatarrado contra las rocas. Los niños dormían. Palma permaneció en el espacio abierto donde estuvieron los niños, graciosa y afable, y sonreía con dulzura.