No había una grieta en el cielo, ni una mancha en el denso esmalte azul. Incluso el sol, flotando en medio de él, no hacía más que fundir el ámbito inmediato, de modo que el oro y el lapislázuli corrían y se mezclaban. Fuera de ese cielo el calor y la luz caían como una avalancha, así que entre los dos largos riscos todo yacía inmóvil como los riscos mismos.

El agua del río estaba lisa, opaca, muerta. La única sugerencia de movimiento en algún lado, se hallaba en el rastro de vapor que surgía de la superficie. Las bandadas de aves fluviales que se encontraban donde el barro de la orilla era duro y quebrado por grietas hexagonales, envueltas en color, no miraban nada. Los lechos de papiro seco —cortados por algún que otro tallo partido y apoyado contra los demás— permanecían inmóviles como lechos de juncos pintados en alguna tumba, excepto cuando una semilla caía de una corola seca; y si caía en un vado se quedaba allí, sin moverse. Pero más lejos, el agua era profunda, con una profundidad de varias millas; el sol quemaba allá abajo también y fundía el esmalte azul de un subcielo que emparejaba con la pesada bóveda azul sobre los riscos rojos y amarillos. Y ahora, como si dos soles fuesen más de lo que podían soportar, los riscos medio se escondieron tras el aire y empezaron a estremecerse.

Entre los riscos y el río la tierra negra estaba abrasada. El rastrojo parecía sin vida, como las plumas prendidas en todas partes, entre los tocones aislados. Los escasos árboles, palmeras, acacias, dejaban colgar su follaje como en un gesto de renuncia. Las casas de barro encalado semejaban sin vida e igualmente inmóviles; no más vivas que los hombres, las mujeres y los niños que se encontraban a ambos lados de un camino trillado y paralelo al río, y a la distancia de un tiro de piedra del margen. Toda esta gente miraba río abajo, más allá del sol que formaba a sus pies breves sombras de cobalto. Estaban erguidos sobre sus sombras y miraban río abajo, con las manos un poco levantadas, sin pestañear, boquiabiertos.

Se escuchó un débil rumor río abajo. Los hombres que aguardaban se miraron unos a otros, frotaron sus palmas sudorosas sobre sus faldas de lino y después las alzaron hacia arriba y hacia fuera, todavía más altas que antes. Los niños desnudos empezaron a gritar y a correr hasta que las mujeres se inclinaron en sus largos ropajes de lino ceñidos sobre los senos, obligándolos a callar y a estar quietos.

Un hombre se dejó ver en el camino, desde la sombra de un grupo de palmeras. Se movía un poco en la misma forma que los riscos estremecidos. Incluso a esa distancia era fácil distinguirlo de las otras figuras diseminadas, por lo extraño de su indumentaria y porque todos los demás lo estaban contemplando. Llegó a un trecho de rastrojo despejado y fue posible verlo avanzar, brincando torpemente, mientras los grupos junto a los cuales pasaba gesticulaban, gritaban y aplaudían sin dejar de mirarlo. Llegó a un campo más próximo y sus vestiduras aparecieron claras y extrañas como sus gestos. Llevaba una falda y un tocado alto, todo de lino blanco. Brotaban destellos de azul y oro de sus sandalias, sus muñecas y el ancho pectoral que brincaba sobre su pecho; más destellos del cayado y el mayal que sostenía en las manos. Su piel oscura despedía un gran brillo, allí donde el sudor corría y caía sobre la tierra agrietada. Al ver caer el sudor la gente gritaba más. Los que habían corrido un corto trecho con él, enjugaban su propio sudor, aflojaban el paso y dejaban que el corredor se alejase de sus tierras.

Ahora estaba tan cerca que se le podía ver con detalle. Su rostro había sido ovalado antaño, pero la buena vida y el poder lo habían esculpido en un rectángulo más de acuerdo con su cuerpo rechoncho. Parecía un hombre de pocas ideas pero aferrado a las que tenía sin examinarlas, y en ese preciso momento su idea era correr y seguir corriendo. Pero esa idea central presentaba ramificaciones de asombro y de indignación. La indignación era bastante razonable, pues el tocado de lino caía una y otra vez sobre uno de sus ojos y el corredor lo alzaba con su cayado. Los cordeles del mayal estaban hechos con cuentas de azul y oro, y si lo levantaba demasiado le azotaban ligeramente el rostro. De vez en cuando, como si recordara algo, cruzaba el cayado y el mayal sobre su estómago, y la carrera le hacía frotarlos uno contra otro como si estuviera afilando un cuchillo. Todo esto y los enjambres de moscas era suficiente para explicar su indignación, aunque no resultaba tan fácil descubrir la causa de su asombro. Atravesaba el campo a zancadas, con un solo corredor junto a él: un muchacho delgado y musculoso que le gritaba una mezcla de aliento, súplica y alabanza.

—¡Corre, Gran Casa, corre! ¡Corre por mí! ¡Vida! ¡Salud! ¡Fuerza! —cuando ambos se acercaron al borde más próximo del campo, fue como si cruzaran una frontera invisible. La gente amontonada junto a las pocas casas avanzó y se puso a gritar:

—¡Dios! ¡Dios! ¡Gran Casa!

De pronto se tornaron volubles como el muchacho y tumultuosos. Acogían al corredor con clamores y lágrimas de risa. Las mujeres se apresuraron a colocarse en su camino y los niños quedaron olvidados entre sus pies rápidos y morenos. Llegó trotando por la calleja y algunos hombres empezaron a correr con él. Había un ciego, flaco y nudoso como el bastón que lo sostenía. Estaba con una mano en alto y miraba en dirección del corredor con pupilas tan blancas como bolas de cuarzo, pero no por eso gritaba menos.

—¡Vida! ¡Salud! ¡Fuerza! ¡Gran Casa! ¡Gran Casa! ¡Gran Casa!

Luego, el corredor partió de nuevo allende la aldehuela, habiendo arrastrado a los jóvenes con él, mientras las mujeres quedaban llorando y riendo.

—¿Viste, hermana? ¡Yo lo toqué!

Pero Gran Casa seguía trotando, empujando con su cayado el molesto tocado, indignado aún y, si acaso, más claramente sorprendido que antes. Ahora pocos corrían con él y ninguno de más lejos que la aldea, excepto el muchacho delgado. Después de un rato, incluso aquéllos se detuvieron, jadeantes pero sonrientes, mientras Gran Casa y su escolta corrían y el faldón de su traje bailaba. No había mido excepto una respiración profunda y un repique de pies alejándose. Los hombres regresaron con calma al caserío donde estaban sacando la cerveza espesa en jarros, tarros y cuencos sobre bastidores de madera, en la calle llena de gente.

Cuando ya no se oía al corredor, el ciego que había estado tanto tiempo de pie, en la senda, bajó la mano. No se unió a la muchedumbre en la aldea. Se volvió, tanteó el camino con su bastón a través del rastrojo; luego cruzó un montón de maleza hasta llegar al barro desnudo bajo la sombra de unas palmeras donde empezaban los hexágonos de barro de las márgenes del tío. Un niño estaba sentado a la sombra, cruzado de piernas, con las manos caídas sobre la falda, cabizbajo, de modo que el único mechón de pelo dejado por la navaja colgaba sobre su oreja llegándole hasta la rodilla. Era flaco como el ciego, aunque de piel menos oscura, y su falda relucía de tan limpia, excepto donde se le habían adherido ramillas y polvo a la orilla del río.

El ciego habló al aire.

—Bueno. Se ha ido. No volveremos a ver este espectáculo hasta dentro de otros siete años.

El niño repuso indiferente:

—Yo no vi nada.

—El joven al que llaman el Embustero corría con él. Hablaba todo el tiempo.

El niño dio un respingo.

—Debiste decírmelo.

—¿Por qué?

—¡Hubiera ido a verlo!

—¿Al Embustero, mejor que al Dios tu Padre?

—Le quiero. Me cuenta mentiras que borran el peso del cielo. Y es.

—¿Es qué?

El niño extendió las manos:

—Simplemente es.

El ciego se sentó en el suelo y atravesó el bastón sobre sus rodillas.

—Hoy es un gran día, principito. Seguramente lo sabías,

—Mis ayas me lo dijeron y por eso me escapé. Un gran día significa estar de pie bajo el sol y quedarse quieto. Entonces me siento mal. Me echan sahumerios y me dicen cosas. Tengo que comer cosas, ponerme cosas, beber brebajes.

—Ya lo sé. ¿Quién no? Andas como un viejecito. Pero hoy el Dios se prueba a sí mismo y tal vez te encuentres mejor.

—¿Cómo puede probarse a sí mismo?

El ciego reflexionó un momento.

—Si vamos a eso, ¿cómo puede sostener el cielo arriba y hacer que suba el río? Pero Él lo logra. El cielo está ahí, sostenido; y el río subirá como ha subido otras veces. Son misterios.

El Príncipe suspiró.

—Estoy cansado de misterios.

—Vivimos de ellos —dijo el ciego—. Te enseñaré. ¿Ves esa palmera a tu izquierda?

—El sol es demasiado fuerte.

—Bien. Si miraras, verías entalladuras en la corteza. A un brazo de distancia de la raíz está la Entalladura del Dolor. Si el agua no pasara de ahí los hombres tendrían hambre. ¿Cuántos años tienes? ¿Diez? ¿Once? Cuando yo no era mucho mayor que tú así ocurrió, y el dios de aquellos tiempos tomó veneno.

—¿La gente tuvo hambre? ¿Morían?

—Hombres, mujeres y niños. Pero el Dios es fuerte, un gran amante, aunque no tiene más hijos que tu y tu hermana; un gran cazador, tragón, bebedor. El agua se deslizará tronco arriba hasta la entalladura de la Excelente Comida.

El Príncipe se mostró interesado a pesar del sol.

—¿Por qué hay una entalladura justo en la cima?

El ciego meneó la cabeza como un presagio.

—Lo profetizaron antaño. No puedo decir cuándo. Cuentan que un dios la hizo y que el agua no llegó nunca hasta ahí. Demasiado es peor que demasiado poco. El mundo entero se ahogaría y las aguas lamerían la Casa de la Vida. Se llama —se inclinó hacia un lado y susurró:

—La Entalladura de la Calamidad Total.

El Príncipe no dijo nada y después de un momento el ciego tanteó y se acarició la rodilla.

—Esta ciencia es demasiado elevada para ti. Déjalo estar. Un día, cuando yo me haya ido y el Dios haya entrado en su Ahora en la Casa de la Vida, serás dios tú mismo. Entonces comprenderás.

El Príncipe gritó dolorido e insistente:

—¡No quiero ser un dios!

—¿Qué es esto? ¿Quién otro, si no?

El Príncipe golpeó débilmente con sus puños el barro seco.

—¡No quiero! ¡No me obligarán!

—¡Más bajo, hijo! Si te oyeran…, ¿no piensas en mí?

Pero el Príncipe miraba insistentemente aquellos ojos en blanco como si quisiera obligarlos a verle.

—No quiero. No puedo. No puedo hacer que el río suba ni sostener el cielo arriba. Tengo sueños; hay oscuridad. Cosas que caen. Oprimen, pesan. No puedo moverme ni respirar…

Corrían lágrimas por el rostro del Príncipe. Moqueaba y se pasó un brazo por la nariz.

—¡No quiero ser un dios!

El ciego empezó a hablar alto y con energía como para forzarlo a escuchar.

—Cuando estés casado con tu Real Hermana…

—No voy a casarme nunca —dijo el Príncipe con súbita pasión—. Nunca. Y especialmente no con Linda Flor, nunca, Si juego con niños, quieren jugar a cazar y pierdo la respiración. Si juego con niñas, quieren jugar al matrimonio y tengo que ponerme a botar sobre ellas hasta que jadeo también y luego ellas brincan hasta que me da vértigo.

El ciego calló un rato.

—Bueno —dijo por fin—, bueno…

—Me gustaría ser niña —dijo el Príncipe—. Una linda niña sin nada qué hacer más que ser linda y ponerme cosas bonitas. Entonces no podrán convertirme en dios.

El ciego se rascó la nariz.

—¿No sostener el cielo? ¿No hacer que suba el río? ¿No matar un toro ni tirar al blanco?

—Nunca podré ver el blanco y menos darle.

—Niño, ¿qué quieres decir?

—Tengo una especie de nube blanca en los ojos…

—Príncipe, ¿dices la verdad?

—Se va haciendo más densa. Despacio, pero cada vez más densa.

—¡No!

—Así que ya ves…

—Pero Príncipe, pobre niño, ¿y qué te han dicho?

—No se lo he contado a nadie. Estoy harto de ensalmos y olores y porquerías que tengo que beber. Estoy cansado.

La voz del ciego se alzó.

—¡Pero te quedarás ciego! Poco a poco, de año en año…, ¡niño! ¡Piensa en nosotros! ¡Piensa en la Entalladura de la Calamidad Total!

—¿Qué tengo yo que ver con eso? Si fuera niña…

El ciego dibujaba trazos con sus pies y su bastón.

—Tienen que saberlo. El tiene que saberlo en seguida. Pobre Príncipe, pobre débil criatura. ¡Pobre gente!

El niño se apoderó del tobillo del ciego, que quiso soltarse y perdía el equilibrio.

—¡No se lo digas a nadie!

—Debo, pobre niño. Te curarán…

—¡No!

—¡Le gritaré al Dios al final de su carrera y Él me oirá!

—¡No quiero ser un dios!

Pero el ciego se apresuraba, golpeando con su bastón los árboles de siempre, pisando sin equivocarse las estrechas veredas entre los canales de riego, de barro seco. El Príncipe corría alrededor de él, llorando y tirando de su ceñidor, agarrando su mano. Y el ciego seguía adelante, murmurando y meneando la cabeza y protegiéndose con el bastón.

—¡Pobre niño, pobre niño!

Al fin, jadeante y semicegado por el sol, el Príncipe renunció a seguir, aflojó el paso y, ya muy rezagado, se detuvo. Lloró un rato, de rodillas en el polvo. Después, permaneció allí con la cabeza baja; entonces empezó a recitar frases como si les tomara la medida o para tener la seguridad de recordarlas.

—No sé de qué habla. Veo muy bien con los dos ojos.

Y de nuevo una frase tal vez oída en los corredores de la Casa Grande.

—Está endemoniado.

Otra vez, simplemente:

—Soy el Príncipe. Este hombre miente.

Se alzó sobre piernas y brazos, levantándose. Con los ojos semicerrados caminó a la sombra de los árboles. Al andar repetía las palabras como una lección:

—Ese hombre miente. Ese hombre miente.

En eso hubo un revolar de faldas, una lluvia de palabras, una cháchara. Las dos ayas, la negra y la morena, cayeron sobre él y lo llevaron adentro. Se vio envuelto, arregazado, llorado, maldecido, conjurado, amonestado, amado y asfixiado. Lo transportaron a la Casa Grande y después de un rato lo soltaron, lo abrazaron y lo besaron; limpiaron su falda, lo acariciaron entre sudor y olores, entre abundancia de senos y rollizos brazos. Le dijeron lo malo que había sido fingiendo que dormía mientras ellas se escaparon a ver al Dios; que lo habían buscado por todas partes, que no debía contárselo a nadie; qué malo era con sus ayas que no pensaban nunca un solo momento más que en su felicidad. Entonces lo condujeron de la mano a una puerta lateral de la Casa Grande, lo metieron dentro y lo embellecieron rápidamente para mostrarlo en público. Pero quizá no oyese la enumeración de los peligros que lo habían amenazado —cocodrilos, monstruos fluviales, chacales o viejos libidinosos—; pues murmuraba para sí, de vez en cuando, sin prestarles atención:

—Está mintiendo.

Por fin lo guiaron a través de la Casa Grande hasta el patio que antecedía a la puerta principal. Aunque era el día en que el Dios iba a probarse a sí mismo, estaba casi vacío. Pero fuera de la puerta principal dos filas de soldados —negros, con enormes escudos y lanzas—, despejaban un espacio, y los pobladores del valle se agolpaban tras ellos a ambos lados. El ruido que hacían no era ya el clamor que anunciaba la carrera del Dios. Ya habían visto bastante, incluso a Linda Flor frente a sus mujeres, sobre un estrado junto a la puerta. Estaban cansados de atisbar vereda abajo y a lo largo de la senda bajo los riscos, por donde volvería el Dios. Las chirimías estaban silenciosas; Linda Flor, inmóvil pero decorativa; el Dios, lejos, perdido de vista: necesitaban algo que mirar y el Príncipe se lo dio. Apareció en el borde interior del antepatio, en los escalones que conducían desde la entrada a la Casa Grande. Lo flanqueaban gruesas columnas pintadas y ayas rollizas. Su falda plisada no tenía polvo y los tachones de oro de sus sandalias relucían, igual que el collarcito colgado sobre sus hombros y las pulseras de sus muñecas. Su mechón había sido peinado, cepillado y engrasado hasta parecer una talla de ébano. Lucía en sus labios una sonrisa desmayada, de cumplido, que cuando las mujeres de la multitud gritaron qué encantador y lindo era, se trocó en sonrisa de auténtico placer. Se detuvo junto al estrado, miró bizqueando el rostro de Linda Flor sobre un fondo de abanicos y luego bajó hasta la rodilla en el gesto adecuado. Sus ayas le ayudaron a subir al estrado y allí se quedó pestañeando. Inclinóse Linda Flor, ondulante. Su sonrisa se hizo amorosa y con el dorso de la mano le tocó la mejilla en un ademán de exquisita femineidad. Le susurró al oído:

—Has llorado, enano.

El Príncipe contemplaba sus pies.

El rumor de la multitud fue aumentando. El Príncipe miró hacia arriba y Linda Flor dio un paso hacia el borde del estrado, empujándolo consigo. Desde atrás les pusieron en las manos hojas de palmera. Miraron hacia donde miraba la gente, a lo largo del camino.

Río arriba y justo a la vista había una especie de promontorio de piedra saliendo del risco. Sobre él se encontraba un edificio largo y bajo, y una figura minúscula se movía en uno de sus extremos. Luego, una segunda figura apareció junto a la primera. Resultaba difícil distinguirlas; y la agitada vibración del calor solar complicaba sus movimientos. Eran maniquíes que cambiaban de forma o incluso se perdían en ella por un momento. De súbito, la multitud a ambos lados del camino se convirtió en matorrales, setos, bosquecillos de hojas de palmera mecidas por un viento continuo. Las chirimías se lamentaron.

—¡Vida! ¡Salud! ¡Fuerza!

La primera de las dos figuras no era el Dios. Era el Embustero, el muchacho huesudo que corría, a veces en línea recta a lo largo de la senda, y a veces hacia atrás para rodear al Dios, y con desesperados gestos instarle a seguir. Sudaba, pero era incansable, voluble. Tras él iba el Dios, Gran Casa, Esposo de la Real Dama que había alcanzado su Ahora eterno, Toro Real, Halcón, Señor de las Tierras Superiores. Corría despacio afilando su navaja con un vigor rayano en la desesperación. Relucía más húmedo y la falda se adhería a sus muslos. Surgió de los escalofríos de la tierra y de los guiños del sol. Su blanco tocado se había caído y ya no lo empujaba con el cayado y el mayal. Incluso el faldón de su vestido parecía contagiarse y respingaba como la cola de un animal agonizante. Se tambaleaba de un lado a otro en su carrera. El Embustero gritó:

—¡Oh, no!

Los clamores de la multitud eran tan desesperados como el rostro del corredor.

—¡Gran Casa! ¡Gran Casa!

Incluso los soldados se sintieron afectados, volviéndose y rompiendo filas como para ayudar. El Príncipe vio una figura familiar que tanteaba con un bastón entre ellos y la senda. El ciego estaba allí con la cara hacia arriba y el bastón hacia fuera. El Dios corría vereda abajo y la multitud se cerró tras él. El ciego gritaba a voz en cuello algo totalmente inaudible. Los pies del Dios trazaron un diseño irregular en el polvo. Sus rodillas se estaban doblando, su boca se abrió más grande, sus ojos fijos no veían. Se estaba cayendo. Golpeó el bastón del ciego, soltó los brazos, cedieron sus rodillas. Con la mirada fija, cayó sobre el bastón, rodó y quedó inmóvil. El tocado de lino blanco rodó por el suelo.

En el repentino silencio se oyó por fin al ciego.

—¡El Príncipe se está quedando ciego, Dios! ¡Tu hijo se está quedando ciego!

El Príncipe hizo un gesto desesperado hacia Linda Flor, que aún sonreía. Gritó su lección.

—¡Miente!

—¡El Príncipe se está quedando ciego!

Linda Flor habló claramente, con calma.

—Claro que miente, hijito. Soldados, llevadlo al foso.

Los soldados estaban empujando, golpeando, despejando un espacio alrededor del Dios caído y el Embustero agachado junto a Él. La multitud se arremolinaba en tomo al ciego, que se convirtió en un juguete, un muñeco que gritaba. Linda Flor habló de nuevo:

—Hizo tropezar al Dios con su bastón.

Otros soldados llegaron hasta el ciego. Se abrieron paso entre el grupo del suelo, se apoderaron del Hombre Ciego. Linda Flor cogió al Príncipe por la muñeca; la sacudió hablándole de lado.

—Sonríe.

—¡Te digo que miente!

—Tontuelo. Sonríe.

Las lágrimas corrían por la sonrisa del Príncipe mientras ella lo arrancaba del estrado y luego con toda la dignidad posible cruzaba la Puerta Principal. Los soldados les abrieron camino y otros llevaban al Dios. Linda Flor y sus mujeres apresuraron al Príncipe a donde las ayas se encargaron de él y de sus lágrimas. Luego ella y sus mujeres desaparecieron también.

En el antepatio una procesión recibió al Dios como si la hubieran preparado justo para ese momento. Seis hombres transportaban un lecho. Había un hombre con una piel de leopardo y otro —en el caso de que fuera hombre— con cabeza de chacal. Los encabezaba un hombre alto mucho más viejo que Gran Casa, con largas vestiduras de lino blanco. El sol hacía guiños desde su cabeza afeitada. El Embustero llegó hasta él antes que nadie, hablando todavía.

—Terrible, terrible, Gran Jefe —y tan innecesario—, quiero decir, ¡terrible! ¿Cómo supiste? ¿Cómo adivinaste?

Gran Jefe sonrió.

—Era una posibilidad.

—Recuerda que no reclamo nada, ¡nada en absoluto!

El Gran Jefe le sonrió benignamente.

—Vamos, querido Embustero, te subestimas tú mismo. El Embustero saltó como si un soldado le hubiera pinchado con su lanza.

—¡Oh, no! ¡Créanme, ya no tengo nada que dar!

El Dios estaba en el lecho. La procesión se dirigió hacia la Gran Casa. El Jefe la contempló marchar.

—Le gusta oír tus embustes una y otra vez.

El Embustero lo detuvo ante la entrada sujetándolo por sus vestiduras.

—Los ha oído con tanta frecuencia que podría recordarlos solo, ¡incluso reproducirlos gráficamente!

Volviéndose a medias, el anciano lo miró.

—Eso no es lo que Él dijo ayer.

—En realidad, os aseguro, no soy necesario, ni lo más mínimo.

El anciano se volvió en redondo, miró hacia abajo, y puso una mano sobre el hombro del Embustero.

—Dime Embustero, por curiosidad, ¿por qué huyes de la vida?

Pero el muchacho no escuchaba. Atisbaba más allá del anciano hacia la Gran Casa.

—¿Volverá, no es cierto?

—¿Volverá, a qué?

—A correr. Tropezó. ¿Volverá, verdad que sí?

El anciano lo estudió con profundo interés profesional.

—No lo creo —murmuró suavemente—. En realidad estoy seguro que no.

Se dirigió solo a la Gran Casa. El Embustero permaneció en los peldaños, estremeciéndose, temblando y luchando contra la palidez que rodeaba su boca.

Linda Flor se desahogó casi del todo con el Príncipe. En la relativa soledad de la Gran Casa, lo despachó con un sopapo en la mejilla que contrarrestó —como él esperaba— todo el cariño que le demostró en el estrado. Se fue a la cama lloriqueando cuando se puso el sol.

No fue tan fácil despachar al Embustero. La encontró sola en un corredor oscuro y la sujetó por la muñeca.

—¡Suéltame!

—No te he cogido todavía —susurró—. ¿Es que no puedes pensar en nada más que en el sexo?

—¡Después de lo que hiciste…!

—¿Yo hice? ¡Lo que hicimos querrás decir!

—No quiero pensar en ello…

—Es preferible. Es preferible que tengas éxito. Preferible que no pienses en otra cosa.

Se reclinó contra él.

—Estoy tan cansada…, tan confusa…, quiero…, no sé lo que quiero.

El brazo de él se alzó y le acarició el hombro.

—Calma, calma, calma, calma.

—Estás temblando.

—¿Cómo no iba a temblar? Estoy en un peligro mortal. Lo he estado otras veces; pero nunca como ahora. Así que es preferible que todo te salga bien. ¿Entiendes?

Se alejó de él y se enderezó.

—¿Quieres que sea buena? ¿Tú?

—¿Buena? No…, ¡oh, sí! Lo que tú llamas buena. ¡Muy buena!

Se movió hacia delante, majestuosa y paso a paso.

—Entonces, está bien.

Un susurro la persiguió corredor abajo y flotó hasta penetrar su oído.

—¡Por mí!

Ella tiritó en el aire caliente apartando los ojos de las vagas figuras que atisbaban desde los altos muros. Ahora había un ruido que cubría cualquier cuchicheo, un sonido confuso de voces y música, desde la sala de banquetes. Atravesó el vestíbulo hasta el último extremo y alzó una cortina. Allí, aislado por colgaduras, había un espacio iluminado con muchas lámparas; y allí esperaban sus sirvientas, temerosas de esas palmas teñidas de alheña y de esas uñas pintadas. Pero esa noche Linda Flor apenas se acordaba de sus mujeres. Silenciosa y distante, pura y decidida, dejó que la desvistieran, la ungieran, le soltaran el pelo y cambiaran sus joyas. Luego se sentó ante su espejo como ante un altar.

El espejo que usaba Linda Flor no reñía precio. Era fabuloso. En primer lugar no reflejaba únicamente su rostro, sino su cuerpo hasta la cintura. Si se inclinaba aún más hacia adelante podía incluso ver sus pies. Sólo en la Gran Casa había tesoros como ése. Además de su tamaño, no era de cobre ni de oro, según la costumbre de las mujeres que poseían espejos, era de plata maciza que devolvía a quien lo usaba el don más precioso: una proyección sin deformaciones ni halagos. Las aladas diosas del cielo que sostenían el espejo de cada lado eran de oro, y sujetaban el centro reluciente en forma impersonal, como decididas a no ejercer la menor influencia en la usuaria, para no modificar su juicio. La superficie del espejo había sido alisada, batida, laminada, pulida hasta que no se asemejara a ninguna otra superficie. En realidad no podía decirse que existiera como tal superficie mientras no se exhalara el aliento sobre ella o se tocara con el dedo para comprobar su invisible solidez. La superficie era un concepto, sólo una reversión que traía al mundo cara a cara, no con su propia imagen, sino consigo mismo.

Ausencia de distorsión, ausencia de halagos era exactamente lo que Linda Flor necesitaba. Estaba sentada, contemplando a su mágica hermana que la contemplaba a su vez, y ambas quedaron absortas. Las mujeres en la estancia iluminada olvidaron sus temores y empezaron a murmurar entre sí mientras se ocupaban de ella. No las sentía ni las oía. Seguía sentada en un taburete ante la mesa baja que sostenía el espejo. Estaba desnuda ahora, excepto por un cinturón azul y oro que le señalaba la cintura sin oprimirla; y eso era preferible, pues la menor opresión de esa parte, la más esbelta de su cuerpo, hubiera acabado lo que la naturaleza casi completara, dividiéndola en dos. El halago por parte del espejo o de cualquier otra cosa, hubiera sido superfluo. Linda Flor había logrado un Ahora exuberante; y ningún cambio hubiera podido mejorarla. Habían amontonado la brillante cabellera negra sobre su cabeza, aunque uno o dos rizos se escaparon. No pestañeaba, pues su absorción era aún más profunda. La mirada del cirujano ante el cuerpo del paciente, la del artista frente a su obra, o la visión interior del filósofo en alguna región metafísica de pensamiento, no podían ser más concentradas y abstraídas que la mirada de Linda Flor a su propia imagen.

Era evidente que elegiría un color, pues tenía en la mano derecha un junquillo magullado que podría sumergir con decisión en el surtido de colores colocados frente a ella en la paleta de pizarra. Podía escoger malaquita molida en aceite, o lapislázuli triturado, o arcilla blanca o roja, azafrán. Podía elegir oro si quería, ya que en un pequeño soporte junto a la paleta colgaban laminillas de oro batido, temblorosas como las alas de un insecto al calor de las luces desnudas.

—Ya están dispuestos…

Pero Linda Flor no oyó a sus servidoras, en realidad estaba ajena a su presencia. Por algún ejercicio de fuerza mental, algún dolor interno, se había lanzado desde la indecisión a un nivel de claro conocimiento. Carmesí tenía que ser, debía ser, por las presiones oscuras pero lógicas de los demás. Su labio inferior, atenazado entre los dientes, se libró, y Linda Flor saludó con la cabeza a su mágica hermana. Carmesí realzado con azul, no el azul oscuro de la medianoche, apenas distinto del negro, ni el denso y liso azul del mediodía contra el sol, sino azul celeste con blanco, que pareciera brillar bajo la superficie. Aplicó el color con infinito esmero.

—Están esperando…

Linda Flor dejó la espatulilla entre las otras sobre la mesa.

—Yo estoy preparada también.

Bajó los brazos y los brazaletes tintinearon al caer hasta las muñecas. Se levantó, ondulante, y la luz brilló, corrió, se estiró o desapareció sobre la suavidad moreno oscura de su piel. Las mujeres la cubrieron, fajándola, envolviéndola en pliegues de finísimo linón. Y ella misma se envolvió en ellos, moviéndose cada vez más despacio, hasta que el séptimo velo la cubrió desde la cabellera al empeine. Luego se quedó inmóvil, escuchando el griterío de la conversación y el sonido de la música de la sala de banquetes. Se irguió, tal vez sin darse cuenta de que hablaba alto, en tono de tristeza y resolución.

—¡Seré buena!

En la sala la conversación había llegado a ese punto de una comida en que se convierte en una nota uniforme. Nadie miraba a Gran Casa más que de modo casual de vez en cuando. Como parecía satisfecho comiendo, bebiendo y charlando con el Gran Jefe o el Embustero, resultaba de buena educación no tenerlo en cuenta, prestarle la aparente indiferencia que es el supremo halago del cortesano. Por este motivo, en las largas mesas dispuestas a ambos lados de la estancia se sentaban grupos que, aunque unidos por los lazos de la ocasión, sin embargo se comportaban como si dichos lazos fueran elásticos. Pues si tres invitados —tal vez dos mujeres y un hombre— parecían absortos en sí mismos, aun así, después de unos momentos, uno de ellos era atraído al próximo grupo, que se dividía en consecuencia. A cada lado de la sala, tras las mesas y bajo aquella nota uniforme, parecía que los tocados de azucenas estaban en agua y que los movía un suave viento. Ningún cortesano se había embriagado todavía. Aunque disimulaban su atención —como si fuera natural y no intencionada— se las habían arreglado para beber copa por copa con el Dios, ni más ni menos. Como era el mayor de todos, exceptuando al Gran Jefe, y como evidentemente bebía mejor que corría, estarían pronto embriagados: pronto, pero no antes que el Dios.

Estaba menos animado que sus cortesanos. Pero sí recuperado y satisfecho. Yacía en un gran lecho con lugar suficiente para dos personas. Los cojines de cuero se hallaban amontonados de forma que su codo izquierdo desaparecía entre ellos. En aquel momento sostenía en su mano derecha los restos de un pato asado y comía delicadamente. El Embustero y el Gran Jefe estaban sentados bajo el lecho a ambos lados de la mesa baja donde se encontraba el resto de la comida. El Gran Jefe seguía quieto, sonriente y miraba a Gran Casa con un aire de amistosa atención. El Embustero seguía tan inquieto y agitado como siempre.

Gran Casa acabó su pato y lo ofreció hacia atrás, donde desapareció en manos morenas. Otras manos le acercaron una escudilla donde sumergió dos dedos y el pulgar de la mano derecha, volviéndolos. Como si este gesto fuera una señal, los tres músicos en cuclillas al otro lado de la estancia empezaron a tocar más fuerte. Eran ciegos. Uno de ellos cantó nasalmente, la vieja, vieja canción:

Qué dulces son tus abrazos,

dulce como la miel y cálidos como noche de estío,

oh mi amada, mi hermana.

El Dios escudriñó con displicencia al cantor. Dobló su dedo meñique y cogió en el aire otro tarro de cerveza. El Jefe alzó las cejas, aún sonriendo.

—¿Es esto prudente, Gran Casa?

—Quiero beber.

A lo largo de las mesas estaban llenando de nuevo los tarros. Todo el mundo tenía sed.

El Jefe movió la cabeza.

—Es una danza muy larga, Gran Casa.

El Dios eructó. El tumulto disminuyó un momento para volver luego, puntuado por eructos. Hacia la izquierda y en un rincón, una dama devolvió ruidosamente y todo el mundo se rió de ella.

El Dios golpeó al Embustero en el hombro.

—Cuéntame mentiras.

—Te he dicho todas las que sé, Gran Casa.

—Todas las que has podido inventar, querrás decir —dijo el Gran Jefe—. No serían mentiras si las supieras.

El Embustero lo miró, abrió la boca como para replicar y luego se agachó un poco.

—Como quieras.

—Más mentiras —dijo Gran Casa—. ¡Más mentiras, más mentiras!

—No lo hago muy bien, Gran Casa.

—Cuéntame de los hombres blancos.

—Ya lo sabes todo sobre ellos.

—Sigue —dijo el Dios pellizcando juguetonamente la oreja del Embustero—, ¡dime cómo es su piel!

—Parecen una cebolla pelada —dijo el Embustero, repitiendo su lección—. Pero no brillan. Son así en todo el cuerpo…

—… cada centímetro de él…

—No se lavan…

—Porque si se lavan desteñiría su pintura —Gran Casa dio una gran risotada cuando terminó de hablar y todo el mundo rió también. La dama que había devuelto se cayó de la silla, gritando histéricamente,

—Y huelen como ya te he dicho que huelen. Su río corre alrededor de su tierra formando un anillo y se alza en grandes burujos y es salado, así que si uno lo bebe se vuelve loco y cae dentro.

Gran Casa se echó a reír otra vez y después guardó silencio.

—Me pregunto por qué caí —dijo—. Fue de lo más extraordinario. Di un paso corriendo, luego el otro paso ya no estaba allí.

El Embustero brincó.

—Te hicieron tropezar Gran Casa…, yo lo vi. Y bebiste toda esa cerveza antes de correr. La próxima vez…

—No estabas borracho, Gran Casa —dijo el Gran Jefe siempre sonriente—. Estabas agotado.

El Dios volvió a pellizcar la oreja del Embustero.

—Dime —se echó a reír de pronto— cuándo el agua se pone dura.

—Ya lo oíste.

El Dios golpeó el lecho con la mano derecha.

—Pues quiero oírlo otra vez —dijo—. Y otra, y otra.

El tumulto se redujo y se extinguió. Levantaron por ambos lados la cortina al extremo de la estancia. Entre ellos apareció una especie de monolito de lino blanco sostenido por dos pequeños pies. Avanzó un trecho sobre ellos hasta llegar al centro del espacio despejado entre las mesas. El tamborilero empezó a tocar muy suavemente.

—En realidad es dura como una piedra —dijo el Embustero—. En invierno las rocas junto a las cascadas tienen barbas como un guijarro cubierto de algas, pero no es más que agua.

—Sigue —dijo apasionadamente Gran Casa—. Dime qué blanco y claro y frío está, y qué quieto…, eso es muy importante, la quietud.

Una muchacha negra apareció desde algún lado. Sujetó una punta del primer chal y lo recogió mientras los piececitos giraban debajo. El Embustero seguía hablándole al Dios, pero sus ojos atisbaban a los lados.

—Las marismas son negras y blancas y duras. Los juncos parecen hechos de hueso. Y hace frío…

—¡Ah!, sigue…

—No el frío de la tarde o la brisa del río. No la frialdad de un jarro de agua poroso; pero un frío que se apodera del hombre, le obliga a bailar primero, luego lo hace lento y después lo para de golpe.

—¿Oísteis eso, Gran Jefe?

—Si se acuesta en ese polvo blanco que es agua, se queda donde está. Después se convierte en piedra. Es su propia estatua…

Gran Casa exclamó:

—¡Su Ahora está inmóvil! ¡Ya no se mueve!

Echó su brazo sobre el hombro del Embustero.

—¡Querido Embustero, eres muy valioso para mí!

El Embustero tenía una sucia palidez en torno a los labios.

—¡Oh, no, Gran Casa! Eres muy amable y cortés…, ¡a mí nadie me necesita!

Pero el Gran Jefe tosía. Ambos se volvieron hacia él y sus ojos indicaron hacia donde se esperaba que miraran. El chal estaba resbalando del monolito. Un brillante torrente había quedado libre. La cabeza, vuelta, empezó a moverse de un lado a otro. El torrente resplandecía a compás del tambor. Los pies se movían y giraban.

—¡Vaya! —exclamó el Dios—, ¡es Linda Flor!

El Gran Jefe movía la cabeza y sonreía.

—Tu bella Hija.

Gran Casa alzó la mano en saludo. Sonriendo sobre su hombro, Linda Flor volvió la espalda en exquisita armonía con la música y resbaló otro chal mientras la reluciente cascada de pelo se mecía femeninamente de una cadera a otra. A lo largo de las mesas el ruido había cambiado de calidad de acuerdo con la sonrisa y el saludo del Dios. Había en todas partes sonrisas cariñosas, suaves arrullos, una encantada bienvenida a Linda Flor dentro de la familia. El instrumento de cañas y el arpa se unieron al tambor.

—Ha crecido, ¿sabes? —dijo Gran Casa—. ¡No te imaginas cuánto ha crecido!

El Embustero desvió su atención de Linda Flor, relamiéndose. Se inclinó hacia Gran Casa y estuvo a punto de darle un codazo.

—Esto es mejor que el agua dura, ¿eh, Gran Casa?

Pero los ojos del Dios miraban ahora lejos, muy lejos de su hija.

—Dime más.

El Embustero frunció el ceño y pensó. Resolvió algo y en su rostro huesudo se dibujó una sonrisa lasciva y burlona.

—¿Costumbres?

—¿Qué costumbres?

El Embustero susurró.

—Mujeres.

Se inclinó aún más y empezó a cuchichear con la mano en la boca. Los ojos del Dios se hicieron atentos. Sonreía. Las dos cabezas se acercaron cada vez más. El Dios cogió de detrás otro tarro de cerveza y sin mirar lo acercó a su boca. Sorbió. El Embustero empezó a estremecerse con una larga risotada y sus palabras brotaban desde atrás de su mano.

—… a veces no las han visto nunca antes… ¡mujeres extrañas!

Gran Casa roncó y roció con cerveza al Embustero.

—Sabes contar los más sucios…

El Gran Jefe tosió de nuevo, con severidad. El ritmo de la música había cambiado. El instrumento de cañas parecía más nasal, más plañidero, como si hubiera descubierto algo que deseaba, pero no sabía cómo conseguirlo. Linda Flor había cambiado también. Estaba desnuda hasta la cintura y se movía con mayor rapidez. Antes sólo sus pies se movían. Ahora sólo ellos y su cabeza estaban quietos. Ya no sonreía y se miraba los senos uno tras otro. Por ejemplo: se quedaba en pie con el brazo derecho sobre el rostro, el antebrazo hacia abajo, la palma de la mano hacia afuera señalando el seno izquierdo, mientras la mano izquierda lo indicaba desde abajo. Así su seno era delineado por dos palmas, ofrecido, por decirlo así, haciéndolo pulsar y temblar suavemente por una sutil rotación del hombro izquierdo, de modo que su calor y peso, su aroma y contextura eran evidentes. Luego, como si no tuviera huesos, evolucionaba como en un espejo, concentrándose entonces en su seno derecho. En ese momento, mientras los pezones carmesí exhalaban su perfume en el aire pesado, el instrumento de cañas supo qué era lo que había estado buscando. El tono nasal se convirtió en un grito más que humano. Este grito fue imitado a lo largo de las mesas, donde hubo algunos besos entre los bebedores y algún mimo delicado. La cabeza del Embustero se volvió lentamente apartándose de Gran Casa. Su boca estaba oprimida como con sed.

—Es hermosa —gimió—. ¡Hermosa, hermosa!

—Lo es realmente —dijo el Dios—. Cuéntame más, Embustero.

El Embustero gimió angustiado.

—Debes mirarla, Gran Casa, ¿no comprendes?

—Sobra tiempo para eso.

Linda Flor movía sus dos senos. Su cabellera relucía y flotaba salvajemente. El Embustero estaba desgarrado entre ella y el Dios. Golpeó su cabeza con ambas manos.

—Está bien —dijo Gran Casa malhumorado—. Si no quieres contarme nada más jugaré a las damas con el Gran Jefe.

El tablero apareció enseguida, como la cerveza. Mientras Gran Casa se inclinaba sobre él y agitaba los dados en el cubilete, se advirtió un cambio alrededor de las mesas. Hubo menos caricias, más conversación en sordina sobre comida, bebida, temas de sociedad y juegos. Linda Flor y los músicos parecían actuar para sí mismos, o para el aire.

—¡Te toca a ti! —dijo Gran Casa—. Buena suerte.

—He pensado algunas veces —dijo el Gran Jefe— que podría ser interesante no permitir que la suerte decidiera las jugadas, sino pensarlas nosotros mismos.

—Qué extraño juego —contestó Gran Casa—, no tendría reglas.

Miró hacia arriba, vio a Linda Flor y le dedicó una encantadora sonrisa antes de apartar de nuevo los ojos. Ella señalaba la estrechez de su cintura y el complejo porte de sus caderas que se movían en un lento círculo bajo el último chal. Si podía leerse alguna expresión bajo su complicado maquillaje, era de ansiedad rayando en una clara desesperación. Al esbozar cada nueva figura de la danza, la prolongaba como para insistir en la invitación por pura fuerza. Resplandecía con algo más que sus ungüentos.

La situación era dura para los músicos. El arpista rascaba las cuerdas con la insistencia de una mujer moliendo harina entre dos piedras. El que tocaba el instrumento de cañas bizqueaba. Sólo el tamborilero tocaba sin dificultad, cambiando de mano de vez en cuando, utilizando a veces las dos, otras solamente una. A lo largo de las mesas se hablaba del juego de damas o de caza.

—Te toca a ti, Gran Jefe.

El Gran Jefe movió la cabeza y los dados al mismo tiempo. El Embustero, sumamente audaz, tiraba de la falda del Dios para que le atendiera. Linda Flor dejó caer su último chal. Estaba desnuda y reluciente, sólo con sus joyas. Su boca, tirante en las comisuras en una estilizada mueca de deseo, se había inmovilizado alrededor de sus brillantes dientes. Inició la última figura, que se inició al otro extremo de la sala y la llevó —bajo el impulso y la dirección de la música— a todo lo largo en una serie de convulsiones. Cada tantos metros se exhibía, brazos hacia fuera, rodillas distanciadas, vientre hacia delante. La condujo por la estancia, de un Ahora, a otro y otro Ahora. Sus muslos golpearon al Dios, que golpeó el tablero mientras que las piezas de marfil volaban en todas las direcciones. El Dios se echó hacia atrás enojado y miró hacia arriba.

—Si no te importa

Luego se hizo silencio entre las mesas, silencio de los músicos derrumbados, silencio en el estrado donde las piezas de marfil habían dejado de rodar mientras lo único que se movía eran los senos de Linda Flor. Cayó al fin, derribada en el suelo de la estancia, con el rostro hacia abajo.

Gran Casa se turbó y la ira desapareció de su rostro. Pasó el dorso de una mano sobre la frente.

—¡Ah, sí! Claro. Se me había olvidado.

Alzó sus piernas del lecho y se sentó en el borde.

—Sabéis, yo…

—¿Sí…, Gran Casa?

Gran Casa miró hacia abajo, a su hija.

—Muy bien, querida, muy excitante.

El Jefe se inclinó muy cerca.

—Entonces…

El Embustero estaba saltando desesperado, entre Linda Flor y el lecho.

—¡Tienes que hacerlo, Gran Casa! ¡Debes!

Gran Casa tenía las dos manos sobre el lecho. Las contrajo endureciendo los músculos de sus brazos. Se irguió, metió el estómago hacia dentro, de modo que el débil trazo de un torso musculoso apareció bajo la temblorosa gordura. Permaneció así unos momentos.

—Gran Casa…, ¡por favor! ¡Querido Gran Casa!

El Dios respiró. Sus ojos se descentraron. Su cuerpo se hundió entre sus brazos flojos y sus entrañas se abultaron lentamente bajo un vientre blando y redondo. Habló con desgana.

—No podría.

El sonido de la respiración retenida fue como el silbido de una flecha monstruosa. No hubo en la sala un rostro que no mirara hacia el suelo. Ni un dedo ni un ojo que no quedaran inmóviles.

De súbito Linda Flor se puso en pie. Ocultó su cara entre sus manos y huyó tiritando y tropezando a lo largo de toda la estancia y las cortinas se cerraron tras ella.

Un muchacho salió corriendo de las sombras detrás del estrado. Se inclinó y cuchicheó al oído del Dios.

—¡Oh, sí! Voy ahora mismo.

El Dios se puso en pie y la estancia entera crujió cuando todos se pusieron de pie; pero sus rostros aún no se atrevían a alzar la mirada, y sus labios guardaban silencio. Gran Casa siguió al joven a través de las sombras y fuera. En el patio la noche iba hacia el cenit, rezumando y descubriendo al llegar una miríada de seres celestes. Bajo la noche que se iba deslizando y más cerca del horizonte, el cielo era de un azul más pálido, frágil, apenas capaz de aguantar el peso que se le venía encima. Gran Casa se detuvo sólo para echar un vistazo a esa fragilidad, silbó nuevamente y luego se precipitó hacia una de las cuatro esquinas, murmurando al muchacho:

—La hice buena esta noche, ¿no?

En la esquina había un altar bajo construido contra la pared. Gran Casa se lavó con agua sagrada mientras miraba temeroso, alrededor suyo, el cielo que oscurecía. Vertió una pizca de incienso en el reluciente carbón de leña y masculló unas cuantas palabras mientras una espesa columna de humo blanco atravesó la oscuridad. Fue deprisa a las otras tres esquinas haciendo brotar más columnas de humo. Permaneció un momento mirándolas; luego se dirigió nuevamente a la sala del banquete. Al andar musitó otra vez, para sí o al muchacho:

—Al menos todavía puedo sostener el cielo arriba.

En la sala, los invitados estaban detrás de las mesas silenciosos y mirando al suelo. El Embustero, arrodillado junto al lecho, agarraba con las manos una de las patas como si de ese modo evitara ahogarse. Gran Casa se desplomó en el lecho apoyándose en un costado.

Habló.

—Quisiera una copa.

Pero antes de que nadie pudiera moverse, el Jefe lo había cogido de la muñeca y le hablaba con su serena sonrisa.

—¿No comprendes, Gran Casa?

Gran Casa se volvió hacia él. Su rostro macizo se estremeció.

—¿Comprender?

—Esta mañana te caíste. Esta tarde…

Gran Casa contuvo el aliento. Luego empezó a reír.

—¿Quieres decir que esto es un principio?

—Exactamente.

Detrás de las mesas se quebró el silencio. Hubo de pronto una racha de susurros.

—¡Un principio! ¡Un principio!

El Embustero soltó la pata del lecho, se agarró a la cabecera curva y se arrodilló allí con los ojos cerrados y la cabeza erguida. Gritó.

—¡No, no!

Pero Gran Casa seguía riendo. Alzó sus piernas del lecho y quedó ahí sentado, riendo y hablando directamente a la asamblea.

—¡Cerveza bien fuerte y nada de resacas!

El Gran Jefe sonrió y asintió.

—Mujeres hermosas, inmutables…

El Embustero empezó su cháchara para el Dios.

—¡Naturalmente Gran Casa! ¿Qué otra cosa necesita un hombre? Cerveza y mujeres, mujeres y cerveza, un arma o dos… ¿qué más necesita nadie?

—Su alfarero —dijo el Jefe—. Sus músicos. Su panadero, su cervecero, su joyero…

Gran Casa pellizcó la oreja del Embustero.

—Y su Embustero.

La cháchara del Embustero subió tanto de tono que todos los demás sonidos de la sala se extinguieron. El Gran Jefe le dio unas palmaditas.

—¡Cálmate, querido Embustero!

El Dios lo miró ampliando su sonrisa. Estaba de muy buen humor.

—Pero ¿qué es todo esto? ¡Me sería imposible prescindir de ti!

El Embustero gritó una vez. Se puso en pie de un brinco, mirando alrededor. Luego salió corriendo sala abajo. Saltó sobre los músicos y se llevó de paso una cortina. Hubo una refriega, una serie de golpes, ruido de soldados, bofetadas. Hubo órdenes. El Embustero vociferó otra vez.

—¡No quiero!

Las refriegas y los golpes retrocedieron en el corredor. Y la asamblea oyó una vez más, pero menos fuerte, al Embustero gritando con terror e indignación:

—¡Necios! ¿No podéis utilizar maniquíes?

Nadie se movía. En la sala todos los rostros se habían ruborizado de vergüenza. La oscuridad, en el lugar donde se arrancó la cortina, era como una herida obscena en el tejido mismo de la vida.

Por fin el Gran Jefe rompió el silencio.

—No más cansancio.

Gran Casa asintió.

—Y haré crecer el río. Lo juro.

Entonces, a lo largo de las mesas la gente empezó a reír y a llorar.

—Perdona a tu Embustero, Gran Casa —murmuró el Gran Jefe—. Está enfermo. Pero pronto lo tendrás.

Los invitados, desde las mesas, empezaron a moverse hacia Gran Casa. Reían y lloraban y le tendían las manos. Gran Casa se enjugó una lágrima.

—¡Querida familia! ¡Hijos míos!

El Jefe exclamó:

—¡Traedle a Gran Casa la llave!

Los invitados se dividieron en dos grupos dejando paso a través de la sala. En seguida, de la oscuridad más allá del lugar donde había estado la cortina, surgió una viejecita cubierta de un velo y se acercó lentamente trayendo una copa. Se la ofreció al Dios y se perdió en las sombras. Gran Casa recibió la bebida y rió excitado. Alzó la copa con las dos manos. Gritó muy alto:

—¡Para detener el Ahora!

Bebió y bebió, echando la cabeza hacia atrás; y suavemente, con pasitos sofocados y un silencioso palmoteo, los invitados empezaron a bailar. Cantaban también moviendo la cabeza y mirándose unos a otros con ojos relucientes:

El río está lleno hasta el borde.

La flor azul se ha abierto;

el Ahora ya no se mueve.

Gran Casa se acostó de nuevo en el lecho y cerró los ojos. El Gran Jefe se inclinó sobre él moviéndole los miembros, juntándole las rodillas, alisando la falda arrugada. Los músicos empezaron a tocar al compás de los que bailaban. La danza se aceleró y el Dios sonrió en su sueño. El Jefe le cogió los brazos y los cruzó uno sobre otro de modo que sólo les faltaba el cayado y el mayal; le tomó el pulso en la muñeca izquierda, y escuchó la respiración con la oreja contra su pecho. Se irguió pasando al otro extremo del lecho y quitó la almohada de la cabeza del durmiente.

«El río ha crecido y no bajará», cantaban. «¡Ahora es para siempre!».

Se movían en un tejido complejo que se dividía poco a poco en círculos concéntricos. Las lámparas vacilaban entre las rachas de aire caliente. Servidores y soldados se agolpaban en las puertas. Las faldas y los vestidos transparentes se adherían a los miembros en la danza.

El Gran Jefe se colocó tras el lecho frente a los bailarines. Levantó las manos. La danza se detuvo, calló la música, instrumento tras instrumento. Hizo un gesto y los soldados y los hombres puros se abrieron paso entre la multitud. Se formaron alrededor del lecho y lo levantaron sin esfuerzo. Lo transportaron a través de la sala, hacia los misterios más profundos y oscuros de la Gran Casa. Después, los invitados salieron en silencio sin mirar atrás. No quedó nadie en la sala del banquete excepto el Gran Jefe. Se quedó donde estaba, contemplando las lámparas y sonriendo débilmente. Luego, él también se fue a dormir.

En la Gran Casa sólo una parte seguía despierta: la terraza de arriba frente al río distante; y allí, un grupo de mujeres estaban en cuclillas, sin decir nada, pero contemplando en silencio a la muchacha que yacía tendida entre su pelo mientras únicamente un chal cogido al azar cubría su cuerpo desnudo. Todos sus miembros estaban tensos. El antebrazo en el que apoyaba su rostro pintarrajeado, terminaba en un puño frenéticamente cerrado que se sacudía de vez en cuando a cada sollozo. También la otra mano se arrastraba en ocasiones por el suelo y lo golpeaba, y de su boca bien abierta salía un gemido como de un niño que llora. Cuando terminaba, resoplaba y se lamentaba en el aire silencioso.

—¡Oh, qué vergüenza, qué vergüenza!

Cuando el río subió a petición del Durmiente, los únicos seres vivos a los que cogió desprevenidos lo esperado fueron aquéllos en relación más inmediata con ello. Las grullas y los flamencos titubeaban, aleteaban y graznaban cuando la pequeña crecida formaba de pronto un rizo. Después del primero, saludaron a los demás con arrullos de satisfacción. Ante la inesperada facilidad de la vida se volvieron activos y sibaritas. Picoteaban y engullían ansiosos, como aturdidos por la creciente fertilidad del barro seco, el cual una vez mojado producía innumerables y gratas especies de vida comestible. Cuando sólo unos centímetros de agua cruzaban el rastrojo, los patos llegaron en flotillas graznando con gusto y dejándose arrastrar por la corriente. Los halcones y buharros, en general indiferentes al campo, ahora colgaban en hilera sobre el límite del agua que avanzaba. Las musarañas y los ratones de campo, las víboras y las culebras, cuyo instinto no les había prevenido contra la inundación, huían presas del pánico a tierras más altas, y allí aprendieron una amarga e inútil lección. Pero la gente que sabía por qué subía el río y sabía el hartazgo que les iba a traer, estaba llena de júbilo y de amor al Durmiente, así que cuando el aire refrescó bastante, cantaron y bailaron. En tiempo de calor, como no había otra cosa que hacer, se sentaban a la sombra y veían avanzar el agua. Cuando el ocaso los libraba de la tiranía del sol, andaban, chapoteando en un centímetro o dos de agua templada sobre un barro tan duro y áspero como ladrillo bajo los pies, y quizá se agachaban y se lavaban. Los que fueron más allá, hasta el límite de sus campos, para contemplar una vista que recordaban, sintieron la primera viscosidad del légamo y se quedaron frotando en él sus pies con una sonrisa de satisfacción.

Cuando el agua alcanzó la Entalladura de la Excelente Comida y los caseríos llevaban tanto tiempo aislados que algunos de los niños más pequeños creyeron que aquel Ahora se había detenido para siempre, llegó el día del despertar. Amaneció como cualquier otro día —verde, luego rojo, luego oro, luego azul—. Pero la gente oyó los chirridos de los flautines y se miraron riendo, ya que la música y la Entalladura de la Excelente Comida habían llegado juntas.

«Hoy el Durmiente se despierta en su Ahora y mandará a las aguas que retrocedan».

Por este motivo vigilaban desde los techos de sus casas y daban explicaciones a sus hijos. Los flautines chirriaron y los tambores tocaron toda la mañana; y al mediodía, cuando el sol deslumbró la riada y ésta le devolvió su vapor, vieron partir a la procesión a lo largo de la franja de tierra seca que quedaba entre el risco y la tierra inundada. Vieron cómo el propio Durmiente iba a la cabeza de la procesión. Yacía en una litera llevada por ocho hombres altos. Estaba fajado de la cabeza a los pies y ricamente ataviado, con las manos cruzadas sobre el pecho y en ellas llevaba el cayado y el mayal. Lucía muchos colores, pero principalmente azul y oro, e incluso desde lejos podían ver su barba proyectada contra el estremecimiento de los riscos. Las mujeres de larga cabellera danzaban detrás de él, gritando, algunas tratando de despertarle, cada una con un sistro en la mano, otras gimiendo e hiriéndose con cuchillos. Después venían los hombres puros y otros de su servidumbre, y luego un grupo de hombres y mujeres que andaban de lado, cogidos de la mano. Fue lento el viaje del Durmiente. Y larga y lenta la procesión que en ocasiones se desbarataba y en otras seguía por el camino al borde de las aguas con el orden de figuras en un friso. Muchos de los aldeanos, impulsados por el cariño y la curiosidad, bajaron de los tejados y vadearon hacia la procesión. Se detuvieron en el agua para verla pasar, con los ojos muy abiertos, como si fueran niños. Llamaron al Durmiente, pero no se despertó, pues los hombres puros seguían aún atareados con él. Así permanecieron, ya que sería inútil vadear el río, pues las aguas no les permitirían seguir de cerca ni siquiera a quien se movía tan lentamente, y fueron saludando a los grupos uno tras otro.

Pero hubo uno al que no saludaron, limitándose a contemplarlo con silenciosa incredulidad. Al final de la procesión, y separado de ella por un vacío, venía un destacamento de soldados con el Embustero debatiéndose entre ellos. Llevaba un collar de Gran Casa alrededor del cuello, como también lo llevaban los otros participantes que caminaban de lado cogidos de la mano. Si el Embustero conseguía soltar una mano —como ocurría a veces—, tiraba del collar con ella. También en ocasiones gritaba, aullaba o gemía; luchaba incesantemente con los soldados, que procuraban por todos los medios no hacerle daño, pero estaba en camino de lastimarse a sí mismo, pues ya le asomaba espuma por los labios. El estrépito que armaba lo oía casi toda la procesión.

—¡No quiero, os digo! ¡No quiero vivir! ¡No quiero!

El último hombre de los que iban prendidos de la mano miró hacia atrás y luego se dirigió a la mujer delante de él:

—Nunca he comprendido por qué le tiene tanto afecto Gran Casa.

Las gentes que se habían introducido en las aguas treparon a la calzada, apresurándose tras la procesión y el Embustero, y cuando las tierras se ensancharon y la procesión se detuvo, dividiéndose en grupos aislados, aquéllas formaban ya una multitud.

La procesión estaba reunida frente al edificio largo y chato en torno al cual habían corrido Gran Casa y el Embustero. Un pasadizo se abría ante la muchedumbre, alargándose entre laderas cubiertas de cascotes, y su extremo más distante se hallaba en tupidas sombras, lejos del sol. La entrada del edificio ocupaba sólo la mitad del ancho del pasadizo; y a un lado de dicha entrada había una hendidura al nivel de los ojos. Así los que iban en la procesión cerca del comienzo del pasadizo podían verla; pero incluso los que se hallaban muy lejos, o a quienes la multitud impedía ver, sabían que la hendidura estaba allí y sabían también qué era lo que desde ella se asomaría.

Los portadores llevaron al Durmiente por el pasadizo, lo alzaron del lecho y lo pusieron en pie cara al exterior. La gente, agolpada y queriendo avanzar, vio que aún dormía, pues tenía los ojos cerrados. Pero los hombres puros llegaron con sus instrumentos y sus poderosas palabras, de modo que sus ojos no tardaron en abrirse, y uno de los hombres puros le limpió la arcilla que había mantenido cerrados sus párpados. El Durmiente despertó y Gran Casa contempló a su familia desde su inmóvil Ahora, en vida, salud y fuerza. Luego el Gran Jefe —pues entre otras cosas era un hombre puro— se entregó a su tarea. Le ciñó la cintura con la piel de un leopardo, levantó una azuela con hoja de pedernal y la introdujo en la boca de madera. Hizo palanca y quienes estaban cerca oyeron un crujido, como de fuego entre ramillas. Cuando el Gran Jefe retrocedió, pudieron ver que Gran Casa hablaba desde su inmóvil Ahora, pues tenía la boca abierta. Y empezaron los cantos y las danzas. Pero entre danzas y cantos muchas personas lloraron un poco al pensar qué fugaz era su propio Ahora, tan difícil de captar como una sombra. Los soldados, los portadores y los hombres puros sacaron a Gran Casa del pasadizo hasta el tejado del edificio, del cual habían retirado los preciosos y pesados troncos dejando un vacío. Bajaron consigo a Gran Casa, y los soldados que permanecieron en el tejado alrededor del orificio vieron cómo colocaban a Gran Casa en una caja de piedra, cómo ponían la tapa y la sellaban. Luego, los hombres puros treparon fuera, dejando al Dios entre sus estancias llenas de comida y bebida, de armas y juegos.

Se quedaron allí mirando, mientras los soldados volvían a colocar los troncos y a nivelar las enormes piedras sobre ellos.

Los hombres puros repitieron lo que le habían hecho a Gran Casa con su Doble, que estaba erguido en la oscuridad tras la hendidura. Pero cuando el Gran Jefe llegó con su azuela, no le abrió la boca porque era de piedra y se limitó a tocarla. En cuanto a sus ojos, ya estaban abiertos y miraban por la hendidura.

Entonces, aquéllos que iban cogidos de la mano se adelantaron y cada uno recibió lo que tenía que llevar. Pasaron entre las filas de los hombres puros —el cantero con su barreno, el carpintero con su hacha y su escoplo, el panadero con su levadura, el cervecero con su malta, las mujeres elegantemente vestidas y maquilladas, los músicos con sus instrumentos debajo del brazo—. Reían y charlaban al entrar y recibieron con júbilo y orgullo sus cuencos de bebida. Pero el Embustero seguía debatiéndose, con gritos todavía más penetrantes. El Gran Jefe trató de calmarlo, afirmando que estaba enfermo y embrujado, pero el Embustero no quería escuchar.

—¡Si lo hacéis, nunca volveré a contarle una mentira… nunca!

En eso el baile se detuvo, y los favorecidos del pasadizo se volvieron asombrados. El Gran Jefe abofeteó con fuerza al Embustero, que de la sorpresa enmudeció por un momento, entre temblores y gemidos.

—Cálmate, Embustero. Cálmate. Bien. Dinos, ¿por qué rechazas la vida eterna?

Y fue entonces cuando el Embustero dijo esa cosa horrible, sucia, esa cosa que conmovió al mundo. Se detuvo un momento, abandonó su gimoteo y estiró convulsivamente todo su cuerpo haciendo vacilar a los soldados que lo sujetaban. Se agachó entre ellos, miró con furia al Gran Jefe y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Porque con ésta me basta!

Aquellas palabras silenciaron todos los sonidos, excepto el jadeo del Embustero. Las danzas cesaron y un círculo de rostros ofendidos y desdeñosos se agrupó en torno a él. De súbito, como si sintiera que ese desprecio lo empujaba hacia el Dios, se debatió con todas sus fuerzas. El Gran Jefe levantó la mano. El Embustero dejó de luchar y se quedó fijo mirando esa mano como si su vida estuviese en ella. El Jefe habló tranquilamente, como un médico explicando una enfermedad.

—Gran Casa no encontró jamás a nadie que rechazara un favor suyo. Pero este hombre está impuro y hay que purificarlo. Llevadlo al foso.

El Embustero permaneció tenso hasta que sintió que los soldados giraban a un lado. Luego cayó y se hubiera derrumbado en la arena si sus brazos no le hubieran sujetado a los soldados como si fueran cuerdas. Los soldados marcharon arrastrando con ellos al Embustero, cuya cabeza colgaba de un lado a otro y su boca seguía abierta. La multitud lo miraba en silencio. Los soldados lo arrastraron a lo largo del camino y se perdieron de vista.

Después la gente, que parecía estar más unida que nunca tras este extravagante suceso, se volvió hacia el pasadizo. Los que esperaban allí con sus instrumentos y sus cuencos de bebida se pusieron a cantar, avanzando en filas; y a los que desaparecían por el extremo opuesto ya no se les veía ni se oían sus voces —el canto disminuía al reducirse el número de personas—. Cuando solamente quedaban dos, la canción apenas se escuchaba fuera del pasadizo. Luego hubo una, después ya nadie, y de la música no quedó sino una pequeña estela que vacilaba al fondo del pasadizo. La multitud escuchaba, inclinándose hacia delante cuanto podía, con las cabezas a un lado, sin saber si quedaba en realidad algo del sonido o sólo el recuerdo de él. Por fin se hizo evidente el silencio, y cundió la tristeza entre quienes permanecían detrás para enfrentarse con sus Ahoras personales. Dicha tristeza fue paulatina como la extinción del canto, pero palmaria como el silencio. Las mujeres empezaron a gemir, a golpearse el pecho y tirarse de los cabellos, y los hombres se lamentaban como animales atrapados. Sólo los hombres puros se mostraban indiferentes a esa tristeza. Se llevaron comida, bebida y fuego. Cerraron la entrada con palabras poderosas, ofrecieron comida y bebida en la hendidura y hablaron a esos ojos abiertos que les miraban desde la oscuridad. Salieron y caminaron con el Gran Jefe a lo largo del pasadizo. La multitud se alejó, dispersada por los caminos y el río. Únicamente quedaron los soldados, que se entregaron a la tarea de rellenar el pasadizo con piedras y arena.

El Príncipe ensayaba su papel de dios. El Gran Jefe se lo había quitado a sus ayas, sentándolo en una silla adecuada. Y ahí estaba, en la sombría sala de banquetes, con las rodillas y los pies juntos, el pecho hacia fuera, la barbilla proyectada, los ojos abiertos, pero vacíos de expresión. Llevaba una indumentaria de etiqueta, con faldones y todo lo necesario, hecha a su medida. Sostenía el cayado y el mayal cruzados sobre el pecho. Le habían cortado su preciosa trenza y estaba calvo como un guijarro bajo la peluca bien encajada. La alta corona de lino iba sujeta a ésta, y le habían atado una barba a su barbilla. Estaba sentado tratando de respirar en forma imperceptible y de no pestañear, mientras las tinieblas oscilaban y el esfuerzo formaba lágrimas en sus ojos.

El Gran Jefe se paseaba una y otra vez en torno suyo. No había más ruido que el débil rumor de su falda.

—Bien —dijo el Jefe—. Muy bien.

Vuelta y más vueltas. Una de las lágrimas rodó desde el ojo nublado del Príncipe hasta su mejilla. Se dio por vencido y pestañeó rabiosamente.

—Vaya —dijo el Jefe—. Lo estabas haciendo tan bien, pero lo echaste a perder. Tenlos abiertos y llorarás por la gente. ¡No pestañees!

—¡Tengo que pestañear! ¡Las personas pestañean!

—Pero tú ya no serás una «persona» —dijo el Jefe enojado—. Serás el dios, Gran Casa, elevado solemnemente al trono, con el poder en una mano y la prudencia en la otra.

—¡Me verán llorar!

—Deben verte llorar. Es una profunda verdad religiosa. ¿Crees que un dios que conserva los ojos abiertos puede hacer otra cosa que llorar por lo que ve?

—Cualquiera lloraría —dijo el Príncipe malhumorado— con los ojos abiertos, sin pestañear ni frotárselos.

—«Cualquiera» —replicó el Jefe— pestañearía o se los frotaría. Ésa es la diferencia.

El Príncipe se enderezó y volvió a dirigir la mirada hacia las tinieblas. Vio cómo se iluminaba el ancho rectángulo de la entrada al otro extremo del vestíbulo y supo que la luz del sol se iba deslizando a lo largo del corredor hasta allí. Renunció, cerró los ojos e inclinó la cabeza. El cayado y el mayal se entrechocaron en su falda. El Gran Jefe dejó de pasear.

—¡Otra vez!

—No puedo hacerlo. Sostener el cielo arriba… saltar sobre mi hermana… mantener los ojos abiertos… hacer que crezca el río…

El Jefe se golpeó la mano con el puño. Pareció por un momento que estallaría su furia, pero se dominó, inclinando la cabeza, tragando saliva, respirando hondamente.

—Mira, niño. Ignoras el peligro en que estamos. No sabes qué poco tiempo queda… tu hermana en soledad sin querer ver a nadie, el río creciendo…

Se inclinó acechando el rostro del Príncipe.

—¡Tienes que hacerlo! Todo saldrá bien. Te lo prometo. Ahora, inténtalo otra vez.

El Príncipe volvió a adoptar la postura del dios. El Jefe lo observó un momento.

—¡Eso está mejor! Bien. Tengo que ver a tu hermana, no hay otro remedio. Te dejaré aquí. Quédate como estás hasta que el sol pase de un lado de la entrada al otro.

Se irguió, alzó una mano, la bajó hasta la rodilla, dio tres pasos adelante, se volvió y salió apresuradamente.

Cuando el rumor de la falda del Gran Jefe dejó de oírse, el Príncipe respiró a sus anchas y descansó el cuerpo, cerrando los ojos. Alzó un antebrazo huesudo y lo restregó contra el rostro. Cambió de postura, pues el faldón le molestaba. Dejó el cayado y el mayal en el suelo junto a la silla. Miró el umbral de la puerta un momento; luego arrancó de su cabeza la corona de lino, de modo que la peluca salió con ella y la estrecha cinta de la barba se rompió. Se acurrucó, sombrío, la barbilla en los puños, los codos sobre las rodillas. Un destello de sol relumbró en las baldosas y frunció los ojos para esquivarlo. El destello se convirtió en un brillante rectángulo.

Se incorporó bruscamente, y empezó a caminar inquieto, sigiloso, por la enorme sala. Miraba de vez en cuando las paredes, llenas de figuras con cabeza de pájaro y de perro que no lloraban. Se detuvo al fin, en medio de la estancia, dando la espalda al sol. Alzó lentamente la cabeza, escudriñó las vigas sombrías y la tremenda solidez de las trabes. Huyó de ese espectáculo como si las vigas amenazaran caer sobre su cabeza.

Se dirigió sin ruido a la entrada y atisbo el corredor. En un extremo, un guarda se apoyaba contra la pared. El Príncipe se irguió lo mejor que pudo y caminó sereno hacia el guarda, que se despertó y levantó su lanza. Pasó sin mirarlo y volvió la esquina, donde una muchacha se apretó sumisa contra la pared para dejarlo pasar. Atravesó la Gran Casa, indiferente a todos los que encontraba, hasta llegar a la parte posterior y oír los rumores sofocados de las cocinas. Dejó atrás a los cocineros que dormían, a los pinches que fregaban y le miraron incrédulos, el patio donde las ocas se asaban lentamente en sus espetones sobre un fuego de carbón bajo el cielo abierto. La poterna que daba a los riscos y al desierto estaba abierta. Respiró muy hondo, como un muchacho a punto de bucear, apretó los puños y pasó.

Fuera de las puertas se detuvo, al amparo de la muralla, y examinó los ángulos de los riscos, de las dunas, el contorno de las rocas contra el cielo. Todo era adusto y estéril. En vano buscaría algo tan grato como la sombra de una palmera junto al agua; pero sí había muchos lugares donde esconderse. Avanzó, cuesta arriba, buscando cuando le era posible la sombra de las rocas, aunque escaseaba. Al caminar iba musitando:

—¡Ella puede sostenerlo arriba!

Estaba llorando.

Tropezó de lado y se agachó tras una peña, atisbando alrededor. Había un hombre entre las rocas. Estaba de rodillas sobre la cima de una de ellas, su perfil recortado contra los riscos. Tenía la cabeza inclinada, como si el sol le hubiese fustigado.

El hombre se irguió. Empezó a hacer movimientos regulares con sus brazos y de pronto el Príncipe comprendió que estaba sacando de la tierra un cordel o una cuerda. En ese momento vio aparecer bajo la mano del hombre algunos cuencos y fuentes —quizá dentro de una red de cordel demasiado fina para ser visible—. El hombre se enderezó, emitió un sonido burlón y escupió a sus pies. Cogió una piedra y amenazó al suelo con ella. Fingió lanzarla contra él en una o dos ocasiones, y al fin se decidió a hacerlo con fuerza, y de la roca brotó un grito. El hombre regresó tranquilamente, riendo y meciendo la red de cuerda con los cuencos y fuentes. El Príncipe se encogió tras su roca y escuchó los pasos del hombre. Estaba temblando, y siguió temblando mucho después del portazo que cerró la poterna.

Se levantó protegiéndose los ojos con ambas manos y siguió adelante. El sol caía a plomo sobre su cráneo afeitado y batía desde la roca. Utilizando solamente el ojo sano, trepó hasta la cima.

Primero se dio cuenta del hedor, después de las moscas. La cima de la roca estaba cubierta de ellas. Su zumbido aumentaba con cada paso y pronto lo descubrieron.

Se encontró al borde de una fosa. La luz del sol la iluminaba hasta el fondo, excepto a un lado, donde un poco de sombra se deslizaba por la pared. Era evidente que a las moscas les gustaba aquello, pues zumbaron hacia abajo y cubrieron los desperdicios, los huesos y la carne pútrida, las verduras viscosas y las piedras manchadas. El ciego yacía en un rincón, bajo el sol, con la cabeza apoyada contra la roca. La única diferencia entre sus huesos y los otros era que los suyos se hallaban aún cubiertos de piel. Estaba muy sucio. Tenía la boca abierta y asomaba su lengua entre las moscas que la cubrían. Cuando el Príncipe comprendía al fin de quién se trataba, le oyó emitir un leve sonido, sin mover los labios o la lengua.

—Gog.

Junto al centro de la fosa y en un exiguo trecho limpio de basura había un hombre arrodillado. El Príncipe lo examinó y luego exclamó:

—¡Embustero!

Pero el Embustero no dijo nada y siguió bebiendo. Tenía la cabeza dentro del cuenco, que sostenía entre las manos, y sorbía absorto, con un ruido que se alzaba sobre el «gog» del ciego o el zumbido de las moscas. Levantó la cabeza y el cuenco a la vez para absorber la última gota. Sus ojos miraban por encima del borde. Avistó a alguien arrodillado a la orilla de la fosa y se agachó de nuevo.

—¡No!

—¡Querido Embustero! ¡Soy yo!

Con cautela, levantando el antebrazo para protegerse, el Embustero pestañeó en dirección de la voz. Tenía el rostro lleno de ampollas y sucio, salvo allí donde corría sangre fresca, y sus ojos presentaban un cerco tan rojo como la sangre.

—¿El Príncipe?

—¡Ayúdame!

El Embustero andaba a tientas entre los desperdicios. Gritó:

—¿Tú? ¡Tú no necesitas ayuda! ¡El que la necesita soy yo!

—Me he escapado.

—Estoy soñando. Veo cosas… Decían que estaba loco y ahora…

—No quiero volver.

El Embustero se llevó ambos puños a las cejas y pestañeó hacia arriba.

—¿Eres tú realmente?

—Me están convirtiendo en un dios.

El Embustero habló con tremenda urgencia:

—¡Sácame de aquí! ¡Esa hermana tuya… dile que te ayude!

—No quiere ver a nadie —dijo el Príncipe—. Y además me he escapado. Podríamos irnos juntos.

El Embustero se quedó quieto.

—¿Tú? ¿Escaparte?

—Podríamos ir y vivir donde hace frío.

—¡Ah, qué fácil! —replicó el Embustero con burla—. ¡No tienes idea!

—He llegado hasta aquí sin ayuda de nadie.

El Embustero lanzó una carcajada que sonó como un alarido.

—¡Iríamos río abajo, a través del mar, a través de la tierra, luego otra vez por el mar…!

—¡Sí, sí!

—¿Nunca te han trocado por una barca llena de cebollas?

—Claro que no.

—¿Ni te ha examinado un sirio para comprobar si no eres demasiado viejo y puedes ser eunuco?

—¿Qué es un sirio?

—Nos volverían a vender como esclavos…

El Embustero se interrumpió, lamió sus labios agrietados, miró despacio en torno a la fosa y luego nuevamente hacia arriba, al Príncipe.

—Media barca tal vez, aunque no eres muy fuerte ni muy bonito, ¿verdad?

—Soy un chico; si fuera una chica sería bonita. Y no tendría que ocuparme de que el río crezca ni…

—Esas pulseras que llevas —dijo el Embustero lentamente— entrarían en la venta. Podrías ser eunuco.

—Preferiría ser chica —dijo el Príncipe con cierta timidez—. ¿Crees que podría arreglarse?

En el rostro del Embustero, bajo la mugre, se veía aún una expresión calculadora.

—Desde luego. Sácame de aquí y…

—Entonces, ¿nos vamos? ¿De verdad nos vamos?

—Nos vamos. Ahora, escucha…

—Gog.

—¿Por qué hace ese ruido?

—Se está muriendo —contestó el Embustero—. Pero tarda mucho.

—¿Cómo rompió su bastón?

—Yo intenté salir de la fosa con él, pero se rompió. Me subí a los hombros del ciego y los dos nos vinimos abajo.

—Creo que tiene sed.

—Claro que la tiene —dijo el Embustero impaciente—. Por eso se está muriendo.

—¿Por qué no ha bebido agua?

—Porque yo la necesité —gritó el Embustero—. ¿No tienes más preguntas tontas? ¡Estamos perdiendo tiempo!

—De todas maneras…

—Oye, ¿te han visto venir aquí?

—No.

—¿Podrías sobornar a alguien?

—El Gran Jefe se enteraría. Lo sabe todo.

—Eres demasiado chico para cargar una escalera. Pero podrías traer una cuerda. Podrías atarla alrededor de una roca y dejar caer el otro cabo…

El Príncipe se puso de pie y dio unas palmadas.

—¡Sí, sí!

—Esa hermana tuya… no, cómo iba a tener ella una cuerda… de todas las ignorantes, testarudas, enloquecedoras, hermosas… ¿Tú podrías conseguir una cuerda?

Si el Príncipe no se hubiese encontrado tan cerca del borde de la fosa, hubiera bailado de felicidad y emoción.

—Conseguiré una —gritó—. ¡La buscaré!

—Y otra cosa. Sé que tienes más alhajas de las que llevas puestas.

—Claro.

—Tráelas.

—¡Sí, sí!

—Una cuerda y las alhajas. Cuando haya anochecido. ¿Lo juras?

—¡Lo juro! ¡Querido Embustero!

—Pues corre. Es mi… es nuestra única oportunidad.

El Príncipe se alejó de la fosa y ya había descendido unos cuantos metros por la ladera rocosa cuando recordó algo, agachándose a un lado para protegerse. Pero el guarda no se hallaba junto a la poterna. No había nadie a la vista y la puerta estaba cerrada. Decidió caminar hacia la sombra de las palmeras y los campos inundados y vadear después a través de los pocos centímetros de agua que rodeaban la Gran Casa hasta llegar a la puerta principal. Pero al borde de los campos encontró a dos niños desnudos que jugaban con un esquife de juncos. Les pidió que lo llevaran hasta la puerta principal y le obedecieron mudos e impresionados a la vista de sus pulseras y collar, de las sandalias, el Faldón Sagrado y la falda plisada. Atravesó el antepatio y fue derecho a sus habitaciones; interrumpió la siesta de sus ayas, y puesto que era ya casi un dios, les resultó fácil obedecer sus órdenes, inesperadamente enérgicas. Quería joyas, muchas joyas; y cuando se atrevieron a preguntarle por qué, miró a las mujeres sin decir nada, y ellas salieron inmediatamente a buscarlas. Por fin las tuvo amontonadas ante él; y fue una extraña y grata tarea la de colgárselas una tras otra, hasta que todo el cuerpo le repicaba y tintineaba al moverse.

La cuerda fue otro asunto. La Gran Casa parecía carecer de cuerdas disponibles. Las había en los pozos junto a las cocinas, pero eran demasiado largas y difíciles de coger. Había sogas y retenidas en cada una de las astas de donde colgaban, mustias, las banderas ante la puerta principal. El Príncipe se sintió un poco desorientado y se sentó, tintineando, en un rincón para pensar qué debía hacer. Al final, una cosa estaba clara. No encontraba cuerda alguna. Los sirvientes a quienes preguntó se inclinaban, desaparecían y no volvían más. Suspiró profundamente y empezó a temblar. Si realmente deseaba conseguir una cuerda, sólo había una persona a quien acudir —la persona que lo sabía todo—. Se puso en pie lentamente, tintineando.

La terraza estaba en alto y el balcón daba al henchido río. Habían extendido un toldo sobre él y la tela colgaba rígida en el aire inmóvil. Linda Flor se hallaba sentada a la sombra del toldo, contemplando el agua. Estaba muy cambiada; el impacto de su belleza había disminuido. Tenía la cabellera cortada en flequillo sobre la frente y todo alrededor, deteniéndose por encima de los hombros. Aunque le ceñía la frente una red de oro de la cual surgía una cabeza de cobra en oro y topacios, su figura y su rostro parecían más delgados y no lucía más maquillaje que la pesada malaquita sobre sus párpados, dándole sombra a sus pestañas. Contemplaba malhumoradamente el agua, y si hemos de describir su expresión, diríamos que mostraba cierta vergüenza endurecida.

El Gran Jefe estaba ante ella. Apoyaba la barbilla en la mano derecha y descansaba el codo en la palma de la izquierda.

Sonreía, pero con una sonrisa tensa.

Linda Flor bajó la barbilla y contempló el pavimento.

—Ya ves. Fracasé. Sé que estás enojado conmigo. Lo he sabido todo el tiempo.

—Conmigo también. Lo está con todos nosotros.

—Nunca, nunca me perdonaré.

El Gran Jefe se agitó. Sonreía con ironía.

—Puede que no nos quede tiempo para ello.

Alzó los ojos, asustada. Su pecho bajaba y subía.

—¿Quieres decir que nos ahogará a todos?

—Es muy posible. Por eso me animé a venir aquí. He dicho que queda poco tiempo, pero somos responsables de nuestro pueblo y debemos hacer todo cuanto podamos. Recapacitaremos. Verás, Linda Flor, dadas las circunstancias, ¿puedo llamarte Linda Flor, verdad?

—Lo que sea.

—¿Qué es lo que distingue al hombre del resto de la creación?

—No sé.

—Su capacidad para examinar los hechos y sacar de ellos una conclusión.

Empezó a pasear por la terraza, arriba, abajo, con las manos cruzadas a la espalda.

—Primero —dijo— debemos establecer los hechos.

—¿Qué hechos?

—¿Quién sostenía el cielo arriba, eh?

—Bueno… Él.

—¿Y quién año tras año, con su… paternal generosidad…, hacía crecer el río?

—Él, naturalmente.

—¿Y ahora? ¿Tenemos ya otro dios?

—No —dijo Linda Flor con dificultad—. Todavía no.

Por lo tanto… ¿quién hace crecer el río ahora?

—Él. Pensé que…

El Jefe alzó un dedo.

—Paso a paso. Sí. Es Él. Hemos establecido el primer hecho. Ahora vamos con el segundo. ¿Hasta dónde llegaba el agua cuando Él entró en su Inmóvil Ahora?

—Hasta la Entalladura de la Excelente Comida.

—Y eso fue después de la ocasión en que dices que fallaste. Pero entonces debía estar contento. ¿No te das cuenta?

—Pero…

—Tu corazón de mujer no debe luchar contra la durabilidad granítica de la demostración racional.

Los ojos de Linda Flor se agrandaron.

—¿Qué quiere decir eso?

El Jefe meditó un momento.

—Admito que las palabras son difíciles, pero significan que yo tengo razón y tú no.

Ella se enderezó en su asiento y sonrió ligeramente.

—En parte, quizá.

—De todas maneras, no te alegres demasiado, Linda Flor…, ¡no te alegres demasiado!

—No lo haré, descuida.

—Vayamos a los hechos, pues. Algo enojó al Dios después de entrar en la Casa de la Vida.

Calló y volvió a pasear de un lado a otro. Luego, en una de las vueltas, se detuvo frente a ella.

—Se ha dicho, y sería falsa modestia negarlo, que todo el saber es mío. Todo cuanto un hombre puede saber, lo sé yo.

Ella lo miró tras su tupido fleco de pestañas. La sonrisa se formó solamente en una de las comisuras de sus labios.

—¿También la sabes todo acerca de mí?

—Sé que te has recluido en esta total soledad. Es preciso que hablemos de estas cosas, de lo contrario no podremos resolverlas. Su enojo concierne a una persona por la que, tal vez inconscientemente, sientes un interés profundo. Bueno. Ya lo dije.

Por un momento el rostro de Linda Flor se nubló de sangre; pero la sonrisa seguía allí.

—Tampoco ahora sé lo que quieres decirme.

—Me refiero, naturalmente, al Embustero.

El rubor iba y venía, pero sus ojos seguían fijos en los del otro. Él continuó en su tono inexpresivo.

—Es necesario, Linda Flor. No podemos permitirnos el consuelo de engañarnos. No hay nada que no puedas decirme.

De pronto, ella ocultó el rostro entre las manos.

—Mal sobre mal. Vicio tan enraizado, maldad tan profunda, tan vergonzosa…

—¡Pobre criatura, pobre, pobre criatura!

—Pensamientos monstruosos e indescriptibles…

Se acercó a ella y le habló con dulzura.

—Si dejas escondidos esos pensamientos, acaban por envenenar. Sácalos fuera y desaparecen. Vamos, querida. Seamos dos almas humildes, y unidos exploremos las trágicas profundidades de la condición humana.

Linda Flor cayó de rodillas ante él, con el rostro entre las manos.

—Cuando se sentaba a… a los pies del Dios y le hablaba… nos hablaba de las montañas blancas flotando en el agua… del frío que sintió… un fuego blanco; y él tan pobremente vestido, tan desvalido y tan valiente…

—Y tú querías darle calor.

Asintió miserablemente, sin hablar.

—Y poco a poco deseaste hacer el amor con él.

Su voz sonaba tan vacía de expresión que la extrañeza, la imposibilidad de semejante conversación desaparecieron. Habló de nuevo, suavemente.

—¿Cómo te justificaste ante ti misma?

—Imaginé que era mi hermano.

—Sabiendo todo el tiempo que era un… extraño, como en las fantasías que contaba de hombres blancos.

La voz de ella surgió ahogada de entre sus palmas.

—Mi hermano por el Dios sólo tiene once años. Y el hecho de que el Embustero era… lo que dijiste… ¿puedo contártelo?

—Sé valiente.

—Eso excitó más mi amor.

—¡Pobre niña! ¡Pobre alma deformada!

—¿Qué irá a sucederme? ¿Qué puede sucederme? He ido contra las leyes de la naturaleza.

—Al menos estás siendo sincera.

Ella se acercó y extendió las manos para abrazarle las rodillas; alzó el rostro.

—Pero cuando hicimos el amor…

Ya no había rodillas que abrazar. Estaban a un metro de distancia; se había separado de ella con la rapidez de un hombre que huye de una culebra. El Gran Jefe la miraba alarmado, apretando las manos contra el pecho.

—Tú… tú y él… tú… él…

Linda Flor echó el cuerpo hacia atrás, extendiendo los brazos. Le miró y exclamó:

—¡Pero dijiste que lo sabes todo!

El Gran Jefe se acercó apresuradamente al parapeto, sin ver nada de lo que tenía ante él. Durante un tiempo prorrumpió en exclamaciones infantiles, absurdas.

—¡Ay, Señor! ¡Vamos, vamos, vamos! Tss, tss. ¡Qué cosas!

Por fin dejó de balbucir, se volvió hacia ella, aunque no directamente. Carraspeó.

—Y todo éste, éste… obstruyó tu legítimo deseo por tu padre.

No le contestó. Él habló de nuevo en voz tonante e indignada.

—¿Puede extrañarte que el río siga creciendo?

Pero Linda Flor ya se había levantado y su voz se elevaba como la del Gran Jefe.

—¿Tú qué quieres? ¡Deberías estar ensayando!

El Gran Jefe se volvió hacia donde ella miraba.

—Príncipe, ¿estuviste escuchando?

—Espiabas —gritó Linda Flor—. ¡Eres insoportable! ¿Y por qué te has puesto todo eso?

—Me gusta —contestó el Príncipe con temblores que le hacían tintinear—. No oí gran cosa. Sólo lo que dijo del río.

—¡Márchate!

—No pensaba quedarme —se apresuró a decir el Príncipe—. Sólo quería saber si uno de vosotros tendría un trozo de cuerda…

—¿De cuerda? ¿Para qué?

—Para nada. Quería una cuerda.

—Has vuelto a salir fuera. ¡Mira tus sandalias!

—Sólo pensé…

—Vete y dile a esas mujeres que te limpien.

El Príncipe, temblando aún, se volvió para salir, pero el Gran Jefe habló con súbita autoridad.

—¡Espera!

Inclinándose ligeramente ante Linda Flor como para pedirle permiso, se dirigió al Príncipe y lo cogió del brazo.

—Príncipe, siéntate, por favor. Aquí. Excelente. Quieres una cuerda, y acabas de regresar de un paseo… ¿Le tenías mucho cariño, verdad? Empiezo a comprender… Y las alhajas… ¡claro!

—Sólo quería…

Linda Flor miraba del uno al otro.

—¿Qué significa todo esto?

El Gran Jefe se dirigió a ella.

—Algo que se relaciona directamente con nuestra conversación. Hay… pero no sabrías exactamente dónde… hay una fosa. Cuando ordenas «¡Llévenlo a la fosa!»…

—Ya sé —interrumpió impaciente Linda Flor—. ¿Pero qué tiene eso que ver conmigo?

—Algunas de las terribles causas de nuestro peligro no pueden anularse. Pero al menos una, sí. El Dios está enojado con Su Embustero y hace crecer las aguas en parte porque éste se niega a recibir el don de la vida eterna.

Linda Flor se lanzó hacia delante. Sus manos se crisparon sobre los brazos de la silla.

—La fosa…

Él inclinó la cabeza.

—El Embustero padece todavía las contrariedades, la inseguridad, las pruebas de un Ahora inestable.

La cogió justo a tiempo, la sentó suavemente en la silla y le dio unas palmadas en ambas manos. Volvió a murmurar para sus adentros.

—¡Vaya, vaya, vaya!

El Príncipe recobró la voz.

—¿Puedo irme ya?

Pero el Gran Jefe no le hizo caso. El Príncipe escuchó en silencio mientras él daba órdenes a los soldados de la entrada, y observó sin comentarios, pero tal vez con algo de envidia, cómo las sirvientas de Linda Flor volvían a embellecer su rostro. Una viejecita diminuta trajo un cuenco rebosante y lo colocó en un pedestal junto a la silla. Luego los tres esperaron, cuando el día comenzaba ya a decaer.

Linda Flor carraspeó.

—¿Qué vas a hacer?

—Convencerlo. Déjame que te consuele como pueda, pues has de ser fuerte. Te crees un caso excepcional. Claro que lo eres: excepcionalmente bella para empezar. Pero esos deseos oscuros… —miró un momento al Príncipe y luego apartó la vista— no eres la única que los siente. Hay en todos nosotros un deseo profundo, secreto, un deseo morboso de amar a… a… ya sabes lo que quiero decir. Alguien sin relación de consanguinidad. Un extraño con sus propias fantasías. ¿Pero no ves lo que estas fantasías son? Un intento desesperado por librarse de los propios y corrompidos deseos, de satisfacerlos en la imaginación, porque las leyes de la naturaleza nos prohíben exteriorizarlos. ¿Acaso piensas que de verdad existen lugares donde la gente se casa fuera de las fronteras naturales de la consanguinidad? Además, ¿dónde vivirían las marionetas de estos fantásticos embustes? Supongamos por un momento que el cielo es tan extenso como para cubrir esas tierras. ¡Imagínate lo que pesaría!

—Sí. Es una locura.

—Por fin admites la verdad. Un loco cuyas mentiras han turbado el núcleo inexpresable de nuestras vidas; un loco que representa un peligro para todos si no acepta servir al Dios.

Se detuvo y se volvió para contemplar el valle inundado. Una barca vacía bajaba desquiciada por la corriente central.

—¿Ves? No nos queda mucho tiempo. Si no logramos convencerlo, aunque lo intentaremos, claro, habrá que usar la fuerza.

Hubo un silencio. Linda Flor empezó de nuevo a llorar. Pero su llanto no interrumpía el silencio. Las lágrimas nadaban en su rostro, llevándose con ellas la malaquita, como el residuo de una mina preciosa. El río seguía creciendo. El Príncipe continuaba sentado; de vez en cuando tintineaban las joyas.

De pronto cesó el llanto de Linda Flor.

—Debo estar horrible.

—No; no, hija mía. Un poquito desarreglada quizá, pero te sienta bien.

Ella hizo una señal a sus sirvientas.

—¿Sabes, Gran Jefe? Esto demuestra lo corrompida que estoy. Casi no me importa.

La miró frunciendo el ceño, intrigado.

—¿Te refieres a la inundación?

—¡No, no!… Hablo de mi aspecto. Se retiraron las mujeres. Linda Flor se instaló firmemente en su asiento.

—Cuando quieras.

El Príncipe se precipitó de su asiento.

—Bueno… creo que… iré a beber algo.

Desde la silla silbaron unas palabras.

—¡Quédate donde estás, comino!

Se oyeron ruidos más allá de la terraza y entre ellos les llegaba el sonido de una voz familiar, gárrula como siempre, pero en un tono más estridente. Dos soldados negros, fornidos, sin más ropa que unos taparrabos, arrastraban al Embustero entre ellos. Tirando de él, lo sostuvieron ante Linda Flor. Guardó silencio y la miró. Ella le devolvió la mirada con ojos como piedras y hubiera parecido tan invulnerable como uno de los habitantes de la Casa de la Vida, a no ser por el modo en que su vestido se estremecía sobre el pecho. El Embustero vio al Príncipe, acurrucado tras ella, junto al muro. Se debatió y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Traidor!

—Yo no…

—Un momento, Embustero —el Gran Jefe se volvió hacia Linda Flor—. ¿Me permites?

Ella abrió los labios, pero sin emitir ningún sonido. El Jefe alzó un dedo.

—Soltadlo.

Los dos soldados, relucientes sus cuerpos, se alejaron del Embustero. Soltaron sus lanzas y las mantuvieron apuntándolo, como si fuera una bestia en un cepo. Empezó a hablar otra vez, de prisa, desesperado, dirigiendo la mirada de un rostro a otro.

—El veneno es algo cruel. Diréis que no duele, pero ¿cómo podéis saberlo vosotros? Decidme, ¿os han envenenado alguna vez? Tengo muchos secretos que os serían útiles. Incluso podría detener la crecida del río… ¡pero necesito tiempo, tiempo! A nadie nos gusta que nos asusten, ¿verdad? Es horrible que le asusten a uno… ¡horrible, horrible!

El Jefe le interrumpió.

—¡No te estamos asustando, Embustero!

—Entonces, ¿por qué cuando dejo de hablar castañetean mis dientes?

El Jefe le tendió la mano al Embustero, que se apartó con temor.

—Cálmate. No te va a pasar nada. No en este momento.

—¿Nada?

—Nada. Hagamos una pausa. Relájate, Embustero. Échate y colócate cómodamente en la estera.

El Embustero lo miró con desconfianza; pero el Gran Jefe sólo asentía con la cabeza y sonreía. El Embustero apoyó una mano en el suelo, y se arrodilló mirando de lado. Echó un vistazo en derredor, respingó al ver las lanzas, y luego se acomodó lentamente. Parodió la postura de un feto; pero nunca hubo un feto más tenso y tembloroso, mirando en todas direcciones con tal alarma.

El Gran Jefe miró el río henchido y se alejó de él como el Embustero se había alejado de las lanzas. Hacía un esfuerzo visible por dominarse.

—Bien, Embustero. No tienes por qué asustarte. Nos queda todo el tiempo que queramos.

Advirtió un ojo clavado en los suyos, una mirada que se alzaba recelosa, como un cangrejo escondido entre rocas.

—Cierra los ojos. Olvídate de todo.

Los ojos se cerraron, se abrieron de golpe, y se cerraron de nuevo, dejando una ranura brillante. El Gran Jefe habló con dulzura:

—Pensemos en cosas reales.

El Embustero se estremeció y tembló en el suelo.

—Muerte. Crimen. Lujuria. La fosa.

—¡No, no! Cosas agradables, suaves, cosas que te sean familiares.

La ranura brillante chispeaba; se ensanchó y después desapareció. El feto murmuró contra el suelo.

—Viento en las mejillas. Frescor.

—Bien.

—Copos blancos que caen. Montañas con un manto blanco…

—¡Otra vez! ¡Dije cosas reales!

—Hombres blancos. Mujeres puras, blancas, marfil y oro… extrañas todas y por lo tanto asequibles. ¡Oh la dulzura de una mujer extranjera junto a un hogar extraño!

El Gran Jefe estaba tan tenso que soltó una risa tonta y luego miró a Linda Flor como pidiéndole perdón. El vestido de ella temblaba de nuevo.

—Escucha, Embustero. Ahora que estás tranquilo apelaré por última vez a tu generosidad. El Dios te ama. Le disgusta que no quieras ir a Él. Acepta el don de la vida eterna… ¡hazlo por nosotros!

El Embustero dio un alarido.

—¡No!

—Aguarda. Comprendemos que estás enfermo y que te falta generosidad. Por lo tanto, para ayudarte a que tú nos ayudes, seremos generosos también. Te daremos tanto como le dimos a Él.

—¿Es un soborno?

Pero el Gran Jefe no escuchaba. Daba vueltas alrededor del Embustero, cuya cabeza seguía sus movimientos como la cabeza de una culebra.

—E incluso es posible que todo eso sea suficiente. Después de lo que he oído hace poco, quizá esté tan enojado que…, pero debemos hacer lo que podamos. ¿Crees que vamos a pedirte que te unas a los otros en la periferia y permanezcas allí, secado por el sol? ¡Oh, no! Quitaremos las piedras y las vigas…

—¿De qué estás hablando?

—Vas a yacer junto al propio Dios. Y nada menos que en tres ataúdes, el primero de los cuales se hará del material que tú elijas, aunque sea el más espléndido de todos.

El Embustero, arrodillado, gritó de nuevo.

—¡Viejo loco!

—Espera que termine. Te abriremos en canal y te limpiaremos. Te sacaremos los sesos por la nariz y llenaremos tu cráneo con líquidas fragancias…

Y en su entusiasmo el Jefe trazaba amplios ademanes en torno a sí mismo. El Embustero se había envuelto en sus propios brazos y ululaba como un búho loco.

—… te cortaremos los genitales…

El Príncipe brincó:

—¡Oh, sí, sí!

El Embustero dejó de ulular y empezó a hablar cada vez con más violencia.

—Un pedazo de tierra no mayor que una granja…, un puñado de simios abandonados por la marea de hombres… demasiado ignorantes, demasiado satisfechos, demasiado necios para creer que el mundo es algo más que diez millas de río…

—¡Harás que nos ahoguemos todos!

—Pues ahogaos, si os falta ingenio para trepar los riscos y salir de aquí…

—¡Te suplicamos!

—Yo mismo, atrapado, condenado, el único hombre sensato en éste, éste…

Se abalanzó, agarrando a Linda Flor de un pie.

—¿No lo entiendes? Tu hermano tiene…, ¿qué tiene?, ¿diez años? ¡ tienes el poder…, el poder…, el poder…, el poder! ¿Quieres casarte con él? ¡Con ese miserable redrojo!

—¡Suéltame!

—Preferiría ser niña. Tú tienes soldados…, tú, uno de esa docena de caciques insignificantes que bordean este río…, podrías formar un ejército…

Linda Flor se esforzaba por respirar. Alzó las manos junto al rostro. Lo miraba como si sus ojos fueran el único lugar donde mirar. El Embustero habló otra vez.

—¿Quieres casarte con él?

Su boca se abrió y se cerró. Sus manos retrocedieron sobre los brazos de la silla. Sus nudillos blanquearon. Apartó los ojos de aquellos otros, miró al Príncipe, que sonreía, al cuenco sobre el pedestal.

—Podrías formar un ejército. ¡Nada te estaría vedado entonces!

El Gran Jefe le interrumpió.

—Sabemos lo que debemos hacer.

Pero, como si hubiera encontrado alguna esperanza, alguna seguridad en Linda Flor, o incluso algún poder sobre ella, el Embustero se irguió y habló como un dios.

—El hombre que detenta el trono de este país es el hombre que te posee en su lecho, extraña y bella mujer. Podría quemar las márgenes del río de un extremo a otro, hasta que todos los hombres que viven junto a él se inclinaran ante tu hermosura.

—¿Quién —dijo el Gran Jefe— querría hacer una cosa semejante?

—¡Ya dije que estás loco!

—No estoy loco. No hay engaño ni maldad en mí.

Linda Flor exclamó:

—¿No hay maldad? ¿Después de lo que dijiste de las mujeres extrañas?

—¿Pero es que no lo veis? ¡Ninguno de vosotros se ha dado cuenta! En esta tierra de retrasados mentales hay sólo un hombre que tiene acceso a todas las mujeres: ¡Gran Casa, el Dios!

Linda Flor estaba de pie, con las manos en las mejillas. Pero el Embustero se había vuelto y contemplaba al Gran Jefe con odio y desdén.

—Ni siquiera tú, un hombre al que se considera sabio…, todas esas bobadas de que yo no posea a esta mujer, esta muchacha, esta bella… y ella deseándome…

Y clavó un dedo en el rostro del Jefe.

—¿Y si yo fuera Gran Casa?

La sangre del Gran Jefe desapareció bajo su piel oscura y volvió de golpe. Retrocedió unos pasos.

—¡Soldados, matadlo!

Los soldados avanzaron tras sus lanzas. La dignidad del Embustero se desprendió como un manto caído. Y el temor y el odio parecieron poseerlo como un dios; sus movimientos fueron instantáneos, casi imposibles. Su cuerpo le dominaba. Giraba a un lado, hacia delante y vuelta a girar. Los soldados se abalanzaron sobre él, pero en plena precipitación uno tropezaba y caía, y su lanza saltaba a manos del Embustero. Tampoco la vista podía seguir la lengua de víbora que era la punta al entrar y salir del cuello del soldado. Su compañero se volvió, pero sólo a tiempo para encontrarse con ella. Se golpeó el pecho y cayó desarticulado. No había tocado el suelo cuando ya el Embustero giraba hacia el Gran Jefe, que gritó con todas sus fuerzas:

—¡Arqueros!

La lanza del Embustero trazó pases mágicos en torno a la cabeza del Jefe, que permaneció quieto. Sin cesar de hablar, aquél se lanzó hacia la terraza y saltó por encima del parapeto. Se volvió justo cuando los arqueros llegaban corriendo con sus arcos sin tensar. Arrojó la lanza y un arquero cayó, con la cuerda aún enrollada en la mano. Y todo el tiempo, mientras su cuerpo trazaba estos movimientos imposibles, el Embustero, con expresión preocupada, hablaba sin cesar. Incluso al saltar del parapeto seguía hablando. Buscó limpiamente en el agua de la riada, y tal vez hablase también allá abajo. Pero cuando salió a la superficie, arrojando grandes brazadas de agua, había en la terraza demasiado ruido para adivinar si su parloteo continuaba. Las flechas se hundían en el agua, cercándole, y luego flotaban con las plumas hacia arriba.

El Jefe sufría un cambio. Se sujetaba el diafragma mirando a la vez muy lejos y dentro de sí mismo. Se agachó sobre una rodilla. Había en su rostro una expresión de abatimiento. Era más pequeño, más viejo.

El Príncipe también había cambiado. No tenía en cuenta a los muertos ni a los moribundos. Su sonrisa era luminosa cuando habló a Linda Flor, aunque ella no le hizo caso.

—¿Entonces lo de mis ojos no importaría, y no tendría que ser un dios, verdad?

El Gran Jefe yacía con la mejilla contra el suelo.

—Sangro por dentro. Su punzada es como la de un escorpión —le oyeron decir.

Muy lejos ya y a salvo excepto por algún tiro fortuito, el Embustero, tras salir del agua, trepó hasta la cima de un muro que como una senda estrecha conducía bajo las copas de las palmeras a la corriente central de la riada. Se volvió hacia la terraza, gesticulando con los brazos, expresando en silencio pero con firmeza, la mecánica, la necesidad de sobrevivir. Los arqueros estaban junto al parapeto con los carcajes vacíos. Se dirigían hacia Linda Flor esperando órdenes; pero ella seguía mirando fijamente al Embustero con las manos en alto y la boca abierta.

El Gran Jefe hizo su última declaración, en forma precisa y profesional.

—Tiene un último deseo.

La sonrisa del Príncipe era tan ancha que resultaba ridícula.

—¿Puedo beber ahora?

Ella le contestó distraída:

—En seguida, hijito.

Y avanzó hacia el parapeto.

—Un último deseo. De todas formas…

Los arqueros la miraban, esperando. Ella también se transformaba. Se iba haciendo más llena, más redondeada. Relucían sus ojos, su cabello. Los planos de sus mejillas se habían curvado. Y como si algún perfume oculto en su cuerpo la dominara con su aroma, brillaba, fulguraba. Había color bajo las mejillas, donde los comienzos de una sonrisa revelaban sus hoyuelos. Tenía los brazos en alto, con las palmas teñidas de alheña hacia fuera, gesto reservado para las revelaciones.

—De todas formas… será mejor que vayamos y hablemos con Él.