85

Al llegar la noche, se hizo el silencio en el séptimo piso del hospital universitario de North Shore. Ya casi no se oían chirriar sillas de ruedas y camillas, ni los timbres y anuncios de los altavoces del box de enfermeras. Quedaba lo de siempre, lo que nunca paraba: silbido de pulmones artificiales, vagos ronquidos y murmullos, y pitidos de monitores de constantes vitales.

D’Agosta no oía nada. Llevaba dieciocho horas sentado en el mismo sitio, junto a la única cama de la habitación individual. Miraba el suelo fijamente, mientras abría y cerraba su mano ilesa.

Vio moverse algo con el rabillo del ojo. Nora Kelly estaba en la puerta, con la cabeza vendada y cinta y relleno en las costillas, debajo de la bata de hospital. Se acercó al pie de la cama.

—¿Cómo está? —preguntó.

—Igual. —D’Agosta suspiró—. ¿Y usted?

—Mucho mejor. —Nora titubeó—. ¿Y usted cómo se encuentra?

D’Agosta movió de un lado a otro su cabeza inclinada.

—Teniente, quería darle las gracias. Por haberme apoyado en todo momento. Por haberme creído. Por todo.

D’Agosta sintió que se ponía rojo.

—Yo no he hecho nada.

—Lo ha hecho todo. De verdad.

Sintió en el hombro el peso de la mano de Nora, que después se fue.

Cuando volvió a levantar la cabeza, habían pasado otras dos horas. Esta vez, quien estaba en la puerta era Laura Hayward, que al verle se acercó deprisa, le dio un tímido beso y se sentó en la silla de al lado.

—Tienes que comer algo —dijo—. No te puedes quedar sentado eternamente.

—No tengo hambre —contestó él.

Hayward se inclinó un poco más.

—Vinnie, no me gusta verte así. Cuando me llamó Pendergast y me dijo que estabas en el sótano de la Ville… —Hizo una pausa y le cogió la mano—. Me di cuenta de repente de que no soportaría quedarme sin ti. Escúchame. No puedes seguir echándote la culpa.

—Estaba demasiado cabreado. Si hubiera controlado mi rabia, a él no le habrían pegado un tiro. Es la verdad. Ya lo sabes.

—No, no lo sé. ¿Cómo quieres saber qué habría pasado en otras circunstancias? Es la incertidumbre de ser policía. Todos convivimos con ella. Además, ya has oído a los médicos: lo más crítico ha pasado. Pendergast perdió mucha sangre, pero lo superará.

En la cama hubo un ligero movimiento. Tanto D’Agosta como Hayward se volvieron. El agente Pendergast les observaba con los ojos entornados. D’Agosta nunca le había visto tan pálido, con una palidez mortal; sus brazos y sus piernas, esbeltos de por sí, se habían demacrado hasta extremos casi fantasmales.

Al principio el agente del FBI se limitó a mirarles con sus ojos plateados, sin pestañear. D’Agosta pasó un momento de angustia, temiendo que estuviera muerto, pero después los labios del agente se movieron y los dos se inclinaron para escucharle.

—Me alegro de verles a los dos con buen aspecto —dijo.

—Y nosotros a usted —contestó D’Agosta, intentando sonreír—. ¿Cómo se encuentra?

—He reflexionado mucho aquí en la cama, además de disfrutar de sus cuidados. ¿Qué le ha pasado en el brazo, Vincent?

—Me he roto el cúbito. Poquita cosa.

Los ojos de Pendergast se cerraron. Al cabo de un momento se volvieron a abrir.

—¿Qué había dentro? —preguntó.

—¿Dentro de qué? —dijo D’Agosta.

—De la caja fuerte de Esteban.

—Un testamento antiguo y una escritura de propiedad.

—Ah —susurró Pendergast—. ¿El testamento de Elijah Esteban?

D’Agosta estaba sorprendido.

—¿Cómo lo sabe?

—Encontré la tumba de Elijah Esteban en el sótano de la Ville. La habían saqueado unos minutos antes, para llevarse el testamento, sin la menor duda. Supongo que la escritura era de unas tierras.

—Exacto. Una granja de ocho hectáreas —confirmó D’Agosta.

Un gesto lento de aquiescencia.

—Granja que imagino ya no será tal.

—Acierta usted. Ahora son ocho hectáreas de lo más exclusivo de Manhattan, entre Times Square y Madison Avenue, que abarcan gran parte de las calles Cuarenta y pico. Tal como estaba redactado el testamento, Esteban habría quedado claramente como el único heredero.

—Naturalmente, no habría intentado recuperar los terrenos. Habría usado el documento como base para una demanda extremadamente lucrativa, que se habría resuelto, no me cabe duda, en un acuerdo por miles de millones. ¿Usted cree que eso justifica el asesinato, Vincent?

—Según para quién.

Pendergast apoyó los brazos en la sábana y los dispuso con esmero, tocando con sus dedos blancos una ropa de cama que llamó la atención de D’Agosta por su calidad, superior a la normal. Seguro que había que agradecérselo a Proctor.

—Donde ahora está la Ville hubo antes una comunidad religiosa, de características muy diferentes —explicó el agente—. Wren me explicó que, tras el fracaso de la comunidad, su fundador se dedicó a la agricultura en el sur de Manhattan, como terrateniente. Ese personaje no puede ser otro que Elijah Esteban. A su muerte fue enterrado en la cripta del asentamiento que fundó, junto a los infaustos documentos, según parece: la escritura de propiedad y el testamento.

—Tiene lógica —dijo D’Agosta—. ¿Y cómo se enteró Alexander Esteban?

—Por lo visto, después de retirarse del cine se apasionó por el estudio de su árbol genealógico y contrató a un investigador para que estudiase los archivos. Fue el investigador quien hizo el descubrimiento… y lo pagó con su vida. Se trata del segundo cadáver del túnel, dicho sea de paso, el que no ha sido identificado.

—Sí, lo hemos encontrado —dijo Hayward.

—Cadáver que, por otra parte, le vino muy bien, ya que lo arrojó al río Harlem y fue identificado erróneamente como Fearing por nuestro ocupadísimo amigo Wayne Heffler, con la ayuda de la supuesta hermana.

—O sea, que al final Colin Fearing sí que estaba vivo —dijo D’Agosta—. Me refiero a cuando mató a Smithback.

Un gesto de asentimiento.

—Parece mentira lo que se puede conseguir con maquillaje de teatro. Esteban era un director de cine par excellence.

—Deberíamos dejar descansar al agente Pendergast —observó Hayward.

Pendergast movió la mano débilmente.

—Nada de eso, capitana. Hablar me ayuda a despejarme.

—Aún no lo entiendo —dijo D’Agosta.

—Es sencillo, una vez que se ha encontrado el hilo. —Pendergast cerró los ojos y juntó las manos blancas sobre la colcha—. Esteban se enteró de la existencia y ubicación de un documento que le haría fabulosamente rico. Por desgracia, estaba encerrado dentro de una tumba, en el sótano de lo que había pasado a ser la Ville des Zirondelles: una secta caracterizada por el secretismo y el recelo a los desconocidos, hasta el punto de que sus miembros no podían ser más de ciento cuarenta y cuatro. Sólo se reclutaba a un nuevo miembro cuando otro se moría. Como no había manera de acceder a aquella secta, Esteban fomentó la animadversión pública hacia la Ville, para que el Ayuntamiento expropiase los terrenos y expulsara a sus ocupantes ilegales. Por eso ingresó en Humans for Other Animals e incitó a Smithback a escribir artículos sobre ello para el Times.

—Ahora lo entiendo —dijo D’Agosta—. Como no bastaba con eso, Esteban dio el siguiente paso: asesinar a Smithback y echarle la culpa a la Ville, a la vez que se inventaba todo lo del vudú y los zombis.

Pendergast asintió de modo casi imperceptible.

—Con el vudú incurrió en algunos errores, como el ataúd en miniatura del nicho vacío de Fearing. Por eso mi amigo Bertin estaba tan desconcertado. Pista que por desgracia se me pasó por alto. Es irónico, porque de todos modos lo que practicaban en la Ville no era vudú, sino un culto extraño y peregrino, transformado y desvirtuado a lo largo de décadas de aislamiento. —Hizo una pausa—. Contrató a dos cómplices: Colin Fearing… y Caitlyn Kidd.

—¿Caitlyn Kidd? —repitió D’Agosta con incredulidad—. ¿La periodista?

—Correcto. Formaba parte del plan. Esteban debió de hacer una lista de requisitos muy concretos antes de buscar a quienes los cumpliesen con exactitud. Supongo que ocurrió aproximadamente del siguiente modo: Fearing era un actor en paro, de dudosa trayectoria y con necesidades acuciantes de dinero. Vivía en el mismo edificio que Smithback, y pesaba y medía más o menos lo mismo que él. La elección perfecta para Esteban. Caitlyn Kidd era una periodista con bastantes pocos escrúpulos y muchas ganas de progresar. —Miró a Hayward—. No la veo muy sorprendida.

Hayward vaciló un segundo antes de contestar.

—Pedí un historial minucioso de todas las personas vinculadas a la investigación, y hace pocas horas que me han dado el de Kidd. Tiene antecedentes penales por estafa; muy bien escondidos, todo sea dicho. Montó un timo para extorsionar a varios ancianos.

D’Agosta se quedó alucinado.

Pendergast se limitó a asentir.

—Me imagino que Esteban la encontraría por los antecedentes. En todo caso, le prometió mucho dinero por ser una de las protagonistas. Esteban escribió un guión para este pequeño drama, en el que Fearing simulaba su propia muerte usando como cadáver el del investigador. Caitlyn Kidd interpretó el papel de la hermana que le identificaba, y el doctor Heffler, agobiado de trabajo, puso la guinda. Cuando ya todos daban por muerto a Fearing, Esteban se limitó potenciar la ilusión con maquillaje; para algo era productor de cine. E hizo que Fearing (interpretándose a sí mismo, pero resucitado como zombi) asesinara a Smithback y atacase a Nora Kelly.

D’Agosta sacudió la cabeza, consternado.

—Ahora que lo dice, parece evidente.

—¿Se acuerda de con qué intención miraba Fearing a la cámara de seguridad al salir del edificio de Smithback? ¿Y de que se aseguró de que le vieran bien los vecinos? A mí entonces me pareció extraño, pero ahora encaja a la perfección. Que Fearing fuera visto, e identificado, era un elemento básico (por no decir «el» elemento básico) del plan de Esteban.

Esta vez el silencio fue más largo. Finalmente, Pendergast abrió los ojos.

—Entonces Esteban puso en marcha el siguiente acto de su guión. Caitlyn Kidd se puso en contacto con Nora, que estaba destrozada, y obtuvo su colaboración para endosarle el crimen a la Ville. Su primer encargo era acercarse a Nora y engañarla para que pensara que investigar la Ville era idea suya. Mantuvieron la presión sobre Nora haciendo que Fearing la persiguiese en el museo, y en otras partes. Después Esteban robó el cadáver de Smithback del depósito, para hacer creer que también él había resucitado como zombi, aunque ese cadáver lo necesitaba para otra razón aún más importante: confeccionar una máscara de su rostro, que usaría Fearing. Encontré restos de látex en la cara de Smithback: vestigios del molde. Fearing se puso la máscara (adaptada para que su efecto fuera debidamente terrorífico) a fin de asesinar a Kidd ante un grupo de gente cuyo conocimiento visual de Smithback estuviera garantizado.

—Pero ¿y matar a Kidd? ¿Para qué?

—Había interpretado su papel a la perfección. Ya no era útil. Había llegado el momento de quitársela de encima. Era más fácil matarla que pagarle, y siempre es prudente librarse de los cómplices. Lección que Fearing debería haberse tomado muy en serio. ¿Se acuerda de que Kidd gritó el nombre de Smithback antes de ser asesinada? Mi hipótesis es que Esteban le había dicho que Fearing, disfrazado de Smithback muerto, mataría a otra persona durante la ceremonia. El papel de Kidd, su última escena, consistía en gritar el nombre de Smithback con fingido terror, para grabar su identidad en el pensamiento de todos, haciendo más verosímil la ficción. Aunque al final recibió más de lo prometido.

—Luego Esteban hizo que Fearing matara a Wartek en cuanto puso en marcha los trámites de desalojo de la Ville —dedujo D’Agosta.

Pendergast asintió con la cabeza.

—Y secuestró a Nora, atribuyendo otra vez el delito a la Ville.

—Sí. Había que aumentar la presión sobre la Ville hasta lo insoportable. Esteban no pensaba esperar hasta que acabasen los interminables trámites de desalojo. Su sentido del ritmo era perfecto, como gran director de cine que era. Cuando hizo público el vídeo de Nora, que todos dieron por supuesto que estaba rodado en el sótano de la Ville, casi se nos echaba encima el tercer acto. Fue cuando se dio cuenta de que era el momento de dar la última estocada.

—¿O sea, que a Fearing le mató el propio Esteban? —preguntó Hayward.

—Yo creo que sí. Seguro que quería eliminar a su segundo cómplice, como ya eliminó al primero. Dejar su cadáver en las inmediaciones de la Ville tenía la ventaja adicional de que sus habitantes aparecerían como los culpables del asesinato.

—Hay una cosa que no entiendo —dijo D’Agosta—. En la primera manifestación, primero Esteban excitó a la multitud y luego la desinfló. ¿Por qué? ¿Por qué no entró, que era lo más fácil?

Pendergast tardó un poco en contestar.

—Eso al principio me desconcertó, pero luego me di cuenta de que no eran bastantes para conseguir sus objetivos. Aún era prematuro. Entrar en la Ville y saquear la tumba tenía que funcionar a la primera. Esteban necesitaba provocar disturbios; no algo anecdótico, sino un gran alboroto que le permitiera entrar sin ser visto, apoderarse del botín y retirarse. La primera manifestación fue un simple ensayo. Por eso no encabezó la segunda, la grande. La alentó, y después fingió desmarcarse de ella. Estaba abajo al mismo tiempo que nosotros, Vincent. Fue pura casualidad que no nos cruzásemos con él. Cuando nos atacó la criatura, él ya se había ido.

Hayward frunció el entrecejo.

—Ahora que lo dice, ¿qué era aquella criatura?

—Un hombre. Como mínimo lo había sido. El ritual lo transformó en otra cosa.

—¿Qué ritual? —preguntó D’Agosta.

—¿Recuerda los extraños adminículos que vimos en el altar de la Ville? ¿Las herramientas con mango de hueso y una larga punta de metal retorcido, con una cuchilla muy pequeña al final? Pues desempeñaban la misma función que un antiguo instrumento médico llamado leucótomo.

—¿Leucótomo? —repitió D’Agosta.

—El utensilio empleado en las lobotomías, en este caso una lobotomía transorbital con penetración en el cerebro a través de la órbita ocular. Hace tiempo que los miembros de la Ville descubrieron que destruir una parte determinada del cerebro, en una región llamada área de Broca, hacía que la infortunada víctima quedara insensible al dolor, prescindiera de limitaciones morales o éticas y se convirtiese en alguien extremadamente violento, a la vez que sumiso con sus cuidadores. Algo menos que humano, pero más que animal.

—¿Está diciendo que la Ville se lo hizo a alguien de manera intencionada?

—Sin la menor duda. La víctima era elegida por la secta como sacrificio a la comunidad, pero también se la veneraba y adoraba por haber realizado el sacrificio. En realidad, el hombre-cosa tenía un papel protagonista en su ritual religioso: su creación, cuidado, formación, alimentación y liberación formaban parte del ciclo ritual. Servía para proteger a la comunidad de un mundo hostil, y ellos, a su vez, le alimentaban, le mantenían y le veneraban. En algunas sociedades se permite que determinados individuos realicen actos que normalmente están calificados como malos. Es posible que la Ville lobotomizase a aquel hombre como una manera de proteger su alma, permitiéndole asesinar, matar y defender a la Ville sin mancharse el alma de pecado.

—Pero ¿cómo se puede convertir a alguien en un monstruo así con una operación? —preguntó Hayward.

—No es una operación difícil. Hace muchos años, un médico, Walter Freeman, tardaba pocos minutos en llevar a cabo unas lobotomías que se hicieron conocidas como «de picahielos». Se mete, se mueve un par de veces en los dos sentidos y queda destruida la parte molesta del cerebro. A la vez que la mitad de la personalidad, el alma y el sentido del yo del paciente. Lo único que hizo la Ville fue ir un paso más allá.

—¿Y los antiguos asesinatos que descubrió Wren? —preguntó D’Agosta—. Puede que los cometiesen unos zombis parecidos.

—Exacto: la creación de un zombi viviente que recurrió al asesinato y el miedo para disuadir a Isidor Straus de la tala de Inwood Hill Park. Parece que el propio cuidador de los Straus se convirtió a la secta de la Ville, y más tarde tuvo el honor de ascender a un estatus sagrado y transformarse en el zombi en cuestión.

Hayward se estremeció.

—Qué horror.

—Ni que lo diga. La ironía es casi palpable: Esteban hizo que Fearing actuase como un zombi para convencer a la opinión pública de que había sido creado por la Ville, pero en cierto modo es verdad que la Ville creaba zombis, aunque sus objetivos fueran muy distintos a los de Esteban. Por cierto, ¿qué ha sido de la Ville?

—Parece que de momento se quedarán donde están. Han prometido no sacrificar más animales.

—Y esperemos que no creen más zombis. No me sorprendería que Bossong, en vez de ser la presencia maléfica que suponíamos, se convirtiera con el tiempo en una especie de influencia rehabilitadora en la Ville. Percibí una tensión entre él y el alto sacerdote.

—Al zombi le mató Bossong —dijo D’Agosta—. Al final, cuando estaba a punto de matarnos.

—¿De verdad? Me reconforta. Digamos que su heroicidad no corresponde exactamente al perfil de un verdadero creyente, el cual jamás mataría al vehículo de sus propios dioses. —Pendergast miró a Hayward—. A propósito, capitana, quería decirle cuánto lamento que la hayan rechazado para el equipo especial del alcalde.

—Pues no lo lamente. —Hayward se apartó el pelo negro—. La verdad, creo que me beneficia haber perdido la oportunidad, porque ahora dicen que el equipo especial sí que será la pesadilla burocrática que juraban todos que nunca sería. Hablando del tema, ¿se acuerda de nuestro amigo Kline, el desarrollador de software? Pues parece que se arrepentirá de haber coaccionado al jefe de policía. Acabo de enterarme de que el FBI tenía pinchado el teléfono de Rocker y que grabó la llamada de chantaje. Lo pagarán caro los dos. Kline está acabado.

—Lástima. Rocker no era mala persona.

Hayward asintió.

—Lo hizo por buenos motivos: el Fondo Dyson. Resulta un poco trágico, aunque un efecto secundario es que me voy del departamento de jefatura y recupero mi puesto de capitana de Homicidios.

Se hizo el silencio dentro de la habitación.

D’Agosta habló atropelladamente.

—Oiga, Pendergast, quería disculparme por lo estúpido que he sido al arrastrarle a la Ville, hacer que le pegaran un tiro y que casi mataran a Nora. Ya había hecho yo algunas idioteces, pero ésta se lleva la palma.

—Querido Vincent —murmuró Pendergast—, si no hubiéramos entrado en la Ville, yo no habría encontrado la tumba saqueada; tampoco habría visto el apellido Esteban, y… ¿qué habría pasado? Pues que Nora estaría muerta y Esteban sería el nuevo Donald Trump. Conque ya ve que su «idiotez» ha sido decisiva para resolver el caso.

D’Agosta no sabía muy bien qué contestar.

—Ahora, si no le importa, Vincent, descansaré.

Al salir de la habitación del hospital, D’Agosta se volvió hacia Hayward.

—¿Qué es eso de los historiales minuciosos de todas las personas vinculadas a la investigación?

Hayward no solía mostrarse tan avergonzada.

—Tampoco podía quedarme cruzada de brazos mientras te dejabas enredar por Pendergast, así que… empecé a investigarlo por mi cuenta. Sólo un poco.

D’Agosta sintió una extraña mezcla de emociones: cierta irritación al pensar que pudieran tener que sacarle las castañas del fuego, y la gran satisfacción de que ella le tuviese en bastante consideración como para dar ese paso.

—Siempre me estás cuidando —dijo.

La respuesta de Hayward fue pasarle un brazo por el suyo.

—¿Tenías planes para comer?

—Sí. Te invito.

—¿Dónde?

—¿Qué te parece Le Cirque?

Le miró con cara de sorpresa.

—¡Uau! Dos veces en un año. ¿Qué se celebra?

—Nada. Que estoy con una señora muy especial.

En ese momento les paró en el pasillo un hombre mayor. D’Agosta se quedó pasmado al verle. Era bajo y rechoncho, vestido como si acabara de salir del Londres de principios de siglo: chaqué negro, clavel blanco en el ojal y bombín inmaculado.

—Disculpen —dijo—, ¿la habitación de la que acaban de salir ustedes es la que ocupa Aloysius Pendergast?

—Sí —dijo D’Agosta—. ¿Por qué?

—Tengo que entregarle una carta.

En efecto, la tenía en la mano: elegante papel crema, de aspecto artesanal. Llevaba escrito el apellido de Pendergast en la parte delantera, en caligrafía ancha.

—Tendrá que volver en otro momento para dársela —dijo D’Agosta—. Pendergast está descansando.

—Le aseguro que esta carta querrá verla de inmediato.

El hombre se dispuso a pasar de largo, siguiendo su camino hacia la habitación.

D’Agosta le retuvo por el hombro.

—¿Se puede saber quién es? —preguntó.

—Me llamo Ogilby. Soy el abogado de la familia Pendergast. ¿Me permite?

Levantando la mano de D’Agosta con la suya (enfundada en un guante de color leonado), hizo una reverencia, saludó a Hayward con el sombrero y entró en la habitación de Pendergast.