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Esteban entró en la celda y se detuvo. ¿Por cuál empezaba? Pero, como no era de los que tardaban mucho en decidirse, pasó por encima del cadáver de la joven y se acercó con resolución a la forma ensangrentada del agente del FBI. Se merecía especialmente morir. «¡Pero si ya está muerto! —se dijo, con una sonrisa irónica—. O casi.» Lo iba a dejar todo hecho una porquería, y el ruido de la pistola en el espacio cerrado le haría zumbar los tímpanos. Repasó mentalmente los pasos a seguir, mientras volvía a llenar el cargador. Tendría que enterrar su propia ropa junto con los cadáveres y las pistolas. Hasta ahí todo bien. Con medios químicos tan potentes como los que manejaban los expertos en pruebas, la sangre ya no se podía erradicar, pero se podía tapiar toda la estancia, sin que quedase un solo indicio de su existencia. Podía meter ahí todos los cadáveres. En los próximos días tal vez viniera alguien a meter las narices buscando al agente del FBI. Hasta era posible que hubiera dejado dicho adónde iba. Sin embargo, no había ninguna prueba de su llegada: ni coche, ni barca ni nada.

Cerró el cargador, metió una bala en la recámara y levantó la pistola con una mano, mientras usaba la otra para enfocar cuidadosamente la linterna hacia el bulto inmóvil.

Recibió el golpe por detrás: un mazazo tremendo en el cogote. Al momento siguiente tenía encima a alguien, como un mono; dos manos como garras, clavadas en la cara, y un dedo que hurgaba en el borde de una órbita hasta hincarse en ella y en el propio globo ocular. La explosión de dolor le hizo gritar, al tiempo que daba vueltas para quitarse de encima a su atacante; mientras lo estiraba con una mano, usó la otra para disparar a tontas y a locas, provocando una serie tremenda de detonaciones. La linterna se cayó ruidosamente al suelo. Las tinieblas les engulleron.

Su cerebro, anonadado de sorpresa y de dolor, trabajó un rato a tientas, sin comprender nada. Finalmente lo entendió: era la chica. Chilló, sacudiéndose y dando manotazos sin ver nada, pero la intensa presión con que se hundían los dedos no cejó, hasta que sintió que el globo ocular se salía de la órbita, con un ruido viscoso de succión; fue algo tan atroz y doloroso, que por un momento perdió toda su capacidad de pensamiento racional.

Se cayó gritando al suelo, con un fuerte impacto que (esta vez sí) hizo caerse a la chica, aunque al rodar e intentar apuntar hacia atrás con la pistola, Esteban se dio cuenta de que había otra persona peleándose con él. El agente del FBI, seguro. Le quitaron el arma mediante una fuerte patada. Dio puñetazos sin mirar adónde. Al soltarse, se levantó y corrió. Primero chocó contra la pared; después la siguió a tientas, desesperadamente, mientras tenía la impresión de oír por todas partes los jadeos de sus atacantes.

¡La puerta! La cruzó dando tumbos y corrió en la oscuridad, aturdido y desorientado, rebotando como una bola de flipper por los decorados, las paredes y las puertas; perdida cualquier orientación por el dolor y el pánico, tropezó por el bosque de cacharros en un esfuerzo por huir. La chica y el agente del FBI. ¿Cómo habían sobrevivido? Supo la respuesta nada más preguntárselo… y echó pestes contra su estupidez, monumental, colosal. Mientras corría, sentía que cada movimiento hacía trazar un doloroso arco a su globo ocular, que estaba suelto, colgando del nervio óptico.

¡La Browning! Se había olvidado de la segunda pistola. Metió una mano en el cinturón y se volvió con el arma en la mano para disparar hacia sus perseguidores. La respuesta tardó poco en llegar: una detonación de un Colt y el impacto de una bala de gran calibre que le salpicó de astillas al agujerear un decorado cerca de su oreja.

¡De qué poco! Se dio la vuelta y siguió corriendo como un loco por los decorados viejos mientras intentaba recuperar la orientación. Les oía perseguirle, dando traspiés. Disparar otra vez a oscuras sólo serviría para ofrecer mejor blanco.

Al chocar con algo, se dio cuenta de que su desesperación por escapar le había hecho dar la vuelta. ¿Dónde demonios estaba? ¿Qué decorado era? Una pared de yeso… El relieve de los sillares… ¿La torre del castillo? ¡Sí, tenía que serlo! Volvió a meterse la pistola en el cinturón y escaló a tientas hacia las almenas. Un poco más, sólo un poquito más… Llegó al final de las almenas, saltó al otro lado y aterrizó en lo que parecía una rampa. ¿Qué era? Había previsto encontrarse junto al sarcófago de piedra falsa del faraón egipcio Raneb, pero aquello no tenía nada que ver. ¿Habría avanzado en dirección contraria? Le daba vueltas la cabeza, por el dolor y el esfuerzo de intentar orientarse entre el sinfín de decorados. Subió a gatas por la rampa, tropezó, se cayó y se quedó jadeando en una plataforma de madera. Si esperaba muy quieto, sin hacer nada de ruido, tal vez no le encontrasen. No, qué tontería; seguro que le encontrarían, y al encontrarle… Tenía que salir. Tenía que llegar a algún sitio donde pudiera enfrentarse con ellos. O correr.

Les oía moverse por la oscuridad, buscándole cerca de las almenas.

El brusco revés de todas sus esperanzas le llenaba de una pena y un dolor apabullantes. Había que resignarse: tal como estaban las cosas, la única opción que le quedaba era huir. Tal vez a México, o a Indonesia, o a Somalia… Pero lo primero era salir de aquella negra cárcel y que le curasen el ojo. Se incorporó y, al notar el roce de una cuerda en la cara, la cogió y empezó a subir a pulso; pero de pronto la cuerda cedió y Esteban oyó un extraño silbido sobre su cabeza. Décimas de segundo después, comprendió lo que había hecho, qué cuerda había estirado, pero ya era demasiado tarde y su mundo acabó de repente con un clac corto y brusco.

Nora oyó un ruido de fricción, seguido por otro sibilante y por la aparición de una luz amarilla y temblorosa. Pendergast tenía un trozo retorcido de periódico en una mano, con llamas en la punta. En el suelo de cemento había un cartucho abierto, de donde había sacado la cordita para encender fuego.

—Venga a ver esto —dijo el inspector, sin fuerzas.

Tendió la mano. Nora se la cogió. Le dolía todo el cuerpo. Parecía que se le hubieran roto todas las costillas de la espalda por la fuerza de los disparos, y tenía la cabeza como un bombo a causa de la conmoción. No estaba acostumbrada al peso del chaleco antibalas de Pendergast, que le había pasado el agente en la oscuridad de la celda, para que se lo pusiera debajo de la bata de hospital. Al rodear un lienzo viejo de castillo medieval, se encontró una guillotina con la cuchilla caída y un cuerpo de bruces en la plataforma; y abajo, en la carreta, una cabeza recién cortada. La cabeza de su carcelero, con un ojo muy abierto de sorpresa y el otro horriblemente destrozado, colgando de un grueso nervio.

—Dios mío…

Se tapó la boca con una mano.

—Mírelo bien —dijo Pendergast—. Es el culpable del asesinato de su marido y de Caitlyn Kidd; el hombre que mató a Colin Fearing y Martin Wartek, y que ha intentado matarnos a usted y a mí.

Nora se quedó boquiabierta.

—¿Por qué?

—Un drama coreografiado casi a la perfección, aunque quizá fuera más indicado hablar de guión. El motivo final lo descubriremos cuando encontremos cierto documento. —Pendergast hablaba tan bajo, en susurros, que casi no se le entendía—. De momento hay que llamar una ambulancia. Cuando… cuando usted haya acabado.

Sin dejar de mirar fijamente aquella horrible escena, Nora se dio cuenta de que sí, de que sentía cierta lúgubre catarsis a través de la cortina de dolor. Dio media vuelta.

—¿Ya ha visto bastante?

Asintió con la cabeza.

—Tenemos que salir —dijo—. Usted está sangrando, y mucho.

—La tercera bala de Esteban ha atravesado el chaleco. Creo que me ha perforado el pulmón izquierdo.

Pendergast tosió, y le salió sangre por la boca.

Lentos y doloridos, iluminándose con la antorcha, cruzaron el sótano, subieron por la escalera y recorrieron el césped en penumbra hasta llegar a la mansión, en cuyo oscuro salón Pendergast ayudó a Nora a sentarse en un sofá, cogió el teléfono y marcó el 911.

Después se derrumbó inconsciente en el suelo y ya no se movió, mientras su sangre formaba un charco cada vez mayor.