D’Agosta se volvió hacia las dos manifestantes: caras tensas de angustia, jerséis de cachemira y zapatillas náuticas completamente fuera de lugar en aquel sepulcro gótico.
—Pónganse detrás de aquella cripta —dijo al tiempo que señalaba una lápida cercana—. Agáchense para que no se las vea. Deprisa.
Se giró hacia Hayward, con un movimiento brusco que despertó las protestas de su antebrazo roto.
—Dame tu linterna.
Nada más cogerla, puso una mano delante para atenuar un poco el resplandor.
—Laura, yo no llevo arma. No podemos escondernos ni correr más que él. Cuando entre, dispara.
—¿Cuando entre qué?
—Ya lo verás. Parece que no sienta dolor, miedo ni nada. Al principio dirías que es una persona… pero no es del todo humano. Es rápido, y no suelta su presa. Yo te lo iluminaré. Si dudas, podemos darnos por muertos.
Hayward tragó saliva, asintió y comprobó el buen estado de su pistola.
D’Agosta se metió la linterna en el bolsillo para situarse al otro lado de una gran tumba de mármol. Hizo señas a la capitana de que se colocase detrás de la siguiente. Esperaron. Durante un minuto, lo único que oyó D’Agosta fue la respiración rápida de Hayward, el llanto quedo de una de las manifestantes y los golpes de su corazón dentro del pecho. Después, otra vez lo mismo de antes: pies descalzos al chocar con piedra húmeda. Ahora parecía estar más lejos. En el enorme espacio de la sala resonó un gruñido gutural, una nota prolongada, pero llena de urgencia y avidez:
—Aaaaaauuuuu…
Oyó aumentar de volumen y teñirse de pánico los sollozos de la manifestante.
—¡Cállese! —susurró.
Ya no se oían las pisadas. Sintió que se le aceleraba el pulso. Al buscar la linterna en el bolsillo, su mano se cerró sobre el medallón de san Miguel, patrón de los policías. Se lo había dado su madre al ingresar en el cuerpo. Se lo metía cada mañana en el bolsillo, casi sin pensar. Pese a llevar como media docena de años sin rezar, y aún más tiempo sin ir a la iglesia, sorprendió una oración en sus labios:
—Dios mío, tú que sabes los peligros que corremos…
—Aaaaaiiiuuuuuuuuuuuuuu…
El gruñido se acercaba.
—… Te rogamos, Señor, que alejes el poder mortal del maligno. San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla…
Algo se movió en la fétida oscuridad del fondo de la sala abovedada. Una silueta baja, agazapada —sombra contra sombra—, se escabulló por la última hilera de tumbas. D’Agosta sacó su linterna del bolsillo.
—¿Lista? —susurró.
Hayward apuntó hacia delante, cogiendo la pistola con las dos manos.
D’Agosta enfocó la linterna en el arco del fondo, y la encendió.
La luz lo pilló de pleno: blanco, encorvado, con una palma en el suelo de piedra y la otra crispada en su flanco, donde una mancha roja cada vez mayor ensuciaba sus andrajos. Su único ojo útil giró fuera de quicio hacia la luz; el otro estaba destrozado, negro por la hemorragia, supurando líquido. Su mandíbula inferior pendía fláccida y oscilaba con cada movimiento. De su lengua, oscura e hinchada, colgaba un grueso hilo de saliva. Estaba lleno de arañazos, sucio, ensangrentado, pero sus heridas no le hacían ser más lento ni menos horriblemente contumaz. Saltó hacia la luz con otro gruñido ávido.
¡Pam!, resonó la pistola de Hayward. ¡Pam! ¡Pam!
D’Agosta apagó la linterna para reducir las posibilidades de que fuera a por ellos. Le zumbaban los oídos a causa de los disparos y del grito entrecortado de las manifestantes.
El eco de las detonaciones se alejó por los pasillos subterráneos, dando una vez más paso al silencio.
—Dios mío… —musitó Hayward—. Dios mío…
—¿Has acertado?
—Creo que sí.
D’Agosta se puso en cuclillas y escuchó con atención, mientras esperaba que pasara el zumbido. Por encima de su hombro, los gritos se fueron reduciendo a sollozos estremecidos, hasta que sólo quedaron los jadeos de Hayward.
¿Lo habría matado?
Esperó un minuto. Dos. Encendió la linterna y la enfocó hacia delante. Nada.
Viva o muerta la cosa, ellos estaban en territorio enemigo. Había que ponerse en marcha.
—Vámonos pitando.
Levantó sin ceremonias a las dos manifestantes. Se movieron deprisa, cruzaron el bosque de tumbas y llegaron al arco de la pared del fondo. D’Agosta enfocó la linterna en el suelo, tapándola con la otra mano. Algunas gotas de sangre fresca. Nada más. Atravesó el arco e hizo señas de que le siguieran al gran almacén del otro lado.
—Cuidado —susurró—. En el centro de la sala hay un pozo muy hondo. Péguense a las paredes.
Justo cuando empezaban a internarse entre las pilas mohosas de libros con encuadernación de piel, y de muebles antiguos y deshechos, se oyó un fuerte siseo al otro lado. En el mismo momento en que D’Agosta se giraba y levantaba la linterna, la cosa salió disparada de la oscuridad y se les echó encima abriendo mucho su roñosa boca y levantando sus negras uñas rotas para cortar y desgarrar. Hayward levantó la pistola, pero la cosa se abalanzó sobre ella en un abrir y cerrar de ojos y la tiró al suelo, mientras el arma salía disparada. Sin hacer caso del dolor de su antebrazo roto, D’Agosta saltó sobre la criatura y le dio varios puñetazos, que pasaron inadvertidos. La cosa, mientras tanto, aumentaba la presión en el cuello de Hayward entre incesantes gritos de placer sanguinario:
—¡Aihu! ¡Aihu! ¡Aihu!
De pronto el almacén se llenó de una fuerte luz naranja. D’Agosta se giró. En la otra puerta estaba Bossong, que sostenía en una de sus manos una enorme antorcha. Tenía la cara ensangrentada, pero no había perdido nada de su porte imponente, casi regio.
—Arrêt! —exclamó su voz profunda, que reverberó por la estancia subterránea.
El ser se paró a mirar hacia arriba y se encogió, mientras hacía girar su ojo amarillento.
D’Agosta reparó en que la pistola de Hayward sólo estaba a unos centímetros de los pies del líder de la comunidad. Quiso lanzarse a por ella, pero Bossong la recogió enseguida y les apuntó.
—¡Bossong! —exclamó D’Agosta—. ¡Ya basta!
El líder de la Ville siguió apuntándoles con la pistola, sin decir nada.
—¿En esto consiste su religión? ¿En este monstruo?
—Este «monstruo» —dijo Bossong, escupiendo la palabra— es nuestro protector.
—¿Y les «protege» así? ¿Intentando matar a un policía de servicio?
La mirada de Bossong saltó de D’Agosta al zombi, y de Hayward a D’Agosta.
—¡Ella no ha hecho nada! ¡Ya basta!
—Ha invadido nuestra comunidad y ha profanado nuestra iglesia.
—Ha venido a rescatarme, y a rescatar a estas otras personas. —D’Agosta miró con insistencia al líder—. Siempre le he considerado como un fanático sanguinario que disfruta matando animales por alguna perversión retorcida. Vamos, Bossong, demuéstreme que me equivoco. Es su oportunidad. Demuéstreme que es algo más. Que su religión es algo más.
Al principio Bossong no se movió. Después se irguió en toda su estatura y se volvió hacia el zombi.
—C’est suffit! —exclamó—. N’est-ce envoi pas!
La cosa profirió un gemido inarticulado y baboso. Al mirar hacia arriba, en dirección al sacerdote, la saliva borboteó en su garganta. Aflojó un poco la presión en el cuello de Hayward, que se soltó y empezó a toser mientras recuperaba la respiración. D’Agosta la ayudó a levantarse. Se apartaron juntos.
—¡Esto se tiene que acabar! —dijo Bossong—. Tiene que acabarse la violencia.
El hombre-cosa sufría convulsiones, angustiado por la indecisión. Miró a Hayward, luego a Bossong y otra vez a ella. D’Agosta vio que sucumbía de nuevo a una loca avidez. Se agazapó y saltó hacia Hayward.
Entre las cuatro paredes, la detonación resultó ensordecedora. Alcanzado en pleno salto, el ser se resolvió sobre sí mismo y cayó al suelo. Después, con un aullido de dolor y de rabia animal, se puso a cuatro patas, derramando sangre por otra herida en el costado, y empezó a arrastrarse (cada vez más deprisa, con una determinación nueva y horrible) hacia Bossong. La siguiente bala le dio en la barriga. Se encogió, emitiendo horribles gárgaras. Lo increíble fue que intentó volver a levantarse, mientras la sangre le manaba por las heridas y la boca muy abierta, pero la tercera bala le alcanzó en el pecho. Se cayó otra vez al suelo, rodando, temblando y agitándose de forma incontrolable. D’Agosta intentó cogerlo, pero era demasiado tarde: entre contorsiones y gruñidos espantosos, la cosa se cayó por el borde del pozo con un espasmo. Emitió un sonido gutural, entre gárgara y grito, que (tras un segundo angustiosamente largo) acabó en una tenue zambullida.
Bossong bajó lentamente la pistola, que humeaba.
—Y así se acaba, tal como empezó —dijo—. En la oscuridad.