Alexander Esteban volvió deprisa por los sótanos que tan bien conocía y subió de dos en dos los escalones hasta llegar a la planta baja. Hacía una noche fría y despejada de otoño, con un cielo aterciopelado, salpicado de muchas estrellas. Corrió hacia el coche, abrió la puerta de par en par… ¡Menos mal! ¡Menos mal! Cogió el sobre de papel Manila que había en el asiento del copiloto. Lo abrió, sacó las hojas de vitela antigua, les echó un vistazo y las guardó otra vez, ya más despacio.
Se apoyó en el coche, sin aliento. Qué pánico más tonto… Pues claro que el documento estaba sano y salvo. De todos modos, no tenía valor para nadie más que él. Poca gente lo entendería. Aun así, había sentido una angustia indescriptible al imaginárselo en el coche, sin protección. Tanto esmero en planearlo todo, tanto cuidar sus relaciones, tanto gastarse auténticas fortunas… y todo por aquella doble hoja de vitela. Pensar que estuviera en su coche, sin vigilancia, al alcance de cualquier ratero oportunista o hasta de los caprichos del clima de Long Island, había constituido una tortura. En fin, todo había acabado bien. Ya estaba a buen recaudo. Ahora que lo tenía en la mano, ya podía reírse de su propia paranoia.
Caminó hacia la casa con una sonrisa un poco avergonzada. Cruzó varias salas oscuras y llegó hasta su despacho, donde abrió la caja fuerte. Una vez que hubo metido el sobre entre sus paredes de acero, se lo quedó mirando con cariño. Ya había recuperado la tranquilidad mental. Ya podía volver al sótano y zanjar el asunto. Pendergast estaba muerto. Sólo quedaba la chica. Sus cadáveres acabarían muy por debajo del suelo del sótano. Ya tenía pensado dónde. Nadie volvería a verles.
Cerró la puerta de acero macizo e introdujo el código electrónico. Mientras el mecanismo de cierre silbaba y se oían los clics de las clavijas al alojarse en su lugar, pensó en las semanas, meses y años que se avecinaban… y sonrió. Sería un proceso laborioso, pero le convertiría en un hombre riquísimo.
Salió de la casa y cruzó otra vez el césped, respirando con desahogo mientras ponía una mano en la culata de la pistola que había cogido del cadáver del agente del FBI. Saltaba a la vista que era un arma de fuego de uso policial, perfecta para el trabajo anónimo que tenía pensado. Ya se desharía de ella, por supuesto…, pero antes debía usarla para terminar con la chica.
La chica. Su capacidad resolutiva y su fuerza psíquica le habían sorprendido. No se debe subestimar la ingenuidad humana cuando alguien se enfrenta a la muerte. Aunque la chica estuviese herida, y encerrada, se imponía la prudencia. No tenía sentido meter la pata en el último minuto, cuando ya era dueño de todo lo que deseaba.
Al entrar en el granero, encendió la linterna y bajó al sótano. Tenía curiosidad por saber si la chica se lo pondría difícil, agazapándose detrás de la maldita puerta, como la última vez. Lo dudaba. Estaba claro que se había llevado un susto enorme al ver el cadáver de Pendergast en la celda. Probablemente se pusiera histérica e intentara convencerle de que la dejara salir. Pues buena suerte, porque él no le iba a dar ni la oportunidad.
Llegó a la puerta de la estancia donde estaba ella. Abrió la ventanilla con barrotes y enfocó con la linterna. Volvía a estar en el centro, tirada por la paja, sollozando, sin fuerzas para resistirse, con la cabeza entre las manos. Tenía la espalda ancha, un blanco perfecto. A su derecha se veía el cadáver del agente del FBI, con el traje revuelto, como si le hubieran registrado en busca de su pistola. Quizás ella hubiera perdido sus últimas esperanzas al no encontrarla.
Tuvo una punzada de remordimiento. Era un acto muy frío. No era como matar a Fearing y Kidd, delincuentes de poca monta, chusma capaz de todo por dinero. Matarla, sin embargo, era un mal necesario e inevitable. Entornó los ojos, centró la mira en lo alto de la espalda, justo encima del corazón, y disparó una bala del Colt. La fuerza del impacto la tumbó de lado. Gritó: un grito corto, agudo. El segundo disparo dio más abajo, justo encima de los riñones, y volvió a tumbarla, esta vez sin grito.
Listo.
De todos modos, tenía que asegurarse. Convenía pegarles a los dos un tiro en la cabeza. Luego, un entierro rápido donde estaba previsto. Al mismo tiempo se quitaría de encima los cadáveres de Smithback y el investigador. Juntos marido y mujer: muy indicado, ¿no?
Con la pistola preparada, metió la llave en la cerradura y abrió la puerta.