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Nora esperó en la mohosa oscuridad. Tenía un dolor de cabeza insoportable. Cada vez que la movía, sentía una punzada que la taladraba de sien a sien. Con el golpe en la cabeza, el carcelero había agravado la conmoción. A pesar del dolor, tenía que luchar contra una gran somnolencia que amenazaba con apoderarse de ella. ¿Cuántas horas habían pasado? ¿Treinta y seis? Era curioso que la oscuridad distorsionase tanto la percepción del tiempo.

Estaba apoyada en la pared, a un lado de la puerta, esperando el regreso de su carcelero con la duda de si, llegado el momento, tendría la energía necesaria para atacarle. Había que reconocer que era inútil; si el truco no había funcionado la primera vez, difícilmente lo haría la segunda, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Si se quedaba en otro punto de la celda, podrían pegarle un tiro a través de la ventana. De lo que estaba segura era de que su captor no la soltaría. Si la dejaba seguir viva era porque pretendía algo; cuando hubiera conseguido ese misterioso algo, la mataría.

En el negro silencio, empezó a divagar. Se le apareció la imagen de una limusina negra en el puerto deportivo de la minúscula localidad de Page, Arizona, con los acantilados rojos del lago Powell al fondo, y encima, un cielo que era como un cuenco sin nubes, de un azul perfecto. Sobre el aparcamiento, el aire temblaba de calor. La puerta de la limusina se abría y bajaba de ella con dificultad un hombre larguirucho, que se quitaba el polvo antes de erguirse. Con sus Ray-Ban y su pelo castaño ingobernable, presentaba un aspecto algo ridículo. Iba un poco encorvado, como si le diera vergüenza ser tan alto; Nora se acordó de su nariz aguileña, su cara larga, estrecha, y su manera de mirarlo todo, entornando los ojos, perplejo pero seguro de sí mismo. Era la primera vez que había visto a su futuro esposo, incorporado como reportero a la expedición arqueológica que ella dirigía en la zona de cañones de Utah. Entonces le había parecido un tonto. No descubriría hasta más tarde que sus grandes virtudes, sus maravillosas cualidades, las mantenía ocultas en lo más profundo, como si se avergonzase un poco de ellas.

Revivió al azar otros episodios de los primeros días en Utah: Bill llamándola «señora directora», Bill subiendo a su caballo, Huracán, y renegando mientras el animal corcoveaba… A esos recuerdos les siguieron otros de los primeros tiempos de su vida en común en Nueva York: Bill manchándose de salsa al brandy su traje nuevo en el Café des Artistes, Bill disfrazado de vagabundo para entrar de noche en una obra donde se habían descubierto treinta y seis cadáveres, Bill en una cama de hospital, tras ser rescatado de las garras de Leng… Imágenes que aparecían por sí solas, sin ser evocadas, pero que por alguna extraña razón la confortaban. Como ya no tenía fuerzas para resistirse, las dejó transitar por su memoria, mientras se sumía en un estado a medio camino entre el sueño y la vigilia. Era como si en aquel duro trance, destinada a perecer irremediablemente en cualquier momento, lograse resignarse por fin a su pérdida.

La arrastró hacia el presente un rumor impreciso, una profunda vibración tanto en el aire como en las paredes. Se incorporó, despejándose de golpe, y olvidó un momento el dolor de cabeza. El rumor tardó bastante en apagarse. Al cabo de unos minutos, le sucedió el sonoro «¡bum! ¡bum!» de dos disparos muy seguidos; luego una pausa, y finalmente otro disparo.

El impacto de oír algo tan fuerte y brusco después de un silencio tan largo tuvo un efecto electrizante. Algo pasaba. Podía ser la única oportunidad de actuar. Escuchó atentamente, con el cuerpo en tensión. Primero casi no se oía. Después se volvió más nítido: estaban arrastrando algo pesado por el suelo del sótano. Un gruñido, una pausa, y siguieron arrastrando. Silencio. Después, la reja de la puerta al chirriar.

Oyó la voz de su carcelero.

—¡Tienes visita!

Nora no se movió.

Por la abertura entró una luz que resaltó las barras negras de la reja en la pared del fondo.

Se mantuvo a la espera. Obligarle a entrar, y atacarle: era su única oportunidad.

Oyó una llave dentro de la cerradura y vio abrirse un poco la puerta, pero en vez de entrar, su carcelero tiró algo al suelo (un cuerpo), y retrocedió inmediatamente, dando un portazo. Antes de que la luz se alejara del todo, Nora miró la cara del cuerpo: rasgos finos, pómulos marcados, piel como de mármol y cabello fino; ojos como hendiduras, por las que sólo se veía el blanco; polvo y sangre coagulada en el pelo y un traje que había sido negro, pero que ahora era gris polvo, lleno de arrugas y de desgarrones. Una oscura mancha de sangre, que seguía extendiéndose por la camisa.

Pendergast. Muerto.

Gritó de sorpresa y de consternación.

—¿Amigo tuyo? —se burló la voz al otro lado de la reja.

Se oyó girar la cerradura y el candado, y una vez más reinó la oscuridad.