Laura Hayward avanzaba con cuidado por la penumbra de los sótanos que se extendían bajo los callejones y claustros de la Ville. Tras dar señales de un crescendo, los gritos y alaridos de la superficie se habían apagado de manera brusca; o la pelea se había trasladado a Inwood Hill Park o era ella la que había bajado demasiado para oírla. Los pasadizos subterráneos de la Ville tenían varios niveles y presentaban estilos arquitectónicos diversos, desde cuevas toscas excavadas a mano hasta bóvedas de crucería y piedra bien cortada. Era como si las oleadas sucesivas de ocupantes, cada una con sus necesidades y su grado de refinamiento, hubieran ampliado los espacios subterráneos para sus propios fines.
Un vistazo a su reloj la informó de que llevaba un cuarto de hora explorando el sótano, un cuarto de hora de pasillos sin salida y rodeos cada vez más desorientadores y macabros. ¿Hasta dónde podía extenderse aquel laberinto? ¿Y dónde estaba Vincent? Había estado tentada de llamarle en voz alta más de una vez, aunque al final su sexto sentido la había disuadido. La radio, por su parte, no funcionaba.
Se paró en un cruce, del que salían cuatro pasillos cortos terminados en sendas puertas con refuerzos de hierro. Eligió una al azar y la cruzó. Se paró a escuchar en el umbral. Siguió. Al otro lado había un túnel sucio y maloliente, con el suelo blando a causa del moho y el techo tapizado de telarañas. Las piedras viscosas del techo goteaban de condensación, gotas aceitosas que la capitana se limpió del pelo y de los hombros, asqueada.
A unos veinte metros, el pasillo se bifurcaba. Fue por la derecha, calculando que era por donde se iba a la iglesia central. Olía un poquito mejor. Los muros eran de piedra tallada de manera primitiva. Se fijó en los bloques y los examinó con la linterna. Se notaba enseguida que no era la pared del vídeo de Nora Kelly.
Se irguió de golpe. ¿Había sido un grito?
Permaneció muy quieta y muy atenta en medio de la oscuridad, pero lo que acababa de oír (suponiendo que hubiera oído algo) no se repitió.
Siguió caminando. El pasadizo de piedra acababa en un gran arco. Al cruzarlo se encontró en un mausoleo de construcción rudimentaria, apoyado en postes de madera podrida, con una docena de nichos excavados en las paredes de arcilla, cada uno de los cuales contenía un ataúd medio deshecho. Todo estaba lleno de amuletos y fetiches: bolsas de cuero y lentejuelas, muñecas grotescas de cabezas demasiado grandes y expresión desorbitada, dibujos de espirales y sombreados (de una complejidad mareante) sobre tablas y pieles tensadas… Parecía un templo subterráneo dedicado a los líderes muertos (o no) de la Ville. Hasta los propios ataúdes eran raros, con bandas de hierro y candados, como si se tratase de evitar que salieran los muertos, que en algunos casos tenían estacas clavadas, que se hundían en la arcilla por debajo de ellos. Se estremeció al recordar algunas de las historias más pintorescas de sus antiguos compañeros de la policía de Nueva Orleans.
… Otra vez el mismo ruido, despejando cualquier duda: débiles sollozos de mujer. Brotaban de la oscuridad, justo delante.
¿Nora Kelly? Cruzó la sala de ambientación vudú haciendo el menor ruido posible, con la pistola preparada y la linterna tapada. La voz se oía en sordina, pero parecía estar cerca, unas dos o tres salas más allá. La habitación llena de nichos acababa en un pasadizo que volvía a bifurcarse. El ruido llegaba de la izquierda. Fue hacia el pasadizo. Si era Nora, lo más probable era que estuviera vigilada; la Ville habría hecho bajar a alguien al menor indicio de problemas.
Justo a la vuelta de un recodo, el pasadizo desembocaba bruscamente en una enorme cripta, con gruesas columnas en las que se apoyaba el peso de las bóvedas. Vio filas y más filas de sarcófagos de madera, que llegaban hasta la pared del fondo. Distinguió a lo lejos tres figuras iluminadas por detrás por un mechero. Dos eran mujeres, una de ellas lloraba silenciosamente. El tercero, un hombre, les decía algo en voz baja. Estaba de espaldas a Hayward, pero a juzgar por su tono y sus gestos, su intención era tranquilizarlas.
Hayward sintió que se le aceleraba el pulso. Dio un paso hacia delante y al siguiente ya no lo dudó: el hombre del fondo era Vincent D’Agosta.
—¡Vinnie!
Él se volvió. Al principio puso cara de perplejidad, pero después sonrió de alivio.
—¡Laura! ¿Qué haces tú aquí?
Hayward caminó deprisa, mientras dejaba de esconder la linterna. Las dos mujeres la vieron acercarse con el rostro crispado por el miedo.
D’Agosta tenía un cabestrillo improvisado en el brazo derecho, la cara sucia y cubierta de arañazos, y el traje roto y lleno de arrugas, pero Hayward estaba tan contenta de verle que ni siquiera se fijó.
Le dio un abrazo rápido, torpe por el cabestrillo. Después le observó.
—Vinnie, parece que te haya atropellado y arrastrado un coche.
—Es la sensación que tengo. Aquí hay dos personas que necesitan ayuda. Venían con los manifestantes. Las han perseguido unos residentes de la Ville y se han perdido al intentar huir. —D’Agosta hizo una pausa—. ¿También vienes a buscar a Nora?
—No. Te buscaba a ti.
—¿A mí? ¿Por qué?
Casi parecía ofendido.
—Pendergast me dijo que estabas aquí abajo, y que podía ser peligroso.
—Estaba buscando a Nora. ¿Has dicho Pendergast?
—Sí, ya se marchaba. Me ha dicho que iba a buscar a Nora y que no está aquí.
—¿Qué? ¿Pues dónde está?
—Eso no me lo ha dicho, pero me ha contado que os ha atacado algo. Algo raro.
—Sí, es verdad. Laura, si es cierto que Nora no está aquí, tenemos que irnos. Ahora mismo.
Se calló de repente. Poco después también Hayward lo oyó: impactos de algo carnoso en la oscuridad, como unas manos grandes que marcaran el ritmo contra la piedra fría. Estaba lejos, pero se acercaba. Poco después se superpuso a los golpes una especie de sonido baboso, y unos gemidos similares al resuello de un fuelle agujereado: aaaauuuuuu…
Una de las mujeres ahogó un grito y dio instintivamente un paso atrás.
D’Agosta se sobresaltó.
—Demasiado tarde —dijo—. Ha vuelto.