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La capitana Laura Hayward observó consternada la doble puerta rota por la que se entraba a las oscuras fauces de la Ville, a la vez que oía el barullo de dentro. El acto de protesta estaba planeado con mano experta. Se habían confirmado sus temores. No se trataba de ninguna reunión cutre hecha a base de parches, sino de un grupo bien planeado que sabía muy bien a qué iba. Le habían ganado claramente la partida a Chislett, superado con creces y a todas luces incapaz de hacer frente a la situación. Durante cinco minutos cruciales, mientras se formaba como por arte de magia una gran multitud, Chislett se había quedado anonadado, sin reaccionar más allá de la sorpresa y la impotencia. Se habían perdido minutos valiosísimos, en que la policía, como mínimo, podría haber frenado un poco el avance o haber metido una cuña en la vanguardia de la manifestación. Para colmo de males, al recuperarse, Chislett había empezado a dar órdenes contradictorias a diestro y siniestro, agravando la confusión de sus hombres. Hayward ya veía que varios policías de las posiciones de avanzada tomaban decisiones por su cuenta y corrían con gas lacrimógeno y equipo antidisturbios hacia la puerta principal de la Ville, pero era demasiado tarde; los manifestantes ya estaban dentro, y la situación táctica se presentaba extremadamente difícil y compleja.

De eso, sin embargo, no podía preocuparse. En lo que pensaba era en la llamada de Pendergast. «Podría estar en peligro de muerte», había dicho. Y no era alguien propenso a la exageración.

Se puso muy seria. No era la primera vez que la asociación de Vinnie con Pendergast acababa de manera desastrosa; para Vinnie, claro, porque parecía que Pendergast siempre saliera indemne (como esta vez, en que le había abandonado a su suerte).

Se sacudió la rabia. Ya habría tiempo de cantarle las cuarenta a Pendergast. De momento tenía que actuar.

Se acercó a la Ville con la intención de esquivar la pelea de la iglesia. La puerta principal estaba abierta de par en par y reflejaba parpadeos de luz tenue. Al acercarse, vio entrar a los antidisturbios con porras y Tasers en las manos. Les siguió con rapidez, con su pistola a punto. Al otro lado de la puerta reventada había un estrecho y antiguo callejón, bordeado a ambos lados por precarias construcciones de madera. Siguió a los policías de uniforme, y pasó junto a varias puertas oscuras y ventanas con los postigos cerrados. Delante se oía un estruendo de miles de voces.

Al otro lado de un recodo, salieron a una plaza de piedra, con la mole de la iglesia al fondo; y ahí la capitana topó con tan extraño espectáculo, que se detuvo en seco. La plaza era un pandemónium, una pesadilla de Fellini: hombres con hábitos marrones huían de la iglesia, algunos ensangrentados, otros gritando o llorando… Entretanto, los manifestantes lo dejaban todo patas arriba, rompían ventanas y destrozaban todo lo que se encontraban. Entre los muros de la iglesia reinaba un alboroto indescriptible. Por toda la plaza corrían animales (ovejas, cabras, gallinas), haciendo tropezar a la gente que corría y añadiendo sus gritos y balidos al estruendo general. Y en medio de todo, más antidisturbios que circulaban incrédulos, sin órdenes ni plan, perplejos y confusos.

Por ahí no iba bien. Tenía que encontrar algún acceso al sótano, adonde había ido Vinnie en busca de Nora Kelly.

Dando la espalda a aquel manicomio, se fue de la plaza y corrió por otro callejón oscuro de adoquines, mientras probaba puertas al pasar. Muchas estaban cerradas con llave; una, en cambio, se abrió a una especie de taller, curtiduría o sastrería primitiva. Echó un vistazo general, pero no encontró ninguna forma de bajar. Volvió al callejón y siguió probando puertas. Algunos edificios más lejos, logró abrir otra puerta de madera maciza. Entró rápidamente y la cerró, mitigando los gritos y chillidos.

En aquel edificio tampoco había nadie. Parecía una carnicería. Al fondo había otra habitación, en la que entró pasando al lado de una hilera de vitrinas. Vio una escalera que bajaba al sótano. La tomó mientras se sacaba una linterna pequeña del bolsillo de la chaqueta y la encendía. Al final había una sala donde hacía frío, revestida de viejos paneles de zinc: una despensa. Había jamones, costillares, gruesas salchichas y medias carcasas colgando del techo para curarse. Se movió con precaución entre ellos, haciendo oscilar uno o dos, mientras barría el suelo y las paredes con la luz de la linterna. Al fondo de la despensa había una puerta que daba a otra escalera oscura de bajada, con paredes de piedra, que parecía mucho más antigua. Titubeó al recordar lo que había dicho Pendergast: «Un ser que fue un hombre y se ha convertido en algo extremadamente peligroso. Repito: Vincent necesita ayuda. Podría estar en peligro de muerte».

«Podría estar en peligro de muerte…»

Enfocó la linterna hacia la escalera, sin vacilar más, y se internó en la oscuridad con la pistola en la mano.