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La lancha de la policía, con Pendergast al timón, avanzaba por el río Harlem a cincuenta nudos, siguiendo la curva del extremo norte de la isla de Manhattan, rumbo al sur. Pasó como una exhalación bajo una serie de puentes: el de la calle Doscientos siete, el de George Washington, el de Alexander Hamilton, High Bridge, el de Macombs Dan, el de la calle Ciento cuarenta y cinco, y por último el de la avenida Willis, donde el Harlem se ensanchaba, formando una bahía al acercarse a su confluencia con el East River. Sin embargo, en lugar de dirigirse hacia este último, Pendergast imprimió un brusco giro a la embarcación y la dirigió hacia el Bronx Kill, un riachuelo estrecho y contaminado que separaba el Bronx de la isla de Randall.

Tras reducir su velocidad a treinta nudos, se metió por el Bronx Kill (que tenía más de cloaca y vertedero al aire libre que de vía navegable), dejando una estela marrón de la que se levantó como un miasma un olor a metano y aguas fecales. Delante había un oscuro puente de ferrocarril. Al pasar por debajo, el motor diésel llenó de extraños ecos el corto túnel. Había caído la noche sobre el sórdido paisaje. Pendergast tenía bien sujeta el asa del foco de la lancha y dirigía su luz hacia los diversos obstáculos que había delante, mientras la embarcación esquivaba cascos medio hundidos de barcazas viejas, pilares podridos de puentes que ya no existían desde hacía mucho tiempo y esqueletos sumergidos de vagones de metro antiguos.

El Bronx Kill se ensanchaba otra vez, bastante bruscamente, en una amplia ensenada que daba a la parte superior de Hell Gate y a la punta norte del East River. Justo delante se erguía el gran complejo carcelario de la isla de Rikers, con sus malfadadas torres de cemento en forma de equis bañadas por luces inclementes de sodio, contra un cielo negro.

Cada minuto era vital. Quizá llegase ya demasiado tarde.

Cuando apareció el faro de Sand Point, Pendergast puso rumbo a la playa, cruzó la ancha boca de Glen Cove y fue directamente al otro lado, a tierra firme, sin apartar la vista de las fincas que se sucedían en la costa. Apareció un embarcadero largo, en una playa cubierta de árboles. Puso rumbo a él. Al fondo del embarcadero había un gran césped que subía hasta las torrecillas y los hastiales de madera de una gran mansión de la Costa de Oro.

Llevó la lancha hasta el embarcadero a una velocidad espeluznante, invirtiendo los motores en el último momento y haciendo girar la embarcación para apuntar hacia el estrecho. Antes de que se parase, encajó una de las defensas entre el borde del timón y el acelerador, saltó al embarcadero desde la proa y corrió hacia la casa, oscura y silenciosa. Sin capitán, con la palanca fija en la velocidad mínima, la lancha se alejó del embarcadero y no tardó mucho en perderse de vista en el estrecho de Long Island, hasta que sus luces rojas y verdes se fundieron con la oscuridad.