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Con Plock al frente, los manifestantes corrieron por la iglesia en una orgía de destrucción, volcando altares y capillas llenas de fetiches. La caída del sacerdote, mientras tanto, había sembrado la confusión entre los hombres de las túnicas, que se habían retirado a la penumbra, muy inferiores en número y temporalmente desconcertados. Plock se dio cuenta de que la iniciativa la tenían ellos; la clave era aprovecharla y conservarla. Seguido por la multitud, se dirigió al altar central, donde había un poste con manchas de sangre y vísceras; era, sin duda, el lugar donde se producían los sacrificios de animales, y en el que un charco de sangre recién derramada esperaba su indignación.

—¡Destruid este matadero! —exclamó mientras se arremolinaban en torno a la plataforma que contenía el altar y el cercado de los sacrificios, derribaban el poste, abrían cajas y tiraban reliquias al suelo.

—¡Blasfemos! —tronó la voz profunda de Bossong.

Estaba junto al cuerpo del sacerdote caído, que yacía inconsciente, pisoteado por la multitud. Tampoco Bossong había quedado ileso: cuando avanzó hacia el pasillo central, se vio que tenía un reguero de sangre en la frente.

La voz del líder de la Ville tuvo un efecto electrizante en los hombres de los hábitos. Interrumpieron su retirada y guardaron una especie de inmovilidad. En algunas manos aparecieron cuchillos.

—¡Carnicero! —le gritó a Bossong uno de los manifestantes.

Plock se dio cuenta de que tenía que evitar que se detuviesen. Había que llevarles fuera de la iglesia, al resto de la Ville. Quedarse allí podía degenerar rápidamente en actos de violencia.

De pronto un fiel con hábito corrió gritando hacia un manifestante y quiso clavarle un cuchillo; la pelea entre los dos, corta y violenta, derivó con gran rapidez en un choque multitudinario, con miembros de ambos grupos acudiendo en defensa de los suyos. Se oyó un alarido. Alguien había recibido una cuchillada.

—¡Asesinos!

—¡Criminales!

Todo eran forcejeos, patadas y puñetazos; todo hábitos marrones, colores caqui y algodón Pima. El espectáculo era casi surrealista. En cuestión de momentos, varias personas sangraban sobre el suelo de piedra.

—¡Los animales! —exclamó Plock de repente. Los oía y los olía: un pandemónium que se filtraba por una puerta al fondo del altar—. ¡Por aquí! ¡Vamos a buscar a los animales y soltarlos!

Se lanzó hacia la puerta y empezó a aporrearla.

Las primeras filas se abatieron sobre ella, y reaparecieron los arietes. La puerta se vino abajo con un fuerte crujido. La marea humana cruzó un arco de piedra, pero se encontró con que una gran verja de hierro forjado les cerraba el paso a la siguiente sala. La visión del otro lado era infernal: decenas de crías de animales (corderos, cabritos, terneros, y hasta perritos y garitos) encerrados en una enorme sala de piedra, cuyo suelo estaba recubierto de una fina capa de paja. Se elevó un coro estridente de lamentos animales: los corderos balaban, los perritos gañían…

Al principio Plock enmudeció de horror. Era peor de lo que se había imaginado.

—¡Abramos la verja! —exclamó—. ¡Soltemos a los animales!

—¡No! —gritó Bossong, intentando acercarse, pero le empujaron al suelo sin contemplaciones.

Los arietes chocaron con la verja de hierro, cuya resistencia demostró ser mucho mayor que la de las puertas de madera. Golpearon el hierro sin descanso, mientras los animales, encogidos, chillaban de miedo.

—¡Una llave! ¡Encontrad una llave! —exclamó Plock—. Seguro que él tiene una.

Señaló a Bossong, que había vuelto a levantarse y forcejeaba con varios manifestantes.

La multitud se echó encima de él, que desapareció en un remolino mientras se oía un ruido de tela desgarrada.

—¡Aquí!

Un hombre enseñó una anilla de hierro con llaves, que corrió de mano en mano. Plock insertó una tras otra las antiguas llaves en la cerradura, hasta que una de ellas funcionó. Abrió de par en par la verja.

—¡Libres! —exclamó.

La vanguardia de los manifestantes entró e hizo salir a los animales, intentando que no se dispersaran, pero nada más cruzar la verja las crías corrieron asustadas en todas las direcciones, mientras sus gritos subían hacia las grandes vigas de madera y resonaban por el vasto espacio.

Se había levantado mucho polvo. Ahora la iglesia presentaba un panorama infernal de peleas y huidas, en el que se apreciaba a simple vista la ventaja de los manifestantes. Los animales corrieron por la nave en estampida, saltando para zafarse de los fieles, que intentaban cogerlos, y desaparecieron rápidamente por todas las puertas y vanos que encontraban.

—¡Es el momento! —chilló Plock—. ¡Vamos a echar a los vivisectores! ¡Vamos a echarles! ¡Ya!