El ser ya no estaba. O bien D’Agosta había corrido más, o bien era él quien había abandonado la persecución. Claro que lo segundo no parecía muy probable, ya que sus pasos arrastrados de zombi no le impedían tener la tenacidad de un pitbull. Pensó que su ausencia podía estar relacionada con el ruido del piso de arriba, aquella especie de estampida que acababa de oír. Se apoyó en la piedra húmeda, medio atontado. Mientras recuperaba el aliento, la cabeza dejó de zumbarle. Arriba, en la iglesia, aún se oía un poco de bullicio.
En el momento de incorporarse, sintió una punzada de dolor en el antebrazo derecho. Se lo palpó con cuidado con la mano izquierda y notó una fricción de hueso contra hueso. Evidentemente, estaba roto.
—¿Pendergast? —llamó en la oscuridad.
Silencio.
Intentó orientarse por el laberinto de túneles, pero la oscuridad era absoluta y la huida le había desorientado. Era imposible saber qué distancia había recorrido y qué dirección había tomado. Se metió el brazo roto en la camisa, con una mueca de dolor. Después se abrochó todos los botones y se arrastró despacio por el suelo hasta tocar una pared de ladrillo con el brazo sano. Se levantó, con un ataque de náuseas. Arriba seguían oyéndose voces, aunque ahora se les había superpuesto otro ruido mucho más próximo: gritos, cuyo eco llegaba a sus oídos desde otra zona del sótano y que se acercaban a gran velocidad.
O sea, que aún le perseguían…
—¡Pendergast! —llamó, lo más fuerte que se atrevió.
No hubo respuesta.
Ya no tenía la linterna, pero se acordó del Zippo viejo que llevaba en el bolsillo, costumbre de su época de fumador de puros. Lo sacó y lo encendió. Estaba en una sala pequeña, con un arco que daba a un túnel de ladrillo. Despacio, para no acentuar su dolor ni sus náuseas, se acercó al arco y miró a su alrededor. Más túneles de ladrillo.
El calor del mechero empezó a quemarle el dedo. Dejó que se apagara. Tenía que volver por donde había venido, encontrar la pistola y la linterna y buscar a Pendergast; pero lo principal era localizar a Nora.
Encendió otra vez el mechero y soltó una maldición en voz alta. Trató de soslayar los pinchazos del brazo y, usando como apoyo la pared de ladrillo, entró en el túnel principal. No lo reconoció. Se parecía a todos los demás.
Caminó despacio, tambaleándose. ¿Ya habían estado en aquel túnel? La luz vacilante del mechero le permitió ver huellas recientes en el suelo mojado y embarrado, pero ¿eran suyas? Se estremeció al reconocer la marca borrosa de un gran pie descalzo.
Los ruidos de arriba se habían vuelto más fuertes: gritos, el graznido de un megáfono, algo que se rompía… Ya no parecía ninguna ceremonia. Todo indicaba que habían llegado los manifestantes.
¿Sería la razón de que hubiera desaparecido la cosa? Era la única explicación lógica.
—¡Pendergast!
De repente vio luces en la oscuridad y un grupo de congregantes apareció en la esquina del fondo. Iban con hábito y capucha. Algunos tenían linternas y antorchas en la mano; otros llevaban armas, palas y horcas. Serían unos veinte o veinticinco.
Tragó saliva y dio un paso hacia atrás, sin saber si le habían visto en la oscuridad.
Gritando como por una sola boca, el grupo se lanzó en su persecución.
D’Agosta dio media vuelta y echó a correr por los túneles oscuros, el brazo roto pegado al pecho, mientras el mechero parpadeaba y se ponía azul por la corriente de aire. Al final se apagó. Se paró a encenderlo otra vez. Miró dónde estaba y siguió corriendo. A la vuelta de la siguiente esquina, se encontró en un sótano lóbrego, lleno de tablones apilados y podridos. Al fondo había una puerta. La cruzó corriendo, dio un portazo y se apoyó en ella, sin aliento. Le mareaba el dolor del antebrazo. Durante la huida se le había apagado el Zippo. Cuando volvió a encender la llama, vio lo que parecía otro gran almacén. Al mirar hacia abajo, su corazón dio un vuelco.
A menos de dos metros había un pozo con brocal de piedra, un viejo pozo de paredes resbaladizas de mampostería. Se acercó con cuidado y levantó el mechero por encima de la boca negra. No se veía el fondo. Alrededor se amontonaban muebles viejos, baldosas rotas, libros enmohecidos y otros trastos.
Buscó desesperadamente un escondrijo. Los había de sobra, pero ninguno duraría mucho tiempo si los locos que le perseguían se ponían a buscar por todas partes. Dio una vuelta al viejo pozo, y al seguir corriendo tropezó con una silla vieja de mimbre, que se partió y se le enredó en un pie. Tras sacudírsela con fuerza, cruzó un arco al fondo del almacén. Estaba en una sala grande, una especie de cripta con antiguas columnas de piedra y bóvedas de arista. Movió el mechero: sí, era otra cripta, distinta a la primera, con lápidas de mármol en las paredes y el suelo, toscamente labradas con cruces, sauces llorones, calaveras y fechas de nacimiento y muerte.
También había hileras de rudimentarios sarcófagos de madera, todo desordenado y polvoriento, con las paredes de piedra a punto de venirse abajo. Era más que antiguo. Tenía que anteceder en varias décadas, o siglos, a la ocupación de la Ville. Las voces de arriba habían aumentado de volumen. Parecía el principio de un enfrentamiento o de disturbios.
Oyó abrir de golpe la puerta de la sala del pozo y muchos pies que corrían.
Al ver un pasillo al fondo de la cripta, corrió a meterse por él, y en el primer recodo eligió otro túnel al azar; luego otro, más tosco pero de aspecto más reciente, como una especie de catacumba tallada en el suelo, con nichos excavados en la arcilla dura, y puntales de madera vieja para sostener el túnel. Estaba dominado por imaginería vudú: bolsas apolilladas, penachos de plumas en descomposición, extrañas construcciones y grafitos, y algún que otro altar de forma extraña.
Tras cruzar despacio un arco bajo, se encontró en una estancia con las paredes enteramente cubiertas de nichos, todos con uno o más esqueletos. Se metió en el más grande sin pensárselo dos veces, vigilando el brazo roto al apartar los huesos. Cuando llegó lo más al fondo que pudo, amontonó torpemente los huesos con los pies para formar una pared que le tapase.
Y se quedó a la espera.
Sus perseguidores se acercaban. Oyó el extraño eco de sus voces por el subterráneo. No saldría bien. Tarde o temprano le encontrarían. Al inspeccionar el nicho a la luz del mechero, descubrió que tenía una prolongación. Consiguió encajarse un poco más en ella, echando hacia atrás con las piernas los huesos que apartaba con las manos. Por suerte, la humedad impedía que se levantara el polvo, aunque ahora estaba envuelto por un olor desagradable a moho y descomposición. Algunos cadáveres conservaban trozos de ropa, pelo, hebillas, botones y zapatos arrugados. Al parecer los ocupantes de la Ville depositaban los cadáveres de sus muertos en aquellos nichos tan profundos y los empujaban a medida que metían otros.
Lo resbaladizo de las paredes le permitió impulsarse por el nicho, ligeramente inclinado hacia abajo.
Se paró a escuchar los altibajos de las voces de sus perseguidores, que se acercaban inexorablemente, hasta volverse demasiado nítidas para su gusto: ya estaban en la cámara.
Se había introducido demasiado en la oscuridad para que le alcanzase la luz de una linterna. Oyó golpes: estaban metiendo un palo en los nichos, para hacerle salir. Poco después, el palo se deslizó por el hueco donde se había escondido él, apartando los huesos, pero estaba demasiado lejos y se quedaron cortos. Después de un rato hurgando, retiraron el palo y oyó que lo introducían en los siguientes nichos. De repente sus voces se hicieron más agudas y agitadas. Oyó alejarse sus pasos y, poco después, apagarse sus voces.
Silencio.
¿Les habrían llamado para defender la Ville? Era la única explicación posible.
Dejó transcurrir un minuto, y después otro, por si acaso. Luego se retorció para salir del nicho, pero no podía. Descubrió que el pánico le había hecho quedarse demasiado embutido. Tuvo un ataque horrible de claustrofobia. Intentó dominarla y respirar de una manera más acompasada. Se retorció otra vez, pero estaba atascado. El pánico amagó con vencerle.
Imposible. Si había entrado, seguro que podía salir.
Dobló la pierna para apuntalarla entre el techo y el suelo, e intentó usarla como palanca a la vez que se impulsaba con su mano buena, pero no hubo suerte. Las paredes estaban resbaladizas de humedad y limo, y el nicho hacía un poco de subida. Gruñó a causa del esfuerzo, mientras arañaba la humedad con su mano buena. Una nueva oleada de pánico le hizo clavar las uñas en la tierra mojada y partirse más de una al querer impulsarse.
«Dios mío —pensó—. Me he enterrado vivo.»
Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no gritar.