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Pendergast tenía la ropa hecha jirones y manchada de sangre, y todavía le zumbaban los oídos por el ataque. Consiguió recuperar cierto equilibrio y se levantó. Su encuentro con el hombre-bestia le había dejado unos minutos inconsciente, hasta volver en sí en medio de la oscuridad. Metió una mano en la americana, sacó una linterna led muy pequeña que llevaba para casos de emergencia y la encendió. Buscó su pistola por el suelo húmedo, despacio y metódicamente, pero no la encontró. Reconoció algunas señales de pelea, con huellas que se alejaban: las de D’Agosta, sin duda, perseguido por el hombre descalzo y pintarrajeado.

Apagó la linterna y reflexionó en la oscuridad. Tras un cálculo rápido, tomó una decisión no menos rápida. Los cuidadores de aquel zombi le habían grabado un objetivo terrible y criminal. Suelto, representaba una grave amenaza para ambos. Aun así, confiaba en D’Agosta, con una confianza rayana en la fe. Si había alguien capaz de cuidarse, era el teniente.

En cambio Nora… Nora aún esperaba que la rescatasen.

Volvió a encender la linterna para examinar la siguiente sala. Era una auténtica necrópolis de ataúdes de madera, dispuestos sobre hileras de pedestales de piedra, a veces de dos en dos, o de tres en tres. Muchos estaban rotos y vertían su contenido por el suelo. Era como si gran parte de los espacios subterráneos de la Ville, originalmente construidos para algún otro fin, hubieran sido convertidos en depósitos de muertos.

Al girarse para reemprender la búsqueda de Nora, se fijó en algo justo al principio de la sala, una tumba diferente que le llamó la atención. Se acercó para examinarla más de cerca. Luego tomó una decisión y la tocó.

Era un ataúd con gruesas paredes de plomo. En vez de permanecer apoyado en un pedestal, como los otros, estaba empotrado en el suelo de piedra, del que sólo sobresalía la parte de encima. Lo que le llamó la atención fue que la tapa estaba entreabierta y que se notaba que habían saqueado el interior. Hacía muy poco.

Lo examinó con más atención. Antiguamente, el plomo había estado reservado para enterrar a las personas importantes, debido a sus virtudes de conservación. Moviendo la linterna por encima, vio lo bien cerrado que había estado el ataúd, con la tapa de plomo cuidadosamente soldada al borde; también vio que alguien había reventado la selladura de un hachazo para levantar la tapa, dejando un orificio irregular. La intervención no sólo era reciente, sino también muy apresurada; las marcas en el metal blando se veían brillantes, sin indicios de que hubieran empezado a borrarse u oxidarse.

Miró el interior. El cadáver (momificado debido a lo hermético del recipiente) había sido manipulado sin la menor delicadeza para arrancarle algo de las manos retorcidas, dejando rotos y dispersos los dedos osificados, y un brazo desviado de su polvorienta articulación.

Metió una mano y palpó el polvo de cadáver, para ver lo seco que estaba. Había pasado tan poco tiempo, que ni siquiera el aire húmedo del sótano había conseguido impregnar el interior del ataúd. No podía haber pasado más de media hora desde el saqueo.

¿Coincidencia? De ninguna manera.

Se fijó en el cadáver. Era el cuerpo de un anciano de barba poblada y largo pelo blanco, en un estado de conservación excepcional. Tenía dos guineas de oro en los ojos. La cara estaba arrugada como una manzana vieja, con los labios retirados de la dentadura por la desecación y la piel del color del mejor marfil antiguo. La ropa, sencilla y de estilo cuáquero (levita austera, camisa, chaleco marrón y bombachos claros), estaba desgarrada a la altura del pecho y descompuesta por el saqueador, que lo había dejado todo lleno de botones y trozos de tela, consecuencia, a lo que parecía, de un frenético registro. En el estropeado pecho del cadáver, Pendergast vio marcas en la tela, debidas a la presión de un recipiente pequeño y rectangular: una caja.

Si se sumaban los dedos rotos, se obtenía una historia. El saqueador había arrancado una caja de los dedos polvorientos del cadáver.

Vio restos por el suelo, junto al ataúd; restos que sólo podían ser de la propia caja, a la que habían arrancado la tapa podrida. Se agachó para examinarlos más de cerca, husmearlos y observar sus dimensiones. El vago olor a vitela confirmó su impresión inicial de que el contenido de la caja había sido un documento en cuarto.

Lentamente, sin prisas, rodeó la tapa del ataúd, y al llegar a la parte superior vio una inscripción grabada en el plomo, medio tapada por manchas blanquecinas de óxido. Limpió el óxido con una manga y leyó la inscripción.

Elijah Esteban

que abandonó esta vida el 22 de noviembre de 1745

a los cincuenta y cinco años.

¡Cuán tristemente llama

y cuán lejos redobla

de la mortal herida la campana!

Este suelo

contempla, tú que pasas,

que en él pronto has de yacer.

Miró largo rato el nombre de la tumba, mientras la astilla encendida chisporroteaba. De repente las piezas encajaron y lo entendió todo. Se puso muy serio al pensar en el catastrófico error que había cometido.

Aquel ataúd saqueado no era ninguna coincidencia; no era algo secundario, irrelevante, sino lo principal.