D’Agosta se quedó muy quieto. Pendergast, encapuchado, masculló algo y arrastró los pies hacia el hombre, tambaleándose un poco, como un anciano que no se tuviera muy bien sobre sus pies.
—¿Qué hacéis aquí? —volvió a preguntar el hombre, con un acento extraño, exótico.
—Va t’en, sale bête —dijo Pendergast con voz ronca.
El hombre dio un paso hacia atrás.
—Ya, pero… no deberíais estar aquí.
Pendergast se acercó un poco más, mientras su mirada avisaba a D’Agosta de que estuviera listo.
—Sólo soy un viejo… —jadeó en voz baja, levantando solícitamente una mano—. ¿Me puedes ayudar…?
El hombre se inclinó para oírle. D’Agosta se colocó con agilidad a su lado y le dio un golpe en la sien con la culata de su pistola. La figura cayó al suelo, inconsciente.
—Tocado, claramente tocado —dijo Pendergast mientras cogía hábilmente el cuerpo inerte.
D’Agosta oyó voces agitadas en las habitaciones contiguas; al parecer no estaban todos en la ceremonia de la iglesia central. No había puerta trasera hacia la despensa; era una habitación sin salida, y estaban atrapados con el hombre inconsciente.
—Al montacargas —susurró Pendergast.
Le metieron en el montacargas, cerraron la puerta corredera y le bajaron al sótano. Casi enseguida aparecieron tres hombres en la entrada de la despensa.
—¿Qué haces, Morvedre? —preguntó uno de ellos—. Ven con nosotros. Y tú también.
Pasaron de largo. D’Agosta y Pendergast se colocaron detrás, tratando de imitar su forma lenta y sigilosa de andar. D’Agosta sentía crecer su frustración y su tensión. Les sería imposible mantener el engaño mucho tiempo; tenían que escaparse y empezar a registrar el sótano. Se les echaba el tiempo encima.
Se metieron todos por un pasillo largo y estrecho. Una puerta de dos hojas les llevó a la iglesia. El aire estaba muy cargado de olor a cera e incienso. La multitud se agitaba y murmuraba con urgencia, moviéndose como un mar en respuesta a las cadencias del sumo sacerdote, Charrière, que estaba al fondo, de pie. A la luz de dos hileras de cirios encendidos, cuatro hombres se afanaban sobre una losa del suelo. Detrás había muchos más, varias docenas, silenciosos en una oscuridad de cera, con el blanco de los ojos brillando como perlas en la densa tiniebla de sus formas encapuchadas; y a un lado, Bossong, erguido casi regiamente en toda su estatura, lo observaba todo desde la penumbra, inescrutable.
D’Agosta vio que los cuatro hombres hilvanaban cuerdas en las anillas de hierro de las esquinas de la losa (que era muy grande), las ataban, las dejaban en el suelo de piedra y se quedaban a su lado. Se hizo el silencio, mientras el sumo sacerdote se acercaba con un pequeño candelabro en una mano y un sonajero en la otra. Se movía muy despacio, con su basta capucha de tela marrón: un pie descalzo tras el otro, con los dedos hacia abajo, hasta situarse en el centro de la losa.
Sacudió un poco el sonajero: una vez, dos veces, tres, mientras giraba lentamente, llenándose los brazos de cera derretida y salpicando la losa con ella. Una de sus manos se metió en el bolsillo del hábito, sacó un pequeño objeto con plumas y lo soltó sin dejar de girar. Después de agitar un poco más el sonajero y de otra vuelta lenta, levantó mucho el pie descalzo, lo dejó un momento en el aire y lo descargó con fuerza sobre la losa.
Un brusco silencio. De pronto se oyó algo debajo: un silbido de aire, una respiración fricativa.
En el presbiterio, se hizo un silencio total.
El sumo sacerdote sacudió otra vez el sonajero, ahora con algo más de fuerza, y trazó un nuevo círculo. Después levantó el pie y volvió a descargarlo sobre la losa.
«Aaaaauuuu…», se oyó debajo, lastimeramente.
D’Agosta miró a Pendergast con inquietud, mientras se le aceleraba el pulso, pero el agente del FBI seguía observándolo todo con gran atención bajo la protección de su pesada capucha.
El sacerdote empezó a bailar a un ritmo pausado y en círculos alrededor del objeto con plumas, palmoteando con suavidad el suelo con sus pies cubiertos de vello blanco. De vez en cuando plantaba el pie con fuerza, mucho más sonoramente, y siempre le respondía un gemido desde abajo. Cuando el baile se hizo más rápido, y los impactos más frecuentes, los gemidos aumentaron de duración e intensidad. Eran sonidos de alguien o algo a quien causaba irritación el ritmo de la superficie. D’Agosta quedó consternado al reconocerlos más allá de cualquier duda.
«Aaaaiiuuuuuuuuuuuuuuuu…», se repetía la nota quejumbrosa, mientras Charrière seguía con su danza; «aaaiiuuuuu… aaaiiuuuu…», sin que las prolongadas vocalizaciones se ajustaran a ningún ritmo, aunque su agitación crecía de forma inversa a su duración. Cuando adquirieron más fuerza y urgencia, la multitud empezó a reflejarlas con un cántico de notas graves, que comenzó como un susurro, pero ganó en intensidad hasta que se entendió perfectamente la única palabra que entonaban:
—Envoie! Envoie! Envoie!
El baile del sacerdote se volvió más veloz; sus pies iban tan rápido que ya no se veían con claridad, y el palmoteo marcaba el ritmo como un tambor de carne.
—¡Aiiuuuuu! —gruñía lo de abajo.
—Envoie! —cantaba arriba la multitud.
Charrière se paró de golpe. También el cántico se interrumpió, dejando flotar sus últimos ecos por la iglesia; lo que no paró fueron los ruidos de abajo, que se fundieron en una sola nota, un gemido, un estertor, acompañado de pasos incesantes, arrastrados.
D’Agosta siguió mirando desde la oscuridad, con el alma en vilo.
—Envoie! —exclamó el sumo sacerdote mientras bajaba de la losa—. Envoie!
Los cuatro hombres de las cuatro esquinas cogieron sus respectivas cuerdas, se giraron, se las pusieron al hombro y empezaron a estirar. La losa se inclinó con un chirrido, osciló y se alzó.
—Envoie! —exclamó de nuevo el sacerdote, levantando las palmas.
Los hombres se alejaron, arrastrando la losa, que dejó a la vista un hueco en el suelo del presbiterio. La dejaron y soltaron las cuerdas. El círculo de hombres se estrechó, en silenciosa espera. Todo estaba en suspenso, inmóvil. Bossong, que no pestañeaba, miró a los hombres con sus ojos oscuros. Por el hueco salía una vaga exhalación: el perfume de la muerte.
La oquedad se llenó de un sonido constante: pasos, rasguños, correteos, sorbos húmedos, ávidos…
Hasta que finalmente surgió de la negrura, aferrándose al borde de piedra: una mano reseca y blanquecina, y un antebrazo huesudo en que los músculos y los tendones se marcaban como cuerdas. Después apareció otra mano y, por último, acompañado de una especie de arañazos, una cabeza: pelo aplastado y grasiento, rostro inexpresivo más allá de un ansia vaga… Uno de los ojos giraba blanco en su órbita; el otro lo tapaban grumos de sangre seca y otras sustancias. La cosa se dio un impulso repentino para salir del agujero y se dejó caer con todo su peso sobre el suelo de la iglesia, que arañó con las uñas. Se oyeron cortarse varias respiraciones, y unos cuantos murmullos de satisfacción.
D’Agosta miraba horrorizado, sin dar crédito a sus ojos. Era un hombre, o por lo menos lo había sido. No dudó ni un momento (ni uno solo) de que fuera lo que le había perseguido y atacado en los alrededores de la Ville hacía exactamente siete días. Sin embargo, no parecía Fearing, ni mucho menos Smithback. ¿Estaba vivo… o era un muerto resucitado? Se le puso la piel de gallina al contemplar su cara fofa, su piel arrugada y pálida, y los arabescos, líneas y cruces que se traslucían bajo los sucios harapos que hacían las veces de ropa; pero no, al fijarse mejor se dio cuenta de que el hombre, o cosa, no llevaba harapos, sino restos de seda, satén o alguna antigua gala que el paso del tiempo había deshecho y dotado de rigidez debido a la tierra, la sangre y la mugre.
La gente murmuraba con una especie de veneración, mientras el hombre-cosa daba pasos vacilantes a ambos lados, mirando al alto sacerdote como si esperase instrucciones, con un hilo de saliva colgando de sus labios gruesos y grises y una respiración que era como el ruido al apretar una bolsa mojada. Su único ojo bueno parecía muerto, completamente muerto.
Charrière hurgó en los pliegues de su sotana y sacó un pequeño cáliz de latón, en el que introdujo los dedos para rociar con una especie de aceite la cabeza y los hombros de la forma que se bamboleaba frente a él. A continuación, para infinita sorpresa de D’Agosta, se arrodilló ante la criatura y se inclinó profundamente. Los demás hicieron lo mismo. D’Agosta notó que le estiraban el hábito: era Pendergast, que le pidió por señas que siguiera el ejemplo de los fieles. D’Agosta se puso de rodillas y tendió ambas manos hacia el zombi (suponiendo que realmente lo fuese), como veía hacer a los demás.
—¡Nos inclinamos ante el protector! —recitó el sumo sacerdote—. ¡Salve a nuestra espada, nuestra roca!
Todos lo repitieron al unísono.
Charrière siguió hablando en otro idioma, al igual que los demás.
D’Agosta miró a su alrededor, y ya no vio a Bossong.
—¡Que te fortalezcamos —declamó el alto sacerdote, otra vez en inglés—, como nos fortalecen a nosotros los dioses del cielo!
Justo entonces D’Agosta oyó una especie de llanto, y al girarse divisó en la penumbra un potrillo alazán (como máximo de una semana) al que llevaban hacia el poste de madera con una brida, mientras sus endebles patas se clavaban en el suelo entre patéticos relinchos y sus grandes ojos marrones se abrían muy redondos de miedo. El congregante lo ató al poste y se apartó.
El sacerdote se puso de pie y, con una especie de inseguro baile, levantó un reluciente cuchillo, parecido a los que habían requisado en el registro sorpresa.
«¡Dios mío! No, por favor…», pensó D’Agosta.
Todos se levantaron para volverse hacia el sacerdote. Era evidente que faltaba poco para el clímax de la ceremonia. Charrière entró en un verdadero frenesí. Ahora bailaba hacia el potro, mientras los fieles se balanceaban rítmicamente y el cuchillo brillaba cada vez más arriba. El potrillo piafaba y relinchaba, cada vez más asustado, y sacudía la cabeza para soltarse.
El sacerdote se acercó.
D’Agosta apartó la vista. Oyó un relincho estridente, muchas respiraciones relajándose a la vez… y un chillido de agonía equina.
La multitud estalló en un cántico veloz. D’Agosta se volvió otra vez hacia delante. El sacerdote tenía en sus brazos al potro moribundo, cuyas patas aún sufrían sacudidas. Dio unos pasos por la nave hacia el horrendo hombre-cosa, haciendo que la gente se apartara, y gritó al dejar el cadáver del potro en el suelo de piedra, mientras la congregación se arrodillaba de golpe, todos a una, y D’Agosta y Pendergast se sumaban al gesto sin tardanza.
El zombi se abalanzó sobre el potro muerto con un ruido espantoso y empezó a desgarrarlo con los dientes, sacándole las tripas con un ruido bestial de gratificación para metérselas en la boca.
El susurro aumentó de volumen:
—¡Alimentad al protector! Envoie! Envoie!
Al contemplar espeluznado a la figura encorvada, D’Agosta sintió en lo más hondo de sus entrañas una punzada de miedo atávico. Miró de reojo a Pendergast. Un destello de ojos plateados bajo la capucha llamó su atención hacia una puerta lateral de la iglesia, parcialmente abierta, que daba a un pasillo oscuro y vacío. Una vía de escape.
—Envoie! Envoie!
La figura comía a una velocidad de vértigo. Al fin se sació y se levantó con gesto inexpresivo, como si esperase órdenes. Toda la congregación se levantó a la vez.
Un gesto del sacerdote hizo que los fieles formasen un pasillo humano. Se oyó un chirrido metálico en la otra punta de la iglesia. Un congregante abrió la puerta al exterior. Entró un poco de aire fresco del atardecer. Por encima del muro de la Ville, en medio de la oscuridad, brillaba débilmente una estrella solitaria. Charrière le puso al zombi una mano en el hombro, levantó la otra y señaló la puerta abierta con un dedo largo y huesudo.
—Envoie! —susurró con voz ronca, mientras su dedo temblaba—. Envoie!
La figura empezó a arrastrar los pies despacio hacia la puerta, y no tardó en perderse de vista al otro lado. La puerta se cerró con un impacto sordo.
Fue como si la multitud espirase toda ella al mismo tiempo, relajándose. La gente salió de su inmovilidad. El sacerdote empezó a guardar los restos del potro en una caja que parecía un ataúd. Faltaba poco para el final del horrendo «oficio».
De inmediato, Pendergast se aproximó con disimulo al pasadizo, seguido por D’Agosta, que se esforzaba al máximo por aparentar calma y determinación. Un minuto después, Pendergast estaba delante de la puerta abierta, con la mano en el pomo.
—¡Un momento! —Uno de los congregantes más próximos reparó en su presencia al apartar la vista de la horrible escena—. No se puede ir nadie hasta el final de la ceremonia. ¡Ya lo sabéis!
Pendergast señaló a D’Agosta con un gesto, sin enseñar la cara.
—Mi amigo se encuentra mal.
—No se admiten excusas. —El hombre se acercó y se agachó para ver la cara de Pendergast debajo de la capucha—. ¿Quién eres, amigo?
Pendergast inclinó la cabeza, pero el hombre ya había entrevisto su cara.
—¡Extraños! —exclamó, bajándole la capucha.
De golpe todo quedó en silencio.
—¡Extraños!
Charrière abrió rápidamente la puerta que daba al exterior.
—¡Extraños! —gritó a la oscuridad—. Baka! Baka!
—¡Id a buscarle! ¡Rápido!
De repente D’Agosta vio al hombre-cosa en la puerta de la iglesia. Se quedó un minuto allí, meciéndose un poco. Luego empezó a moverse con extraña determinación. Hacia ellos dos.
—Envoie! —dijo en tono estridente el sacerdote, al tiempo que les señalaba.
El primero en actuar fue D’Agosta, que tumbó al delator en el suelo. Pendergast saltó por encima de su cuerpo y abrió la puerta lateral. D’Agosta la cruzó corriendo, seguido por Pendergast, que dio un portazo y la atrancó.