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El subcomisario Harry Chislett bajó del asiento trasero del Crown Vic sin identificar y caminó deprisa por la acera para reunirse con el inspector Minerva, su ayudante personal, que observaba a la multitud con sus prismáticos. Chislett pensó que «multitud» era mucho decir: entre doscientas y doscientas cincuenta personas desperdigadas por el campo de béisbol de la entrada del parque, agitando pancartas y gritando. Parecían del mismo tipo que la otra vez, ecologistas de tres al cuarto. Gritaron algo justo cuando les miraba, pero fue una consigna de lo más efímero.

—¿Has visto al de la barba? —preguntó—. El director de cine, el que les exaltó la última vez.

Minerva hizo un barrido del campo con los prismáticos.

—No.

—¿Puntos de control y posiciones de avanzada?

—Ya hay equipos en cada uno.

—Esencial.

Chislett oyó brotar alicaídamente otra consigna. Los manifestantes parecían bastante más apáticos que la otra vez. Sin el estímulo del orador, seguro que todo se apagaría en poco tiempo; y si no, estaba preparado.

—Señor…

Al volverse, le sorprendió ver a su lado a una mujer con galones de capitán en el cuello. Era menuda, morena, con una serenidad y una firmeza en la mirada que le irritaron enseguida, además de intimidarle un poco. La reconoció, aunque no formase parte de su equipo: Laura Hayward. La mujer capitán más joven del cuerpo. Y la novia del teniente D’Agosta (o ex novia, si eran ciertos los rumores). Ninguno de ambos atributos la hacía simpática a sus ojos.

—Dígame, capitana —respondió con voz tensa.

—He estado en la reunión de antes. Luego he intentado hablar con usted, pero se ha ido sin darme tiempo.

—¿Y?

—Con todo respeto, señor, teniendo en cuenta el plan que ha expuesto, no estoy segura de que cuente con bastantes hombres para controlar a esta multitud.

—¿Hombres? ¿Multitud? Mire usted misma, capitana. —Chislett abarcó el campo de béisbol con un gesto—. ¿No percibe escasez de manifestantes? Al primer policía que les diga «¡uh!», se irán con el rabo entre las piernas.

El inspector Minerva reaccionó a sus palabras con una sonrisa burlona.

—Dudo que estén todos aquí. Aún pueden llegar más.

—¿Ah, sí? ¿De dónde, si puede saberse?

—En este barrio sobran sitios donde se pueden reunir grupos de cierto tamaño —contestó Hayward—. De hecho he visto a bastante gente por la zona, sobre todo para una tarde laborable de otoño.

—Justamente por eso hemos puesto a nuestros hombres en posiciones de avanzada. Así tenemos la flexibilidad necesaria para actuar deprisa.

Chislett intentó disimular su irritación.

—He visto su esquema, señor, y las posiciones de avanzada sólo consisten en una docena de agentes cada una. Si se rompe el cordón, los manifestantes podrán ir directamente hasta la Ville; y si dentro tienen como rehén a Nora Kelly, como parece posible, a sus secuestradores podría entrarles pánico. La vida de ella estaría en peligro.

Eran las mismas chorradas con que le había venido D’Agosta. Hasta era posible que Hayward estuviera de su parte.

—Tomo nota de su preocupación —contestó. Ya no se molestaba en esconder su tono de sarcasmo—. No obstante, le hago constar que hoy mismo un juez ha dictaminado que no existen pruebas de la presencia de Nora Kelly allí, y se ha negado a emitir una orden de registro. Y ahora, capitana, ¿sería tan amable de decirme qué hace aquí? Inwood Hill Park no forma parte de su jurisdicción, que a mí me conste.

Hayward no contestó. Chislett vio que ya no le miraba a él, sino algo por encima de su hombro.

Se dio la vuelta. Por el este se acercaba otro grupo de manifestantes. No llevaban pancartas, pero parecían ir en serio; caminaban deprisa y en silencio hacia el campo de béisbol, cada vez más juntos. Era un grupo más heterogéneo y de aspecto más duro que el que ya estaba en el campo.

—Déjame los prismáticos —le ordenó a Minerva.

Al observar al grupo con los gemelos, vio que lo encabezaba el joven rechoncho que la otra vez había ayudado a dirigir la manifestación. Su expresión decidida, y las facciones tensas de sus acompañantes, le pusieron un poco nervioso.

Pero fue un nerviosismo pasajero. ¿Qué más daban cien o doscientos más? Él disponía de efectivos para manejar a cuatrocientos manifestantes, contando por lo bajo, y además su plan de contención era una obra maestra de economía y versatilidad.

Le devolvió a Minerva los prismáticos.

—Que corra la voz —dijo con su tono más marcial, sin hacer caso de Hayward—. Ahora iniciaremos el despliegue final. Diles a las posiciones de avanzada que estén listos.

—Sí, señor —contestó Minerva, y desenfundó la radio.