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El Rolls frenó como una seda al final de la calle Doscientos dieciocho Oeste y aparcó entre una furgoneta destartalada y un jeep último modelo. A la izquierda había una hilera de edificios de pisos de lo más normales, no muy altos; a la derecha, el óvalo verde del complejo deportivo de la Columbia. Entre el campo y las gradas se repartían unas doscientas personas que parecían desorganizadas, pero D’Agosta tuvo la seguridad de que formaban parte de la inminente manifestación. Ya había visto grupos sospechosos por el mismo estilo al cruzar Inwood. Pronto Chislett, en su gloriosa ignorancia, ya no sabría qué hacer.

—Entraremos de lado, por Isham Park —dijo Pendergast, que cogió una bolsa de lona del asiento trasero.

Tras cruzar a paso vivo una serie de campos de béisbol y prados bien cuidados, penetraron sin transición en la naturaleza silvestre de Inwood Hill Park. En cuanto a la Ville, aún la tapaban los árboles. Pendergast había elegido una buena ruta de acceso: podían entrar sin ser vistos, ya que la atención de la Ville se orientaría hacia otro punto. D’Agosta oyó lo que traía del sur la brisa del atardecer: un rumor de megáfonos, gritos lejanos, bocinas de aire comprimido… Quien lo había planeado era muy listo: dejaba vociferar a un grupo para que atrajese la atención de la policía, y así los otros grupos podrían organizarse y llegar todos de golpe. Como no sacaran a Nora antes de que se pusiera en marcha la fuerza principal…

Pendergast, que iba en cabeza, se paró, dejó la bolsa en el suelo, la abrió y sacó un par de túnicas marrones de tela basta. D’Agosta, a quien el chaleco antibalas ya hacía sudar, se alegró de que hiciera frío. Pendergast le dio una de las túnicas. D’Agosta se la pasó rápidamente por la cabeza y se ajustó la capucha. Tras hacer lo mismo, el agente del FBI se miró en un espejo de bolsillo y se lo puso delante a D’Agosta. No estaba mal, siempre que no se levantara la capucha ni irguiera la cabeza. D’Agosta vio que el agente sacaba más cosas del petate (una linterna pequeña con pilas de repuesto, un cuchillo, un escoplo, un martillo y un juego de ganzúas) y las guardaba en un bolso cinturón, que procedió a esconder debajo de la túnica. D’Agosta se palpó la cintura para comprobar que también él tuviera a mano su Glock 19 y los cargadores de repuesto.

Pendergast metió el petate vacío debajo de un tronco caído, lo tapó con hojas e hizo señas con la cabeza al teniente para que le siguiera por el terraplén que tenían justo delante. Treparon por la cuesta, muy empinada, y se asomaron al otro lado. Estaban a unos veinte metros de la cerca metálica de la Ville, que en aquel tramo estaba vieja y oxidada, con varios agujeros perfectamente visibles; cincuenta metros más allá se erguía el informe amasijo de edificios, en la penumbra del atardecer, dominado por el gran volumen de la antigua iglesia.

D’Agosta se acordó de la primera vez que había estado en aquel bosque y del cachiporrazo en la cabeza que había recibido en pago a sus desvelos. Sacó la Glock y la sostuvo en la mano mientras ascendía. No volvería a sucederle.

Siguiendo a Pendergast, corrió hacia la tela metálica, la cruzó por uno de los agujeros y se agachó para seguir corriendo hacia la base de los muros exteriores de la Ville. Al cabo de un rato de seguir la curva, encontraron una abertura en la pared, una puerta pequeña que se caía a trozos, con candado. Un golpe certero del escoplo de Pendergast pudo con todo: candado, bisagras y todo lo demás. Al empujar la puerta, el agente dejó a la vista un camino estrecho y lleno de basura que bordeaba la iglesia, bajo aleros que casi no dejaban ver ni un resquicio de cielo. Entró, seguido por D’Agosta, que cerró la puerta. Pendergast pegó la oreja a la pared trasera de la iglesia. D’Agosta también. Dentro se oía la cantinela de una voz que subía y bajaba con tono sacerdotal, un tono trémulo, de denuncias y exhortaciones, pero demasiado lejano y confuso para ser entendido (suponiendo que hablase en inglés, para empezar…). De vez en cuando se elevaba una respuesta a coro, como una letanía mecánica e irreflexiva, seguida siempre por la voz desquiciada del solista.

Y a todo ello se mezclaban los relinchos agudos de un potro asustado.

D’Agosta trató de no pensar en aquella atrocidad y concentrarse en lo que hacían. Siguió de cerca a Pendergast por el camino, saltando de puerta oscura en puerta oscura, sin levantar la cabeza ni mostrar la cara. No se veía a nadie. Debían de estar todos en la iglesia, asistiendo a la nauseabunda ceremonia. El camino giraba bruscamente para cruzar un laberinto de construcciones viejas y precarias. Luego flanqueaba un edificio de mayor tamaño, adosado al templo, que por su aspecto podía ser la antigua rectoría.

La primera puerta que encontraron en la rectoría estaba cerrada, pero Pendergast no tardó ni cinco segundos en forzarla. Penetraron deprisa en una sala oscura y asfixiante. Cuando se le acostumbró la vista, D’Agosta vio que era un comedor, con una vieja mesa de roble, sillas y muchas velas en candelabros con cera acumulada. La única luz provenía de un ordenador viejo, de la época del DOS, que desentonaba a más no poder con el antiguo mobiliario. En los lados este, sur y oeste había puertas que daban a habitaciones todavía más oscuras.

Desde ahí dentro se oían con más fuerza los desvaríos del sacerdote, que se filtraban desde una dirección indeterminada.

De repente el problema al que se enfrentaban (encontrar a Nora en aquel enorme disparate constructivo) le pareció irresoluble. Se quitó rápidamente la idea de la cabeza. Las cosas paso a paso.

—En estas casas viejas siempre había alguna manera de bajar de la cocina al sótano —susurró Pendergast.

Pareció elegir una puerta al azar (la del este), y la cruzó seguido por D’Agosta. Era una despensa, llena de sacos de arpillera cuyo contenido parecía grano. Al fondo había un montaplatos antiguo y primitivo. D’Agosta pasó al lado del agente para echarle un vistazo. Abrió la puerta, encendió la luz y miró hacia abajo, muy abajo.

De repente oyó una voz a sus espaldas, brusca, enérgica.

—Eh, vosotros dos, ¿qué hacéis aquí?