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Al fondo de la sala de reuniones, con los brazos cruzados y la vista al frente (donde se sucedían las filas de policías sentados), D’Agosta atendía a las magistrales instrucciones de Harry Chislett sobre el «desfile cívico» (vaya manera más estúpida y ampulosa de llamarlo) que estaba a punto de empezar en las inmediaciones de la Ville. «¿Desfile? Y una mierda», pensó con impaciencia. Que a Esteban y Plock se les hubiera dado autorización para un desfile no significaba que sus planes fueran pasearse por delante de la Ville cantando Give Peace a Chance. D’Agosta ya había visto lo deprisa que las cosas se habían puesto feas la primera vez. Chislett no; él se había ido prácticamente antes de que empezase la puñetera manifestación, y ahora señalaba con majestuosidad los esquemas de la pizarra, hablando sobre protección, control de multitudes y una serie de matices tácticos con la misma calma que si explicara una fiesta de puesta de largo de las Hijas de la Revolución Americana.

Se dio cuenta de que se le cerraban los puños al oír exponer un plan tan pobre. Él ya había intentado explicarle a Chislett que había muchas posibilidades de que tuvieran prisionera a Nora Kelly en la Ville, y que cualquier explosión de violencia por parte de los manifestantes podía precipitar su muerte. Era algo más que un simple problema de logística; siempre que se juntaba mucha gente, la violencia y los disturbios estaban a un paso. La vida de Nora Kelly podía estar en juego. Sin embargo, el subcomisario no lo veía igual. «La carga de la prueba la lleva usted en los hombros —había proclamado con pomposidad—. ¿Qué pruebas tiene de que Nora Kelly esté en la Ville?» Bastante había hecho D’Agosta con no clavarle el puño en el tejido adiposo.

—Habrá tres puntos de control, aquí, aquí y aquí —peroró Chislett con otro golpe de puntero—. Dos en los nodos centrales de entrada y de salida, y otro en el acceso de Inwood Hill Park. La cadena de mando partirá de ahí hacia las posiciones más adelantadas.

—Alemanda a la izquierda, con la mano izquierda —murmuró D’Agosta para sus adentros—. Giro derecho hacia la pareja, reverencia a ambos lados.

—Parece, en efecto, que al subcomisario Chislett se le escapa lo esencial —dijo muy cerca una voz conocida.

Al girarse, D’Agosta vio a Pendergast de pie a su lado.

—Buenas tardes, Vincent —le saludó la voz melosa del inspector.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó él, sorprendido.

—Vengo a buscarle.

—¿Dónde está su amigo Bertin?

—Ha regresado a la seguridad de los pantanos. Volvemos a estar solos usted y yo.

Sintió una inyección de esperanza, como llevaba días sin sentir. Al menos Pendergast se daba cuenta de la gravedad de la situación.

—Pues entonces ya sabe que no podemos esperar —observó—. Tenemos que salir pitando y rescatar ahora mismo a Nora.

—Estoy de acuerdo con usted.

—Si hay disturbios con Nora prisionera en la Ville, el riesgo de que la maten inmediatamente será muy alto.

—Vuelvo a estar de acuerdo con usted, siempre que Nora esté en la Ville.

—¿«Siempre que»? ¿Dónde va a estar? Mandé analizar la banda sonora del vídeo.

—Sí, estoy al corriente —dijo Pendergast—. Parece ser que los expertos no estaban tan seguros como usted de que se tratara de un animal.

—Pues que se vayan a la porra los expertos. Yo ya no puedo esperar más. Salgo ahora mismo.

Pendergast asintió con la cabeza, como si se lo esperase.

—De acuerdo, Vincent, pero con una condición: no separarnos bajo ningún concepto. Algo tiene que ver la Ville, sin duda, pero ¿qué? He ahí el enigma. En todo esto hay algo que se me escapa, algo que no me cuadra.

—¡Y tanto que no cuadra! Están a punto de matar a Nora Kelly.

El agente especial sacudió la cabeza.

—No me refería a eso. ¿Me da su palabra, Vincent? ¿Lo haremos juntos?

D’Agosta le miró.

—Tiene mi palabra.

—Magnífico. Mi coche nos espera en la calle,