Pendergast estaba sentado en un sillón de cuero muy mullido del salón de su piso del Dakota, con las piernas cruzadas y la barbilla reposando en las yemas unidas de los dedos. Al otro lado de una alfombra turca estaba Wren, en un sillón idéntico, cuyo cuero granate casi se tragaba su cuerpo de pájaro. Entre los dos había una mesa con una tetera de té Jin Xuan de A-Li-Shan, una cesta de brioches, un tarro de mantequilla y varios cuencos de mermelada y confitura de grosella espinosa.
—¿A qué debo el placer de esta visita tan inesperada, nada menos que en pleno día? —preguntó Pendergast—. Sólo algo de la máxima importancia le sacaría a usted de su guarida a estas horas.
Wren asintió vigorosamente.
—Sí, es verdad que no soy muy aficionado a la luz diurna, pero he descubierto algo que me ha parecido que tenía que saber.
—Afortunadamente, en mi casa casi nunca entra la luz diurna.
Pendergast sirvió dos tazas de té, colocó una de ellas ante su invitado y se llevó la otra a los labios.
Wren la miró sin tocarla.
—Hace tiempo que quería preguntárselo: ¿cómo está la encantadora Constance?
—Me han mantenido informado desde el Tíbet, y todo sigue el calendario, al menos en la medida en que estas cosas pueden seguir el calendario… Espero hacer un viaje en un futuro próximo. —Pendergast bebió otro sorbo—. Dice que ha descubierto algo. Explíquese, se lo ruego.
—Al investigar la historia de la Ville y de sus ocupantes (así como de sus predecesores), he recurrido a muchos documentos de época, como es lógico: artículos de prensa, reportajes, manuscritos, incunables y otros documentos; y cuanto más avanzaba, más me ha llamado la atención una constante curiosa.
—¿De qué constante se trata?
Wren se inclinó.
—Que no soy la primera persona que sigue este camino.
Pendergast dejó la taza.
—¿De veras?
—Siempre que alguien consulta documentos valiosos o históricos, la biblioteca le asigna un número de identificación. Pues bien, empecé a observar que en la base de datos aparecía el mismo número de identificación para los documentos que sacaba yo en consulta. Al principio lo atribuí a una simple coincidencia, pero al cabo de unas cuantas veces acudí a la base de datos y consulté la identificación. En efecto: toda la documentación sobre la Ville (con especial énfasis en sus fundadores, por lo que se ve) también había sido examinada por el otro investigador, cuya diligencia llegó al extremo de consultar unos cuantos documentos que a mí se me habían pasado por alto.
Wren meneó la cabeza, con una risa avergonzada.
—¿Y quién es el misterioso investigador?
—Ahí está lo raro: su ficha ha desaparecido del registro de la biblioteca. Es como si no quisiera que se conociese su identidad. Lo único que queda, por decirlo de algún modo, son las huellas de su paso. Sé que era un investigador profesional; lo indica el prefijo de su número de identificación. Y tengo la seguridad de que lo hizo por encargo, no porque el tema fuera de su especial interés. Fue una labor demasiado rápida, ordenada y realizada en demasiado poco tiempo para tener su origen en alguna afición o estudio personal.
—Comprendo. —Pendergast bebió un poco de té—. ¿Y cuándo sucedió?
—Empezó a examinar el material de la biblioteca hace unos ocho meses. Las consultas prosiguieron con una frecuencia aproximadamente semanal, y el rastro se detiene con bastante brusquedad hace unos dos meses.
Pendergast miró a Wren.
—¿Terminó su investigación?
—Sí. —Wren vaciló—. Naturalmente, existe otra posibilidad.
—Ajá. ¿De cuál se trata?
—Que buscase algo, algo muy concreto; y que el final repentino de su labor deba atribuirse a que lo encontró.
Después de que su invitado se fuera, Pendergast se levantó del sillón, abandonó la sala de estar y recorrió el pasillo central del piso hasta llegar a un laboratorio pequeño, bastante anticuado. Se quitó la americana negra y la colgó en un gancho, detrás de la puerta. La sala estaba presidida por una mesa de laboratorio de esteatita, con varios aparatos químicos y un mechero Bunsen. En las paredes había armarios de roble, cuyo interior se disputaban botellas de cristal, revistas viejas y manuales gastados.
Se sacó una llave del bolsillo y abrió uno de los armarios, del que extrajo diversos artículos: guantes de látex, un estuche de instrumentos de nogal pulido, un soporte para pipetas con etiquetas y tapones, y una lupa de bronce. Lo distribuyó todo sobre la mesa de esteatita. Después cruzó la habitación con un par de zancadas y abrió otro armario. Poco después apareció en sus manos una calavera: la que habían sacado él y D’Agosta de la tumba a orillas del río. Quedaban restos de tierra en las mandíbulas y las órbitas. La depositó con cuidado sobre la mesa, y al abrir el estuche reveló un juego de instrumentos dentales del siglo XIX, con mangos de marfil. Limpió con gran esmero la calavera y metió algunos trozos de tierra en tubos de ensayo, a los que puso etiquetas numeradas. También acabaron en probetas algunas muestras del polvo blanco que había dentro de las mandíbulas y los dientes, así como fragmentos de piel, pelo y adipocira.
Al terminar dejó la calavera sobre la mesa y se la quedó mirando. Pasaron unos segundos, que se convirtieron en minutos. El silencio de la habitación era absoluto. Pendergast se levantó despacio. Sus ojos plateados brillaron de entusiasmo. Cogió la lupa y examinó la calavera de muy cerca, hasta centrarse en la cavidad ocular derecha. Después dejó la lupa y, con la calavera entre las manos, examinó la órbita desde todos los puntos de vista. Por dentro había varias muescas, finas y curvadas, y otras parecidas en la pared posterior interna de la bóveda craneana.
Tras volver a dejar la calavera encima de la mesa, se acercó a otro armario y lo abrió para sacar el extraño artilugio hurtado del altar de la Ville: un trozo retorcido de metal que, con su mango de madera, parecía un extraño sacacorchos alargado. Se lo llevó a la mesa del laboratorio y lo dejó al lado de la calavera. Después se apoyó con las dos manos y contempló un buen rato ambos objetos, moviendo sin descanso la mirada del uno al otro.
Finalmente se sentó junto a la mesa, con la calavera en la mano derecha y el utensilio en la izquierda. Siguió pasando el tiempo, mientras distribuía su mirada entre ambos. Después, con exquisita lentitud, los unió, introduciendo el extremo curvado del gancho en la órbita ocular. Con lentitud y precaución, deslizó el gancho por las marcas y lo manipuló hasta insertarlo en la fisura orbital superior (el hueco del fondo de la órbita). La punta se ajustaba perfectamente al agujero. Manipuló el gancho por la cavidad cerebral, como si hiciera un puzle. Siguiendo las incisiones del hueso, lo introdujo cada vez más hasta que una muesca de la herramienta de metal se trabó en la fisura orbital, dejando alojado el gancho de la punta en las profundidades de la cavidad cerebral.
Un gesto rápido y habilidoso (un leve giro del mango) imprimió un movimiento circular de corte al gancho del final del instrumento. Pendergast lo giró en ambos sentidos. El pequeño y afilado gancho también giraba en ambos sentidos, dentro de la cavidad cerebral, dibujando un arco pequeño y preciso.
Una lúgubre sonrisa iluminó el rostro del agente especial Pendergast, que murmuró una sola palabra:
—Broca.