A D’Agosta, la Unidad de Servicios Multimedia del edificio de jefatura le recordaba la sala de controles de un submarino: calurosa, saturada de aparatos electrónicos y con olor a humanidad. Era una habitación de techo bajo, en la que trabajaban como mínimo veinte personas inclinadas sobre sus terminales y teclados. Se percibía un fuerte olor a curry, de alguien que comía temprano.
Se paró a mirar. El grupo más numeroso se concentraba al fondo, donde tenía su cubículo John Loader, el técnico de mayor graduación. Fue adonde dirigió sus pasos, contrariado al ver que Chislett ya había llegado. El subcomisario se volvió, le vio y le dio la espalda.
Loader estaba sentado frente a su terminal: una voluminosa CPU debajo de la mesa y dos monitores de pantalla plana de treinta pulgadas encima. Pese a las presiones de D’Agosta, el técnico había insistido en que necesitaba como mínimo dos horas para procesar y preparar el vídeo, y de momento sólo había dispuesto de una hora y media.
—Póngame al día —pidió D’Agosta al acercarse.
Loader se apartó de la terminal.
—Es un archivo MPEG-4 enviado por e-mail al departamento de noticias de la red.
—¿Y el rastro?
Loader sacudió la cabeza.
—El que lo hizo usó un servicio de remailing de Kazajstán.
—Ya. ¿Y el vídeo?
El técnico señaló las dos pantallas.
—Está en el analizador de vídeos.
—¿Eso es todo lo que ha dado de sí una hora y media?
Loader frunció el ceño.
—He agregado un código de tiempo, he alineado y homogeneizado todo el clip, he eliminado ruido, he aclarado cada fotograma y he aplicado la estabilización de imagen digital.
—¿Se ha acordado de ponerle una guinda encima?
—Mire, teniente, limpiar el archivo, además de suavizar y enfocar la imagen, reduce distracciones y puede resaltar pruebas que de lo contrario pasarían inadvertidas.
D’Agosta tuvo ganas de recordarle que había una vida humana en juego y que hasta el último minuto era vital, pero se aguantó.
—Vale, vale. Vamos a verlo.
Loader se acercó el jog shuttle, un accesorio negro y redondo, del tamaño de un disco de hockey. El monitor de la izquierda empezó a mostrar el vídeo, con menos grano y menos borroso que en las noticias. Primero se oía un ruido. Luego una lucecita penetraba en la oscuridad y aparecía Nora mirando a la cámara. Tal como la iluminaba la fuente luminosa, su cara parecía un fantasma blanco flotando en la oscuridad. D’Agosta creyó reconocer a sus espaldas cúmulos de paja sobre un suelo de cemento y piedras toscas unidas con mortero, que formaban muros.
«Ayúdeme», decía Nora.
La cámara se movía, se desenfocaba y se enfocaba otra vez.
«¿Qué quieren?», preguntaba Nora.
Nada, ni respuesta ni sonido. Luego un ruido en sordina, como de rascar o rechinar. La luz se alejaba, caía otra vez la oscuridad y el clip se acababa.
—O sea, que no le puede seguir el rastro —gruñó D’Agosta, haciendo un esfuerzo para que no le temblase la voz—. ¿Me puede decir algo más sobre el archivo? ¿Lo que sea?
—Que no está multiplexado.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Que no es de un circuito cerrado de televisión. Lo más seguro es que la fuente sea una videocámara doméstica, probablemente un modelo antiguo, por cómo tiembla la imagen.
—¿Y en el e-mail no ponía nada? ¿No pedían un rescate ni había ningún mensaje?
Loader meneó la cabeza.
—Páselo otra vez, por favor.
Durante la reproducción, D’Agosta se fijó en lo poco que se veía de la habitación, y buscó algo que le ayudase a identificarla.
—¿Podría hacer un zoom de la pared? —pidió.
Loader retrocedió uno o dos segundos con el jog shuttle, seleccionó una parte de la pared, cerca de Nora, y la amplió.
—Demasiado grano —dijo D’Agosta.
—Voy a aplicar la herramienta de máscara de enfoque. En principio se debería ver mejor.
Un par de clics con el ratón hicieron aumentar considerablemente la nitidez del muro: piedras planas, amontonadas y unidas con mortero.
—Un sótano —dijo D’Agosta—. Antiguo.
—La lástima —dijo Chislett, en su primera intervención— es que no hay nada que se pueda identificar.
—¿Y la geología de las piedras?
—Es imposible identificar su composición mineral —señaló Loader—. Podrían ser esquistos, o basalto…
—Páselo otra vez.
Miraron el clip en silencio. D’Agosta sintió que su rabia llenaba toda la sala. Ya no sabía ni por qué se tomaba la molestia de controlarse: habían secuestrado a Nora, los muy hijos de puta.
—¿Y el ruido de fondo? —dijo—. ¿Qué es?
Loader desplazó el jog shuttle a un lado.
—Lo hemos analizado. Voy a iniciar el software de mejora de audio.
Se abrió una ventana en la segunda pantalla: larga y estrecha, con una onda de audio, una cinta irregular y temblorosa, que parecía una curva sinusoidal con esteroides.
—¡Un poco de silencio, por favor! —pidió Loader en voz alta.
El ruido disminuyó en toda la sala. Loader clicó el botón de PLAY de la base de la ventana.
La curva empezó a correr por la pantalla como una cinta magnética por una grabadora. D’Agosta oyó los movimientos en sordina de quien, al parecer, transportaba la cámara en la oscuridad; después, el suave clic de la luz de la cámara al encenderse y un chirrido, como si la depositase en algún sitio (a menos que fuera el objetivo al ser introducido entre dos barrotes, o por un agujero). Nora habló una vez, y luego otra. Justo después se oía el ruido. ¿Chirrido? ¿Roce? Demasiado débil, y con demasiado siseo de fondo, para identificarlo.
—¿Lo podría resaltar? —preguntó D’Agosta—. ¿Aislarlo?
—Voy a añadir unos parámetros de ecualización a la señal.
Se abrieron más ventanas, con gráficos de aspecto complicado que Loader arrastró a la onda sonora. Después reprodujo otra vez el archivo de audio. Estaba más claro, pero no lo bastante.
—Voy a aplicar un filtro de pared. De paso alto, para eliminar las bajas frecuencias.
Más clics y ajustes con el ratón, hasta que Loader reprodujo una vez más la onda sonora.
—Es un sonido animal —concluyó D’Agosta—. Un animal degollado.
—Pues la verdad es que yo no lo oigo —observó Chislett.
—¿Ah no? —D’Agosta se giró hacia Loader—. ¿Y usted?
El técnico se rascó la mejilla con cierto nerviosismo.
—No sabría decirlo. —Abrió otra ventana—. Según este analizador de espectro, hay una mezcla de frecuencias muy altas, algunas demasiado para que las perciba el oído humano. Yo diría que es una bisagra vieja que chirría.
—¡Venga ya!
—Con todo respeto… —empezó a decir Loader.
—Con todo respeto, es el grito de un animal. El sótano es viejo y tosco. ¿Saben qué les digo? Que este vídeo viene de la Ville. Tenemos que ir a registrarla. Ahora mismo. —Se dio la vuelta y miró agresivamente a Chislett—. ¿Verdad, señor?
—Teniente —dijo Chislett, como la viva encarnación de la serenidad y el raciocinio—, confunde usted la situación más que esclarecerla. La cinta no contiene ni una sola indicación sobre su procedencia. El ruido podría ser infinidad de cosas.
«Confundir más que esclarecer. Indicación sobre su procedencia.» Típico del pretencioso de Chislett: convertir una simple reunión en un concurso de vocabulario. D’Agosta intentó no perder los estribos.
—¿Sabe que esta noche hay una manifestación contra la Ville?
—Sí, pero está autorizada. Es totalmente legal. Esta vez mandaremos muchos hombres y mantendremos el orden.
—¿Ah sí? Eso nunca se sabe. Como se descontrole la manifestación, los de la Ville podrían asustarse, y matar a Nora. Tenemos que hacer una incursión ahora mismo, antes de la manifestación. Aprovechar el factor sorpresa para entrar rápidamente y llevárnosla.
—¿Me ha escuchado, teniente? ¿Dónde están las pruebas? Ningún juez nos autorizaría a entrar sólo por este ruido, aunque realmente fuera un animal. Ya lo sabe. Sobre todo… —Aspiró por la nariz— después de cómo registró la oficina de Kline.
D’Agosta se irguió. Ahora sí que sentía romperse el dique y derramarse su rabia y frustración. Pero le daba igual.
—Mírales —dijo en voz alta—, aquí con sus aparatitos.
Todos interrumpieron su trabajo para mirarle.
—Mientras ustedes pierden el tiempo con sus juguetitos, han secuestrado a una mujer y han asesinado a dos periodistas y un funcionario de vivienda. Lo que hace falta es entrar con varios grupos de asalto a la vez, a ver si se enteran los muy desgraciados.
—Teniente —dijo Chislett—, le convendría controlar sus emociones. Todos somos muy conscientes de la situación, y hacemos todo lo posible.
—Ni pienso controlarme ni ustedes hacen nada.
D’Agosta dio media vuelta y salió de la sala, hecho una furia.