Alexander Esteban eligió un lugar discreto en torno a la gran mesa de formica de la sórdida «sala de juntas» de Humans for Other Animals, en la calle Catorce Oeste. Era una mañana despejada de otoño, pero poco sol entraba por la única y sucia ventana de la sala, que daba a un patio de luces. Tras cruzarse de brazos, vio sentarse a los otros miembros de la directiva, con chirridos de sillas, murmullos de saludo y ruido de BlackBerries e iPhones. Un olor a Cinnamon Dolce Lattes y Pumpkin Spice Frappuccino Crèmes de Starbucks llenó la habitación mientras todos depositaban en la mesa sus vasos de café de tamaño Venti.
El último en llegar fue Rich Plock, con tres acompañantes a quienes Esteban no conocía. Se apostó al fondo de la sala y cruzó los brazos para disimular el bulto de un barrigón como de embarazada, bajo un traje que le sentaba mal. Rojo y sudoroso por debajo de sus gafas de aviador, se embarcó inmediatamente en un discurso, con su voz aguda y presuntuosa.
—Señoras y señores de la directiva, tengo el placer de presentarles a tres invitados muy especiales: Miles Mondello, presidente de The Green Brigade, Lucinda Long-Pierson, presidenta de Vegan Army, y Morrys Wyland, director de Animal Amnesty.
Los tres miraban a Esteban como salidos de un casting: idealistas furibundos y estereotipados, que buscaban ansiosos una causa y no se enteraban absolutamente de nada.
—Son las tres organizaciones que patrocinan la manifestación de esta tarde junto con HOA. Démosles la bienvenida a nuestra reunión.
Aplausos.
—Siéntense todos, por favor. Se abre la sesión especial de la directiva de HOA.
Susurro de papeles, muchos sorbos de café y aparición de bolígrafos, libretas y portátiles. Se verificó que hubiera quórum. Esteban, mientras tanto, esperaba.
—Hay un solo tema en el orden del día: la manifestación de esta noche. Además de las organizaciones fundadoras, se han añadido veintiún grupos más. Efectivamente, señoras y señores, han oído bien: ¡veintiuno! —Plock miró a su alrededor, eufórico—. La respuesta ha sido increíble. Esperamos a unas tres mil personas, pero sigo en contacto con otras organizaciones interesadas y al final puede que sean más. Muchas más. —Sacó un fajo de papeles de una carpeta y empezó a repartirlos—. Aquí están los detalles. El grupito de distracción se reunirá en los campos de béisbol. Otros grupos, todos listados en este papel, se congregarán en el campo de fútbol, el parque que hay al lado de la calle Doscientos dieciocho Oeste, el paseo y varios puntos de la zona. Ya saben que he conseguido que se autorice la manifestación. Es la única manera de que nos dejen acercarnos a la Ville.
Un murmullo y asentimientos con la cabeza.
—Pero claro, en el Ayuntamiento no tienen la menor idea de lo grande que será el grupo que se forme en el norte. Ya me he encargado yo de ello.
Algunas risitas cómplices.
—¡Porque esto, señoras y señores, es una emergencia! Estos enfermos, estos depravados, okupas en nuestra ciudad, no sólo matan animales, sino que es evidente que también están detrás del brutal asesinato de Martin Wartek. Son responsables del asesinato de dos periodistas, Smithback y Kidd, y del secuestro de la mujer de Smithback. ¿Y qué hace el gobierno municipal? Nada. ¡Absolutamente nada! De nosotros depende actuar. Por eso esta tarde, a las seis, entraremos. Acabaremos de una vez con todo esto. ¡Ahora!
Plock sudaba. Tenía voz de pito y una presencia física sin empaque, pero también el carisma de la convicción sincera, de la pasión y del auténtico coraje. Esteban estaba impresionado.
—El plan detallado de la manifestación lo tienen en las hojas. Guárdenlas con cuidado. Sería un desastre que una de ellas llegase a manos de la policía. ¡Váyanse a casa y empiecen a llamar por teléfono, mandar e-mails y organizar! Tenemos el tiempo justo. Nos reuniremos a las seis, y a las seis y media nos pondremos en marcha. —Plock miró a su alrededor—. ¿Alguna pregunta?
Nadie tenía nada que preguntar. Esteban carraspeó y levantó el dedo.
—Dime, Alexander.
—No acabo de entenderlo. ¿Pensáis realmente entrar en la Ville?
—Exacto. Vamos a acabar de una vez con todo esto.
Esteban asintió, pensativo.
—Aquí no pone qué pensáis hacer una vez dentro.
—Nos meteremos en el recinto y soltaremos a los animales. También expulsaremos a los okupas. Está todo previsto en el plan.
—Ya. Es verdad que están matando (torturando) animales a sangre fría, claro; probablemente lo hagan desde hace años, pero pensad un poco. Lo más probable es que vayan armados. Ya sabemos que han asesinado como mínimo a tres personas.
—Si optan por el camino de la violencia, les pagaremos con su propia moneda.
—¿Pensáis ir armados?
Plock se cruzó de brazos.
—Digámoslo de esta manera: no se disuadirá a nadie de actuar en defensa propia, con todos los medios que traiga consigo.
—En otras palabras —dijo Esteban—, aconsejas que la gente acuda armada.
—Yo no aconsejo nada, Alexander. Me limito a exponer un hecho: está claro que la violencia entra dentro de las posibilidades, y todo el mundo tiene derecho a defenderse.
—Ya. ¿Y la policía? ¿Cómo solucionaréis eso?
—Por eso quedamos en varios sitios y convergemos desde varios puntos, como un pulpo. Antes de que se den cuenta estarán superados. Seremos miles, moviéndonos todos a la vez por el bosque. ¿Cómo nos pararán? No pueden montar barricadas ni cerrarnos el paso. El único acceso rodado lo tienen por un solo camino, que estará a rebosar de manifestantes.
Esteban cambió incómodamente de postura.
—Oye, no me interpretes mal; estoy en contra de la Ville, lo sabes desde el principio. Son despreciables, inhumanos. Mira lo que le ha pasado al pobre Fearing: primero le comen el coco para que mate y luego le pegan un tiro en la cabeza, probablemente los de la propia Ville, mientras intentaba volver justamente con los sádicos que empezaron convirtiéndole en un zombi. Si le han podido hacer eso a Fearing, es que se lo pueden hacer a cualquiera. Ahora bien, si entráis así, de una manera tan incontrolada, podría haber heridos, y hasta muertos. ¿Os lo habéis planteado?
—Muertos ya los ha habido, y animales no digamos: cientos, puede que hasta miles, degollados de la manera más horrible. No señor. Esto se acaba hoy mismo, esta tarde.
—No sé si estoy preparado —dijo Esteban—. Es una medida muy radical.
—Alexander, nos alegramos mucho de que te hayas unido a la organización. Nos llena de satisfacción tu interés por nuestra labor. Nos alegramos mucho al elegirte como miembro de la directiva. Tu generosidad económica se valora mucho, y tu relieve público también. Ahora bien, personalmente estoy convencido de que a cualquier hombre o mujer le llega la hora de tomar partido. Ya no basta con hablar. Ha llegado esa hora.
—Y después de entrar en la Ville —insistió Esteban—, y de soltar a los animales… ¿qué?
—Pues eso, lo que he dicho: expulsamos a los asesinos de animales. Adonde vayan ya es cosa suya.
—¿Y luego?
—Luego lo incendiamos todo para que no puedan volver.
Esteban sacudió despacio la cabeza.
—Con miles de personas apretujándose fuera y dentro de la Ville, y sin acceso para los bomberos, cualquier incendio que iniciéis podría causar decenas de muertos. Aquello es una ratonera. No sólo podríais matarles a ellos, sino a los vuestros.
Un silencio incómodo.
—Yo lo del fuego no os lo aconsejo para nada. Al contrario: encargaría a unos cuantos manifestantes que vigilasen que no haya incendios, justamente para evitar esa posibilidad. ¿Y si los habitantes de la Ville son como los locos de Waco y lo incendian todo ellos mismos, con vosotros dentro?
Otra pausa.
—Gracias, Alexander —intervino Plock—. Tengo que reconocer que me has convencido. Retiro lo dicho sobre el fuego. Lo derribaremos con nuestras propias manos. El objetivo es que quede inhabitable.
Murmullos de asentimiento.
Esteban frunció el ceño y sacudió la cabeza.
—Sigo sin poder respaldarlo. Soy un personaje conocido, con una reputación que mantener. Lo siento, pero no puedo dejar que se me relacione con un ataque así.
Movimiento de sillas y un ligero siseo.
—Lógicamente estás en tu derecho, Alexander —dijo Plock con frialdad—. Y debo decir que no me sorprende del todo, por cómo nos echaste un jarro de agua fría en nuestro anterior enfrentamiento con la Ville. ¿Hay alguien más que quiera abandonar el barco con el señor Esteban?
Esteban miró a su alrededor. Nadie más se movió. En sus miradas se leía falta de respeto, y hasta burla, tal vez.
Se levantó y salió.