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Eran las cuatro de la madrugada cuando D’Agosta y Pendergast llegaron a la sala de espera del anexo del depósito de cadáveres. Ya les esperaba el doctor Beckstein, hecho unas castañuelas, curiosamente; a menos, pensó D’Agosta, que sólo fuera la costumbre de quedarse en el depósito hasta altas horas de la noche. El, por su parte, estaba hecho una birria; de lo único que tenía ganas era de irse a su casa y meterse en la cama.

Pero era lo último que podía hacer. Se había precipitado todo tanto, que casi no podía procesarlo. De todos los últimos sucesos, el peor, con diferencia (al menos para él), era el secuestro de Nora Kelly, de cuyo paradero no se tenía el menor indicio. Al policía que tenía la misión de protegerla le habían puesto droga en el café y le habían encerrado inconsciente en el lavabo de Nora. D’Agosta le había vuelto a fallar.

Y ahora aquello.

—Bueno, bueno, señores —dijo Beckstein, enfundándose unos guantes—, esto se pone cada vez más misterioso. Ustedes mismos, por favor.

Señaló con la cabeza el dispensador de al lado.

D’Agosta se abrochó la bata, se puso una mascarilla y un gorro médicos y se cubrió las manos con guantes. Cuanto más intentaba hacer de tripas corazón ante el suplicio que se avecinaba, más crecía su angustia. En el mejor de los casos, ver muertos en el depósito era un mal trago. Por algún motivo, la combinación de carne muerta y fría, las luces de hospital y el brillo del acero le formaban un nudo en el estómago. ¿Cómo reaccionaría a un caso así, en que las descripciones del cadáver cuando aún caminaba ya eran suficientes para dar arcadas a cualquiera? Miró a Pendergast, que ahora que iba de verde y blanco tenía más aspecto de huésped del depósito que de visitante. Estaba en su ambiente.

—Doctor, antes de entrar… —D’Agosta intentó conservar la naturalidad—, tengo un par de preguntas.

—No faltaba más —dijo Beckstein, parándose.

—El cadáver lo han encontrado en Inwood Hill Park, ¿no? Bastante cerca de la Ville.

Beckstein asintió.

—Lo han descubierto dos adolescentes.

—¿Y está seguro de la identificación de la víctima? ¿De que es el cadáver de Colin Fearing?

—Razonablemente seguro. Lo ha identificado sin vacilar el portero del edificio de Fearing, a quien considero un testigo creíble. También han identificado el cadáver dos inquilinos que conocían bien a Fearing. El tatuaje y la marca de nacimiento están en el lugar correcto. Hemos encargado pruebas de ADN, para estar seguros, pero yo me jugaría mi puesto a que es Colin Fearing.

—¿Y el primer cadáver, el que se suicidó tirándose del puente? ¿El que identificó el doctor Heffler como Fearing? ¿Cómo es posible?

Beckstein carraspeó.

—Por lo visto el doctor Heffler cometió un error; un error comprensible, dadas las circunstancias —se apresuró a añadir—. Está claro que yo también habría aceptado como definitiva la identificación de una hermana.

—Intrigante —murmuró Pendergast.

—¿El qué? —preguntó D’Agosta.

—Se pregunta uno a qué cadáver le hizo realmente la autopsia el doctor Heffler…

—Sí.

—Tampoco es tan excepcional que se cometan errores de identificación —observó Beckstein—. Yo he visto varios. Si sumamos la pena y la impresión de los seres queridos a los cambios inevitables que provoca la muerte en el cuerpo, sobre todo la inmersión en agua o la descomposición bajo un sol intenso…

—Claro, claro —se apresuró a decir D’Agosta—, pero es que en este caso las pruebas externas hacen sospechar un engaño. Encima el doctor Heffler también se descuidó al determinar la identidad de la hermana.

—Errar es humano —dijo Beckstein con poca convicción.

—Yo he observado que la arrogancia, de cuya falta no adolece el doctor Heffler —declaró Pendergast—, es el estiércol ideal para abonar las viñas del error.

D’Agosta aún estaba analizando la última frase cuando Beckstein les hizo señas de que le siguieran a la sala de autopsias. Dentro, el cadáver de Fearing estaba tendido sobre una camilla, bajo una luz cruda. El alivio de D’Agosta fue inmenso al descubrir que lo tapaba un plástico blanco.

—Aún no he empezado a trabajar —dijo Beckstein—. Estamos esperando a que lleguen un patólogo y un celador. Disculpen el retraso.

—No se preocupe —lo tranquilizó D’Agosta, con cierta prisa—. Le agradecemos que haya sido tan rápido. El cadáver no lo han traído hasta medianoche, ¿verdad?

—Correcto. Ya he hecho los preliminares, y el cadáver presenta algunas… curiosidades. —Beckstein tocó una esquina del plástico—. ¿Puedo?

«Curiosidades.» D’Agosta ya se las imaginaba.

—Pues…

—¡Con mucho gusto! —exclamó Pendergast.

D’Agosta sacó fuerzas de flaqueza, respirando por la boca y desenfocando la vista. Iba a ser espantoso: un cadáver ennegrecido e hinchado, con la carne cayendo de los huesos, la grasa derritiéndose y los fluidos escurriéndose… ¡Cómo odiaba los cadáveres, por Dios!

Beckstein hizo crujir el plástico al apartar de golpe la cubierta.

—Aquí lo tienen —dijo.

D’Agosta se obligó a mirarlo. Y se quedó perplejo.

Era el cuerpo de una persona normal y corriente, limpio, pulcro y tan fresco que podría haber estado durmiendo. Tenía la cara recién afeitada y el pelo engominado. El único indicio de que estaba muerto era una herida grave de bala encima de la oreja derecha, y algunas ramas y hojas pegadas a la gomina cerca de la nuca.

Al mirar a Pendergast, D’Agosta vio que el agente del FBI compartía su estupefacción.

—¡Vaya! —dijo, aliviado—. Para que luego hable de zombis y muertos vivientes, Pendergast. Siempre le he dicho que todo eran patrañas inventadas por la Ville. Seguro que le ha pegado un tiro algún atracador cuando volvía de pasarse la noche haciendo el zombi.

Pendergast no dijo nada. Se limitó a observar el cadáver con un brillo en sus ojos plateados.

D’Agosta se volvió hacia Beckstein.

—¿Sabe la hora de la muerte?

—Según la sonda anal, cuando lo han encontrado en Inwood Hill Park llevaba muerto unas dos horas y media. Contando que lo han descubierto sobre las once, la hora de defunción aproximada serían las ocho y media.

—¿Causa de la muerte?

—Con toda probabilidad, la herida de bala que tanto destaca sobre la oreja derecha.

D’Agosta aguzó la vista.

—No hay orificio de salida. Parece del veintidós.

—Creo que sí. Naturalmente, no estaremos seguros hasta que lo abramos. Mi examen preliminar indica que le dispararon por la espalda a bocajarro. No hay señales de resistencia ni de coacción; tampoco se aprecian morados, rasguños ni marcas de cuerdas.

D’Agosta se dio la vuelta.

—¿Qué me dice, Pendergast? Ni vudú ni obeah; sólo un disparo de mierda, como la mitad de los asesinatos de esta ciudad. Doctor Beckstein, ¿le mataron in situ, o trasladaron el cadáver?

—Sobre eso no tengo ningún dato, teniente. Los de urgencias llevaron enseguida el cadáver al hospital. Aún estaba caliente, y no se anduvieron con hipótesis.

—Normal. Tendremos que consultar a la brigada científica cuando termine. —A D’Agosta le resultaba imposible disimular el tono victorioso—. Yo tengo bastante claro que todo esto han sido paparruchas montadas por los hijos de puta de la Ville para asustar a la gente y que no se acerque.

—¿Ha mencionado usted curiosidades? —le preguntó Pendergast a Beckstein.

—Sí. La primera es posible que les suene.

Beckstein cogió un depresor de un bote, rompió el envoltorio estéril y abrió la boca del cadáver. Dentro había una pequeña bola de plumas y pelo, clavada a la lengua. Coincidía prácticamente en todo con la de la boca de Bill Smithback.

D’Agosta se lo quedó mirando con incredulidad.

—También había algo más. Necesitaré que me ayuden a darle la vuelta al cadáver. ¿Teniente?

Enormemente a su pesar, D’Agosta ayudó a Beckstein a poner el cadáver boca abajo. Debajo de los omoplatos, en gruesas líneas de rotulador permanente, había un dibujo complejo y estilizado de dos serpientes rodeadas por estrellas, equis y flechas, y cajas en forma de ataúd. La base de la espalda presentaba un extraño y delicado dibujo de una planta.

D’Agosta tragó saliva. Reconocía los dibujos.

Vévé —murmuró Pendergast—, parecido a lo que vimos en la pared del apartamento de Smithback. Qué raro…

Se calló.

—¿El qué? —preguntó enseguida D’Agosta.

En vez de contestar directamente, Pendergast meneó despacio la cabeza.

—Me gustaría que lo viera monsieur Bertin —murmuró, antes de incorporarse—. Querido Vincent, dudo que a este buen hombre le «pegase un tiro algún atracador», por usar sus palabras. Fue un asesinato premeditado, a modo de ejecución, al servicio de un objetivo muy concreto.

D’Agosta se quedó mirando a Pendergast, hasta fijar la vista otra vez en el cadáver de la mesa.