51

Sentado en las gradas del campo de béisbol, Kenny Roybal, que ya pasaba de ir al instituto, limpió rápidamente la hierba, le pasó los dedos para quitar las semillas y enrolló el resto para hacerse un porro de campeonato, que encendió y aspiró profundamente, previo paso a entregárselo a su amigo Rocky Martinelli.

—El año que viene —dijo Martinelli al coger el porro, señalando con la cabeza el prado que había al otro lado de la oscuridad del campo de béisbol— cogeremos la maría que crece allá al fondo.

—Vale —dijo Roybal, exhalando de golpe—. También es de primera.

—Anda que no.

—Te flipas, tío.

—Te flipas.

Roybal dio otra calada, pasó el porro y expulsó ruidosamente el humo. Esperó a que Martinelli hiciera lo mismo, con un chisporroteo y una punta de luz que se apagó enseguida, tras pintar de naranja su cara alargada de tonto. Roybal volvió a coger el porro, sacudió la ceniza con cuidado y rehízo la punta. Justo cuando lo iba a encender otra vez, vio a la luz del crepúsculo que al aparcamiento del fondo llegaba un coche patrulla, preciso y elegante como un tiburón.

—Ojo, la pasma.

Saltó detrás de la grada, seguido por Martinelli. Miraron a través de los puntales de metal y madera. El coche de la pasma frenó. Empezó a girar un foco, cuya luz recorrió los campos de béisbol.

—¿Qué hacen?

—Y yo qué coño sé.

Esperaron en cuclillas, mientras la luz se deslizaba lentamente por las gradas y parecía vacilar al pasar sobre ellos.

—No te muevas —dijo la voz grave de Roybal.

—Si yo no me muevo.

La luz se alejó. Luego volvió despacio, brillando cegadora a través de la grada. ¿Les verían los polis allá atrás, en cuclillas? Roybal lo dudaba, pero en todo caso demostraban un interés inusual por las gradas.

Oyó un gruñido: el jodido de Martinelli, que corría por el campo de béisbol como un gilipollas hasta salir al campo e ir hacia el bosque. La luz dio un salto y le enfocó.

—¡Mierda!

Roybal salió corriendo tras él. Ahora tenía la luz encima. Era como si corriese para pillar su propia sombra. Saltó por encima de la tela metálica, cruzó el campo y se metió en el bosque, siguiendo la silueta borrosa de Martinelli.

Corrieron y corrieron sin parar, hasta agotar sus fuerzas. Al final Martinelli se quedó sin fuelle y se dejó caer jadeando contra un tronco. Roybal se derrumbó a su lado, respirando a bocanadas.

—¿Vienen? —preguntó finalmente Martinelli, sin aliento.

—Tampoco hacía falta que te diera el yuyu, tío —contestó Roybal—. Si no hubieras saltado el poli no nos habría visto.

—Ya nos había visto.

Roybal miró la pared de árboles, pero no veía nada. Martinelli había corrido mucho. Palpó el bolsillo de su camisa. Estaba vacío.

—Por tu culpa se me ha caído el peta.

—Tío, en serio, que nos pelaban.

Roybal escupió. No valía la pena discutir. Se sacó del bolsillo el papel Zig-Zag, y el resto del chocolate. Pegó dos papeles y echó un poco de maría en el surco.

—No veo una mierda, tío.

A pesar de todo, la luna se filtraba entre los árboles para poder quitar un par de semillas, enrollar el porro, encenderlo y fumar. Lo acaparó un momento, espiró, dio otra calada, se quedó un buen rato el humo, volvió a espirar y lo pasó. Empezó a reírse, jadeando.

—Jo, tío, has salido disparado como si fueras un conejo y te persiguieran los perros.

—Nos había visto la poli, tío. —Martinelli cogió el porro y miró a su alrededor—. ¿Sabes qué? Que aquí cerca está aquel sitio de friquis, la Ville.

—Qué va, tío. Eso queda al otro lado.

—¡Tú flipas, tío! Está bajando hacia el río.

—¿Y qué pasa, que te vas a pegar otra carrera? ¡Uuuu, que vienen los zombis! —Roybal movió las manos sobre la cabeza—. ¡Cerebros! ¡Cereeebros!

—Cállate, joder.

Se pasaron el porro en silencio, hasta que Roybal lo apagó con cuidado y lo guardó en una cajita de pastillas para la tos. De repente flotaron en la oscuridad las notas en sordina de Smack my Bitch Up.

—Fijo que es tu madre —dijo Roybal.

Martinelli sacó de su bolsillo el teléfono móvil, que sonaba.

—No te pongas.

—Es que si no me pongo se raya.

—Qué jodido, tío.

—¿Diga? Sí. Vale.

Roybal escuchó la conversación de mal humor. Él ya se había ido de casa y tenía choza propia. Martinelli aún vivía con su madre.

—No, estoy en el anexo de la biblioteca, estudiando con Kenny para el examen de trigo… Ya tendré cuidado… Aquí dentro no hay ladrones… ¡Pero mamá, que sólo son las once!

Cerró el teléfono.

—Tengo que irme a casa.

—¡Si no es ni medianoche! Mal rollo, tío.

Martinelli se levantó, seguido por Roybal, que ya tenía calambres en las piernas por la tontería de echarse a correr. Martinelli se metió otra vez entre los árboles, a paso rápido. Estaba tan oscuro que casi no se le veían las piernas larguiruchas. Poco después se paró.

—No me suena este árbol caído —dijo.

—¿Cómo quieres que te suene algo? Ibas que te las pelabas.

Roybal volvía a jadear.

—Me acordaría de haber saltado por encima o algo.

—Tú sigue.

Roybal le empujó por detrás.

Llegaron a otro árbol caído. Martinelli se volvió a parar.

—Ahora sé de fijo que no hemos venido por aquí.

—Tú sigue y calla.

Martinelli no se movió.

—¿A qué huele? ¿Qué pasa, tío, que te has tirado un cacho pedo?

Roybal aspiró ruidosamente. Miró a su alrededor, pero estaba demasiado oscuro para ver bien el suelo.

—Voy yo delante. —Al pasar por encima del tronco, se le hundió el pie en algo firme, pero flexible—. ¿Qué coño pasa?

Levantó el pie y se agachó a mirar.

—¡Mierda! —gritó, echándose hacia atrás—. ¡Un cadáver! ¡Me cago en la puta! ¡Acabo de pisar un cadáver!

Miraron los dos. Una franja de luz de luna iluminaba una cara, pálida, destrozada, ensangrentada, con ojos vidriosos que miraban fijamente sin ver.

Martinelli tosió.

—¡Dios!

—¡Llama al 901!

Mientras retrocedía, Martinelli sacó el móvil y marcó como un poseso.

—¡No me lo puedo creer! ¡Es un cadáver!

—¿Oiga? ¿Oi…?

De repente Martinelli se dobló y vomitó sobre el teléfono.

—¡Mierda, tío…!

Siguió vomitando, mientras se le caía el móvil al suelo, pegajoso de vómito.

—¡Ponte otra vez!

Más vomitera.

Roybal retrocedió otro paso. Increíblemente, oyó salir por el teléfono una voz aguda.

—¿Quién es? —preguntaba—. ¿Eres tú, Rocky? ¡Rocky! ¿Estás bien?

Vómito y más vómito. La mirada de Roybal se posó otra vez en el cadáver, que estaba de lado, contraído, con un brazo hacia arriba, lívido y andrajoso a la luz de la luna. Qué mal rollo. Después se dio la vuelta y corrió entre los árboles: lejos, lejos, lejos, lejos…