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Entraba y salía lentamente de sueños oscuros. Dormía, se despertaba a medias y volvía a dormirse. Al final recuperó del todo la conciencia. La oscuridad era absoluta. Olía a moho y piedra húmeda. Se quedó tumbada, en un estado de confusión. Luego se acordó de todo y gimió de miedo. Sus manos palparon paja húmeda sobre un frío suelo de cemento. Cuando intentó levantarse, su cabeza protestó con fuerza. Se estiró otra vez, víctima de un ataque de náuseas.

Resistió el impulso de gritar, hasta que lo venció. Al cabo de un momento hizo otra tentativa de sentarse, más despacio, y esta vez lo logró. ¡Qué debilidad, por Dios! No había luz, nada, sólo oscuridad. Le dolía el brazo donde había tenido la vía para el suero. No le habían vendado la zona del pinchazo.

Al final comprendió que la habían secuestrado en la habitación del hospital. ¿Quién? Al hombre con uniforme de camillero no le conocía. ¿Qué había sido del poli que vigilaba la puerta?

Consiguió levantarse. Tendiendo los brazos, arrastró cautelosamente los pies hasta tocar algo con las manos: una pared húmeda y pegajosa. La palpó. Estaba hecha de piedras bastas y mortero, y tenía una capa de polvo, por eflorescencia. Debía de estar en algún sótano.

Empezó a deslizarse a tientas junto a la pared, sin despegar los pies del suelo desnudo, sin más obstáculos que los montones de paja. Llegó a un rincón y siguió caminando, a la vez que calculaba la distancia en pies. En otros diez llegó a un receso en la pared, que siguió hasta chocar con el bastidor de una puerta y después con la puerta misma. Madera. La palpó hacia arriba y hacia abajo. Madera con bandas de hierro y remaches.

Había un resquicio por el que penetraba un residuo de luz. Pegó el ojo, pero el machihembrado frustró sus esfuerzos por ver a través.

Levantó un puño, vaciló y al final dio un porrazo en la puerta. Luego otro. Se oyeron los ecos de los golpes. Tras un largo silencio, ruido de pasos que se aproximaban. Acercó el oído a la puerta, para escuchar.

De pronto se oyó un ruido sobre su cabeza, como si estuvieran rascando. Justo cuando levantaba la vista, se encendió una luz cegadora. Se tapó los ojos por instinto y retrocedió. Después se volvió, entornando los ojos casi hasta cerrarlos. Al cabo de un buen rato empezó a acostumbrarse a la luz y miró otra vez.

—Ayúdeme —logró decir con voz ronca.

No hubo respuesta.

Tragó saliva.

—¿Qué quieren?

Tampoco. Pero sí un ruido: un zumbido profundo y regular. Miró la fuente de luz, y esta vez distinguió una pequeña rendija rectangular en lo alto de la puerta. Era por donde entraba la luz. Y también algo más: el objetivo de una cámara de vídeo, grueso y abultado, que la enfocaba, metido por la rendija.

—¿Quién… es? —preguntó.

Sacaron de golpe el objetivo. Dejó de oírse el zumbido. Y una voz grave, aterciopelada, contestó:

—No vivirás bastante para que tenga alguna importancia mi nombre.

Después la luz se apagó, la rendija se cerró con fuerza y Nora volvió a quedarse a oscuras.