Nora Kelly abrió los ojos. Al principio no entendía dónde estaba, pero se acordó de golpe: olor de alcohol para friegas y comida mala, pitidos y murmullos, sirenas a lo lejos… El hospital. Todavía.
Siguió acostada, con dolor de cabeza. El gotero, colgado en su percha al lado de la cama, oscilaba bajo la intensa luz de la luna, chirriando como un letrero oxidado al viento. ¿Lo había hecho moverse ella? Tal vez el choque de una enfermera, que acababa de pasar a comprobar su estado y administrarle más tranquilizantes, que Nora insistía en que no necesitaba… A menos que hubiese entrado el policía apostado en la puerta por D’Agosta.
La botella de suero se balanceaba y chirriaba sin parar.
Poco a poco empezó a sentirse extrañamente ajena a todo. El cansancio era mayor de lo que pensaba. También podían ser los efectos secundarios de la segunda conmoción cerebral.
La conmoción… Mejor no pensar en ella, porque sería recordar su causa: el piso a oscuras, la ventana abierta y…
Sacudió la cabeza, suavemente; luego apretó los párpados y empezó a respirar hondo, para limpiarse por dentro. Al recuperar la calma, abrió los ojos y miró a su alrededor. Se encontraba en la misma habitación doble que en los últimos tres días, en la cama más próxima a la ventana. La persiana estaba cerrada, y la cortina de la cama más cercana a la puerta corrida.
Se giró para fijarse en la cortina. Veía la silueta del paciente que dormía dentro, recortada contra el resplandor que se filtraba del lavabo. Pero ¿era realmente una silueta humana? Al quedarse dormida, ¿no estaba vacía la cama de al lado? En las tres noches que llevaba allá (sólo para observación, como no se cansaban de decir los médicos, prometiéndole el alta para el día siguiente), aquella cama siempre había estado vacía.
Empezó a apoderarse de ella una horrible sensación de déjà vu. Aguzando el oído, distinguió a duras penas la respiración, un tenue, irregular suspiro. Volvió a mirar a su alrededor. Veía rara toda la habitación, sin los ángulos correctos; la tele apagada de encima de la cama tenía las líneas torcidas de una película expresionista alemana.
«Será que aún duermo —pensó—. Sólo es un sueño.» Tenía la impresión de estar sumida en el sopor de un paisaje onírico, que la envolvía en su abrazo vaporoso.
La silueta salió de su inmovilidad. Se oyó un suspiro. Un vago ruido de mucosidades. Después se levantó despacio un brazo, cuyo contorno se imprimió en la cortina. Nora se aferró a la sábana con un escalofrío de terror, intentando apartarse, pero se sentía tan débil…
La cortina se descorrió con pavorosa lentitud, mientras las anillas de metal chirriaban un poco contra el frío acero de la barra: «Iiiii…». Paralizada de miedo, Nora vio surgir la oscura silueta de una persona, primero en la penumbra… y después a la luz de la luna.
Bill.
La misma cara abotargada, el mismo pelo apelmazado, los mismos ojos amoratados y abolsados, los mismos labios grises… La misma sangre seca, tierra, putrefacción. Nora no podía moverse. No podía gritar. Sólo podía quedarse tumbada, asistiendo con los ojos muy abiertos a la pesadilla que pondría fin a todas sus pesadillas.
La figura bajó de la cama y se levantó, mirándola. Bill… pero que no era Bill; vivo, pero muerto. Dio un paso. Se le abrió la boca. Dentro había gusanos. Levantó una mano como una garra de uñas largas y agrietadas, a la vez que inclinaba lentamente hacia ella la cabeza… para besarla…
Se incorporó gritando en la cama.
Al principio se quedó muy quieta, temblando de terror, hasta que se dio cuenta con alivio de que en realidad era un sueño; igual que el anterior, pero peor.
Volvió a acostarse, sudada de los pies a la cabeza, mientras el corazón se le tranquilizaba y sentía remitir la pesadilla como una marea. La botella de suero no se balanceaba. El televisor presentaba un aspecto normal. La habitación estaba oscura, sin la luz de la luna. La cortina estaba corrida alrededor de la otra cama, pero no se oía ninguna respiración. La cama estaba vacía.
¿O no?
Miró fijamente la cortina. Oscilaba muy ligeramente. Era una cortina opaca, que impedía ver el otro lado.
Hizo un esfuerzo de relajación. Pues claro que no había nadie. Sólo era un sueño. Además, D’Agosta le había dicho que siempre tendría la habitación para ella sola. Cerró los ojos, pero no lograba conciliar el sueño. En el fondo tampoco quería conciliarlo. Había sido una pesadilla tan horrible, que le daba miedo dormirse.
Era una tontería. A pesar de su estancia forzosa en el hospital, el sueño se le resistía, y tenía una necesidad imperiosa de descanso.
Cerró los ojos. Sin embargo, se sentía tan despierta que casi no podía cerrar los párpados. Pasó un minuto. Dos.
Volvió a abrir los ojos, suspirando irritada, y una vez más, contra su voluntad, se le desvió la mirada hacia la cama adyacente. Volvían a moverse, muy poco, las cortinas.
Suspiró. Su imaginación hiperactiva desbarraba. Lo cual, por otro lado, no era de extrañar, tras una pesadilla así…
Pero ¿se había dormido con la cortina corrida?
No podía estar segura. Cuanto más reflexionaba, sin embargo, más se convencía de que estaba abierta. Claro que entonces estaba aturdida, en plena conmoción. ¿Cómo fiarse de su memoria? Se giró para mirar con tesón la pared del fondo. Luego intentó cerrar los ojos otra vez.
Una vez más, contra su voluntad, dejó que su vista se arrastrara hacia la cortina cerrada, que seguía oscilando suavemente. Eran simples corrientes, el aire acondicionado; una brisa demasiado leve para que ella la notara, pero no para agitar las cortinas.
¿Por qué estaba corrida la cortina? ¿La habían corrido mientras dormía?
Se incorporó de golpe, provocando una punzada de dolor en su cabeza. Era absurdo darle tantas vueltas, cuando una simple acción resolvería el problema de una vez por todas. Bajó los pies al suelo y se levantó, con la precaución de no enroscar el tubo del suero. Dos pasos rápidos y una mano tendida que cogió la cortina… y vaciló. De repente el corazón se le aceleraba debido al miedo.
—Pero Nora —dijo en voz alta—, no seas tan cobarde.
Dio un estirón a la cortina.
En la cama había un hombre completamente inmóvil. Llevaba un uniforme blanco almidonado de camillero. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y un tobillo encima del otro. Podría haber pasado por una momia egipcia, si no fuese porque tenía los ojos muy abiertos, reflejando la luz. Mirándola a ella de hito en hito. Jugando con ella.
Durante aquel momento de miedo paralizador, la figura saltó como un gato, le puso una mano en la boca, la obligó a tumbarse y la sujetó.
Nora se resistía; daba patadas e intentaba gritar, pero él era muy fuerte y la tenía prisionera. La obligó a girar la cabeza. Nora vio que tenía en la otra mano una jeringuilla de cristal, con una aguja hipodérmica de acero, larga y de aspecto cruel, y una gota de líquido temblando en la punta. Bastó un raudo movimiento para que sintiese que se le clavaba en lo más profundo del muslo.
Con qué fuerza intentó resistirse, moverse, gritar… Pero la parálisis la ceñía como un súcubo, sin que esta vez fuera un sueño, sino algo de una realidad horrible e incuestionable, que la sumergía en un abrazo irresistible; y luego fue como si se cayera, siempre abajo, siempre abajo, por un pozo sin fondo que se estrechaba hasta un punto final… y se apagaba.