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D’Agosta y Pendergast se encontraban en la esquina de la calle Doscientos catorce con la avenida Seaman, presenciando la manifestación. D’Agosta estaba sorprendido de que la asistencia fuera mínima; según sus cálculos, cien personas o menos. Había hecho acto de presencia Harry Chislett, el subcomisario del distrito, pero se había ido al ver tan poca gente. Estaba siendo una manifestación ordenada, tranquila y plácida, casi somnolienta: ni gritos, ni arremetidas contra las barreras policiales, ni piedras o botellas disparadas desde cualquier sitio.

—Parece un anuncio del catálogo de L. L. Bean —comentó D’Agosta, entornando los ojos de cara al sol de un luminoso día de otoño.

Pendergast estaba apoyado en una farola, con los brazos cruzados.

—¿L. L. Bean? Desconozco esa marca.

Los manifestantes giraban por la esquina de la calle Doscientos catorce Oeste y se iban hacia Inwood Hill Park con sus pancartas y cánticos. Encabezaban el tumulto Alexander Esteban, con la frente vendada, y otro hombre.

—¿Quién es el que le da la mano a Esteban? —preguntó D’Agosta.

—Richard Plock —contestó Pendergast—. Director ejecutivo de Humans for Other Animals.

D’Agosta miró al hombre con curiosidad. Plock era joven, no más de treinta años, blando, blanco y con sobrepeso. Caminaba con paso decidido, agitando con empeño unas piernas cortas, levantando las puntas de los pies y balanceando unos brazos regordetes, terminados en manos que acompañaban con una sacudida cada balanceo, mientras su cara mantenía una expresión resuelta. Aunque llevase una camisa de manga corta, y aunque el aire de otoño fuera fresco, sudaba. Todo el carisma que poseía Esteban le faltaba a Plock. Sin embargo, su aura de fe solemne impresionó a D’Agosta. Se notaba que era un hombre que creía inquebrantablemente en lo justo de su causa.

Detrás de los dos líderes iba una fila de gente, con una enorme pancarta:

¡Echemos a la Ville!

La impresión era que cada cual velaba por sus intereses. Muchas pancartas acusaban a la Ville de asesinar a Smithback y Kidd, pero más allá de eso el espectro era enorme: vegetarianos, activistas contra las pieles y los experimentos farmacéuticos, extremistas religiosos que protestaban contra el vudú y los zombis, y hasta algún que otro manifestante contra la guerra. «COMER CARNE ES MATAR», rezaba una pancarta; «¿PIELES? NO, GRACIAS», «TORTURAR ANIMALES NO ES ESPIRITUAL». Algunos levantaban fotos ampliadas de Smithback y Kidd, juntos sobre la palabra «asesinados».

D’Agosta apartó la vista de las fotos borrosas. Faltaba poco para la una. Le rugía la barriga.

—No está muy animado.

Pendergast no contestó. Sus ojos plateados observaban a la multitud.

—¿Comemos?

—Propongo esperar.

—No pasará nada. Esta gente no se quiere arrugar la camisa.

Pendergast miró a la gente que pasaba.

—Preferiría quedarme, al menos hasta que se hayan terminado los discursos.

«Parece que Pendergast nunca coma», pensó D’Agosta. De hecho no recordaba haber compartido ni una sola comida con él fuera de la mansión de Riverside Drive. Ni siquiera sabía por qué se molestaba en preguntar.

—Sigamos a la multitud hasta Indian Road —propuso Pendergast.

«Qué multitud ni qué narices —pensó D’Agosta—. Esto es una merienda.» Siguió a Pendergast por la acera, con una sensación de descontento. La «multitud» empezaba a congregarse al borde de los campos de béisbol, en el prado, junto al camino de la Ville. De momento se ceñían a lo estipulado. La policía lo miraba todo desde lejos. Ya habían guardado en los furgones el equipo antidisturbios, el gas y las porras. Más de la mitad de las dos docenas de vehículos asignados a la manifestación se habían reincorporado a sus patrullas normales.

Mientras el grupo entonaba consignas y agitaba pancartas, Plock se subió a una de las gradas del campo de béisbol. Esteban se unió a él y se colocó detrás, donde cruzó respetuosamente las manos en el pecho y escuchó.

—¡Amigos y otros animales! —exclamó Plock—. ¡Bienvenidos!

No usaba megáfono, pero su voz, aguda y estridente, llegaba a todas partes.

La multitud enmudeció. Se apagaron los últimos cánticos. D’Agosta se dijo que de aquel grupo de yuppies y vecinos de Upper West Side se podían esperar tantos disturbios como de las señoronas del té de la Asociación de Damas Coloniales. Su cuerpo le pedía a gritos un café y un cheeseburger con beicon.

—Me llamo Rich Plock, y soy el director ejecutivo de la organización Humans for Other Animals. Tengo el honor y el privilegio de presentaros al principal portavoz de nuestra organización. ¡Recibamos con un fuerte aplauso a Alexander Esteban!

Sus palabras parecieron despertar cierto interés. En el momento en que Esteban subía a lo más alto de las gradas, se intensificaron los aplausos y los cánticos. Esteban sonrió, deslizando su mirada por la pequeña multitud, y dejó seguir el ruido unos segundos, hasta que pidió silencio con las manos.

—Amigos —empezó, con una voz grave y sonora que estaba en las antípodas de la de Plock—, en vez de pronunciar un discurso, quiero intentar algo diferente. Podríamos llamarlo un ejercicio cognitivo.

La multitud se agitó un poco, como si cundiera el sentimiento de que habían venido a manifestarse, no a escuchar una conferencia.

D’Agosta se sonrió.

—«Ejercicio cognitivo.» Ojo, que se desmadran.

—Quiero que cerréis todos los ojos. Salid un momento de vuestro cuerpo humano.

Silencio.

—Y meteos en el cuerpo de un corderito.

La gente se movía.

—Nacisteis en primavera, en una granja del norte del estado de Nueva York: verdes prados, sol, hierba fresca… Las primeras semanas de vida las pasáis con vuestra madre, libres, arrimados al cálido rebaño que os protege. Os pasáis el día triscando por los prados, detrás de vuestra madre y vuestros hermanitos, y cada noche os llevan al establo, donde no hay ningún peligro. Sois felices porque vivís como Dios ha querido que viváis, que es la definición exacta de la felicidad. No hay miedo. Ni terror. Ni dolor. Ni siquiera sabéis que existan esas cosas.

»Hasta que un día llega un camión diésel, enorme y ruidoso, y os separan sin contemplaciones de vuestra madre. Es una experiencia aterradora, casi inconcebible. Os empujan con un pincho hasta haceros subir a la caja. Se cierra la puerta. Dentro apesta a estiércol y miedo. Está oscuro. El camión ruge al ponerse en marcha. ¿Seríais capaces de intentar imaginar, aquí, conmigo, el terror que siente este pequeño animal indefenso?

Esteban hizo una pausa y miró a su alrededor. La gente se había callado.

—Llamáis a vuestra madre con un triste balido, pero no viene. La seguís llamando, pero no está. No vendrá. De hecho… nunca más vendrá.

Otra pausa.

—Después de un viaje negro, el camión se para y sacan a todos los corderos… menos a vosotros. Vuestro destino no es convertiros en costillas a la brasa. No, a vosotros os espera algo mucho peor.

»El camión vuelve a arrancar. Os habéis quedado completamente solos. Os caéis al suelo de miedo, en la oscuridad. Es una soledad abrumadora, biológica en el sentido literal de la palabra. Un cordero separado de su rebaño es un cordero muerto. Siempre. Vosotros lo sentís. Sentís un miedo más intenso que la propia muerte.

»El camión frena otra vez. Sube un hombre que os pone en el cuello una cadena con sangre incrustada. Sois arrastrados a un lugar oscurísimo. Es una iglesia, por así decirlo, pero claro, eso vosotros no lo sabéis. Está atestada de seres humanos, y huele mal. La oscuridad casi no deja ver nada. La gente os rodea, cantando y tocando tambores. Surgen caras extrañas de la oscuridad. Se oyen gritos y silbidos, os sacuden sonajeros en la cara y se oye pisar fuerte. Vuestro miedo no tiene límites.

»Os llevan a un poste y os encadenan a él. Tambores, ruido de pies, aire asfixiante… Os rodean por todas partes. Baláis de pánico, llamando una vez más a vuestra madre, porque es lo único que os queda: la esperanza; la esperanza de que venga vuestra madre y se os lleve de este sitio.

»Se acerca una silueta. Es un hombre, un hombre alto y feo, con una máscara y algo largo y brillante en la mano. Intentáis escapar, pero al correr os ahoga la cadena que lleváis al cuello. El hombre os agarra, os tira al suelo y os retiene por la espalda. Los cánticos se vuelven más rápidos y altos. Chilláis y os resistís. El hombre os pellizca la piel de la cabeza y os la echa hacia atrás, dejando expuesta la parte inferior de vuestro cuello, tan delicada. La cosa brillante se acerca, brillando en la penumbra. Sentís su presión en la garganta…

Hizo otra pausa, dejando que el silencio se alargase.

—Voy a pediros otra vez a todos que cerréis los ojos y hagáis el esfuerzo sostenido de meteros en el cuerpo de este cordero indefenso.

Más silencio.

—La cosa brillante os presiona la garganta. Un movimiento brusco, una punzada horrenda de dolor, como no sabíais que existiera en el mundo. De repente, un chorro de sangre caliente os impide respirar. Vuestro pequeño y dulce cerebro no puede concebir tanta crueldad. Intentáis llamar por última vez a vuestra madre, lastimeramente, a vuestro rebaño perdido (los prados verdes y soleados de la infancia); llamáis a vuestros hermanos y hermanas muertos… pero no viene nadie. Sólo una burbuja de aire en la sangre. Y ahora vuestra vida se escapa por el suelo cubierto de estiércol; se escapa por la paja sucia, y el último pensamiento de vuestro cerebro no es de odio, ni de rabia, ni siquiera de miedo, sino un simple «¿por qué?».

»Luego, por suerte, se acaba todo.

Dejó de hablar. La gente guardaba un silencio sepulcral. Hasta D’Agosta tenía un nudo en la garganta. Era cursi y lacrimógeno, pero muy eficaz, qué caramba.

Sin hablar (sin añadir ningún comentario de su cosecha al discurso de Esteban ni hacer ningún llamamiento a la acción), Rich Plock bajó y empezó a cruzar el campo con su andar decidido.

La gente vaciló al ver que se alejaba. Hasta el propio Esteban parecía sorprendido, y no muy seguro de qué hacía el otro.

Después la multitud empezó a moverse y avanzó detrás de Plock. El hombre bajo cortó por el campo y al llegar al camino de la Ville aceleró su paso decidido.

—Uy, uy, uy… —dijo D’Agosta.

—¡A la Ville! —exclamó alguien en medio de la multitud, toda ella ya en movimiento.

—¡A la Ville! ¡A la Ville! —fue la respuesta, más alta y urgente.

El murmullo de la gente se convirtió en un rumor, y el rumor en un clamor.

—¡A la Ville! ¡A enfrentarnos con los asesinos!

De pronto D’Agosta miró a su alrededor. Los policías seguían medio dormidos. Nadie se lo esperaba. Parecía que la multitud se hubiese electrizado en fracciones de segundo, decidida a cumplir un objetivo. Por pequeño que fuese, era un grupo con las intenciones muy claras.

—¡A la Ville!

—¡Echemos a la Ville!

—¡Venguemos a Smithback!

Desenfundó la radio y la encendió.

—Aquí el teniente D’Agosta. ¡Venga, tíos, despertad y moved el culo! La manifestación no tiene permiso para ir a la Ville.

La gente, sin embargo, seguía avanzando por el camino (como la marea, lenta pero inexorablemente). Esteban se sumó a ellos con retraso, la mirada inquieta, y se abrió camino para situarse al frente.

—¡Enfrentémonos a los asesinos!

—Si llegan a la Ville —bramó D’Agosta por la radio—, aquí no habrá quien se salve. ¡Será violento!

Con un chisporroteo de voces por la radio, el menguado grupo de policías se esforzó tardíamente por ponerse el equipo antidisturbios, situarse en formación y detener a la multitud. D’Agosta vio que eran demasiado pocos y que llegaban tarde. Habían sido tomados por la más absoluta sorpresa. Qué más daba si había cien o dos mil personas. Los ojos de la gente pedían sangre. Nada podía haberles soliviantado tanto como el discurso de Esteban. Ya dejaban atrás los campos de béisbol y se internaban cada vez más deprisa por el camino de la Ville, frustrando cualquier posibilidad de que les precediese un coche patrulla.

—Sígame, Vincent.

Pendergast echó a caminar con rapidez, cortando hacia los árboles por los campos de béisbol. D’Agosta entendió enseguida el plan: tomar un atajo por el bosque, adelantándose a la multitud que iba por el camino.

—Lástima que alguien arrancase la verja de la Ville… ¿eh, Vincent?

—Menos cachondeo, Pendergast, que no es el momento.

D’Agosta oía a cierta distancia los cánticos del grupo, las voces y los gritos con que acompañaban su marcha.

Poco después, él y Pendergast salieron al camino a cierta distancia de la multitud. Tenían la valla a la izquierda, con la verja por el suelo, tal como había quedado. Los manifestantes se movían a buen paso. A las primeras filas les faltaba poco para correr, con Plock en cabeza. A Esteban no se le veía por ninguna parte. Los antidisturbios se habían quedado muy rezagados, y ya era imposible tomar la delantera en un coche patrulla. La que no se quedaba atrás era la prensa: media docena de cámaras corrían por un lado, junto a varios fotógrafos y redactores. El desastre saldría en todos los periódicos aquella misma noche.

—Parece que depende de nosotros —observó D’Agosta.

Respiró hondo y salió al camino, sacando su placa. Pendergast iba a su lado.

D’Agosta se volvió hacia la multitud, encabezada por Plock.

—¡Oigan! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Soy el teniente D’Agosta, de la policía de Nueva York! ¡No tienen autorización para seguir!

La gente no se detuvo.

—¡A la Ville!

—¡No lo haga, señor Plock! Es ilegal. ¡Y le aseguro que le detendrán!

—¡Vamos a echarles!

—¡Quítate de enmedio!

—¡Como pasen de largo, quedan todos detenidos!

D’Agosta agarró a Plock, que no se resistió, pero fue un gesto inútil. Los demás se acercaban como una marea. No podía frenar él solo a cien personas.

—Manténgase firme —dijo a su lado Pendergast.

D’Agosta apretó los dientes.

Como por arte de magia, apareció Esteban junto a ellos.

—¡Amigos! —exclamó, dando un paso hacia la multitud—. ¡Compañeros de causa!

Al oírle, los que iban delante titubearon y aminoraron la marcha.

—¡A la Ville!

En un movimiento inesperado, Esteban se dio la vuelta y abrazó a Plock. Después volvió a ponerse frente a la multitud, con las manos en alto.

—¡No! Amigos míos, vuestra valentía me conmueve en lo más hondo. ¡En lo más hondo! ¡Pero os ruego que no sigáis! —Bajó la voz de golpe para decirle algo a Plock en privado—. Rich, necesito que me ayudes. Esto es prematuro. Ya lo sabes.

Plock le miró con mala cara. Al ver que sus líderes parecían estar en desacuerdo, la primera fila de manifestantes empezó a vacilar.

—¡Gracias por tener tanto corazón! —volvió a exclamar Esteban—. ¡Gracias! Pero escuchadme, por favor. Cada cosa tiene su momento y su lugar. Rich y yo estamos de acuerdo: ¡éste no es el momento ni el lugar para enfrentarse a la Ville! ¿Me entendéis? Ya hemos dicho lo que teníamos que decir. Ya hemos demostrado nuestro empeño. ¡Hemos mostrado en público nuestra justa ira! ¡Hemos abochornado a los burócratas y hemos llamado la atención a los políticos! ¡Hemos hecho lo que veníamos a hacer! Pero nada de violencia. ¡Nada de violencia, por favor!

Plock seguía callado, cada vez más serio.

—¡Hemos venido a detener la matanza, no a hablar! —exclamó alguien.

—¡Y la detendremos! —dijo Esteban—. Os voy a hacer una pregunta: ¿qué conseguiremos peleando? No os engañéis. Se enfrentarán a nosotros con violencia. Podrían tener armas. ¿Estáis preparados? ¡Somos tan pocos! ¡Amigos míos, pronto llegará el momento de expulsar a estos torturadores de animales y dispersar a estos asesinos de corderos y terneros (por no decir de periodistas)! Pero ahora no. ¡Todavía no!

Hizo una pausa. Era increíble lo callados y atentos que estaban todos de repente.

—Amigos de los animales —continuó Esteban—, habéis demostrado el valor que os inspiran vuestras convicciones. Ahora daremos media vuelta y regresaremos al punto de encuentro. ¡Allá hablaremos, se pronunciarán discursos y enseñaremos a toda la ciudad qué está ocurriendo! Haremos justicia, ¡hasta a los que no la practican!

La multitud parecía a la espera de que Plock corroborase las palabras de Esteban. Finalmente Plock alzó las manos, en un gesto lento, reticente.

—¡Ya hemos dicho lo que teníamos que decir! Ahora, media vuelta. ¡De momento!

La prensa se apelotonó, con las cámaras de las noticias de la noche en marcha, y varios micros convergieron, pero Esteban les hizo señas de que se alejasen. D’Agosta se llevó una gran sorpresa al ver que la gente, a petición de Esteban, daba media vuelta y se desparramaba por la carretera en sentido contrario, volviendo poco a poco a ser el mismo grupo pacífico de antes. Incluso había algunos que recogían las pancartas dejadas por el suelo durante el asalto relámpago a la Ville. Fue una transformación pasmosa, casi sobrecogedora, que extrañó a D’Agosta. Esteban había exaltado a la multitud, poniéndola en marcha; luego, in extremis, le había echado un jarro de agua fría.

—¿Qué le ha pasado al tío ese, Esteban? —preguntó—. ¿Usted cree que se ha arrugado en el último momento? ¿Que le ha dado canguelis?

—No —murmuró Pendergast, fijando la mirada en la espalda de Esteban, que se alejaba—. Es muy curioso —dijo, casi para sus adentros— que nuestro amigo coma carne. Cordero, para ser exactos.