D’Agosta le tenía verdadero horror al nuevo anexo de pruebas del sótano de la jefatura. Tras el enésimo caso rechazado por la justicia a causa de un fallo en la cadena de pruebas, habían remodelado las instalaciones y todos los procesos vinculados a ella. Ahora entrar en el anexo era como acceder al interior de Fort Knox.
Le enseñó los papeles a una secretaria sentada detrás de un cristal antibalas. Luego, en la sala de espera (sin sillas, revistas ni nada salvo un retrato del gobernador), compartió unos momentos de impaciencia con Hayward, Pendergast y Bertin, mientras les hacían el papeleo. Un cuarto de hora después, toda eficacia, radio en mano, apareció una mujer con más arrugas que una momia, pero que destacaba por su vivacidad, y repartió identificaciones y guantes de algodón.
—Por aquí —señaló con voz clara y tensa—. Quédense juntos y no toquen nada.
La siguieron por un pasillo severo, fluorescente, donde se sucedían puertas de acero pintadas y numeradas. Tras una interminable caminata, la mujer se paró frente a una de ellas, deslizó una tarjeta en la ranura y marcó un código en el teclado de seguridad, con la precisión de una máquina. La puerta se entreabrió. Al otro lado había una sala con armarios de pruebas en tres de sus paredes y una mesa de formica en el centro, bajo unas intensas luces. Antes las pruebas habrían estado distribuidas por la mesa. Ahora lo que había eran fotos, junto a una lista de correspondencias. Hacía falta una solicitud específica para cada objeto. Ya no se podía curiosear.
—Pónganse detrás de la mesa —indicó enérgicamente la mujer.
Entraron en fila, obedeciendo: Hayward, Pendergast y el fastidioso Bertin. D’Agosta ya sentía emanar vibraciones de reproche de Hayward. Se había opuesto a la presencia de Bertin (mala impresión, muy mala, la del frac y el garrote-bastón), pero las credenciales temporales del FBI eran correctas. El hombrecillo presentaba un aspecto desastrado, con la cara pálida y gotas de sudor en las sienes.
—Bueno —empezó la mujer al otro lado de la mesa—, ¿ya lo han hecho alguna vez?
D’Agosta no dijo nada. El resto murmuró:
—No.
—Sólo se puede pedir un juego de pruebas a la vez. La única que puede tocarlas soy yo, a menos que necesiten hacer un examen de proximidad, lo cual les aviso de que tiene que estar autorizado de antemano. Se pueden solicitar análisis por escrito. Este papel de aquí es la lista de todas las pruebas recogidas con la orden judicial y el resto de las relacionadas con el caso. Se habrán fijado en que hay fotos de todo. Bueno, vamos a ver. —Casi se le cuarteó la cara al sonreír—. ¿Qué quieren examinar?
—En primer lugar —dijo Pendergast—, ¿podría traer las pruebas que nos llevamos del nicho de Fearing?
Pasó cierto tiempo antes de que hiciera su aparición el minúsculo sarcófago de papel, con su falso esqueleto dentro.
—¿Qué más? —preguntó la mujer.
—Nos gustaría ver el baúl de la Ville y su contenido. —D’Agosta señaló—. Aquella foto.
La mujer recorrió la lista con sus uñas lacadas, hasta dar un golpecito sobre un número, dar media vuelta, acercarse a uno de los armarios de pruebas, abrir un cajón y extraer una bandeja.
—Es demasiado grande para mí.
D’Agosta dio un paso.
—Ya la ayudo.
—No.
La mujer llamó por su radio portátil. Pocos minutos después entró un individuo corpulento que la ayudó a dejar el baúl sobre la mesa, antes de apostarse en un rincón.
—Ábrala, por favor, y saque el contenido —solicitó D’Agosta, que no había podido mirarla bien al llevársela de la Ville.
La mujer levantó la tapa con una lentitud exasperante y distribuyó con excesiva precisión su contenido, envuelto en trozos de cuero.
—Desenvuélvalos, por favor —dijo D’Agosta.
Cada objeto fue desatado y desenvuelto como si fuese una pieza de museo. Apareció un juego de cuchillos, a cuál más extraño, exótico y turbador. Las hojas estaban laboriosamente curvadas, serradas y con muescas; los mangos, de hueso y madera, tenían incrustados volutas y dibujos de lo más peculiar. El último objeto en salir de su envoltorio no era un cuchillo, sino un grueso alambre retorcido y enroscado en el más estrambótico de los dibujos, con un mango de hueso en un extremo y un gancho en el otro, con su borde exterior afilado como una navaja. Era idéntico al birlado por Pendergast.
—Cuchillos sacrificiales con vévé —dijo Bertin al tiempo que retrocedía un paso.
D’Agosta se volvió, irritado.
—¿Bebé?
Bertin se tapó la boca y tosió.
—Los mangos —explicó con un hilo de voz— tienen vévé, los dibujos de los loa.
—¿Y qué narices es un «loa»?
—Un demonio, o espíritu. Cada cuchillo representa a uno. Los dibujos circulares representan el baile interior, o danse-cimetière, de ese demonio en concreto. Cuando se sacrifican animales u… otros seres vivos… a un loa, hay que usar el cuchillo de ese loa.
—Chorradas vudú, en resumen —concluyó D’Agosta.
El hombrecillo sacó un pañuelo y se dio unos toquecitos en las sienes, con la mano temblorosa.
—No, vôdou no, obeah.
La pronunciación francesa de «vudú» por Bertin reavivó la irritación de D’Agosta.
—¿En qué se diferencian?
—Lo auténtico es el obeah.
—«Lo auténtico» —repitió D’Agosta.
Miró a Hayward, cuya expresión resultaba impenetrable.
Pendergast sacó un estuche de cuero de un bolsillo de su traje, lo abrió y empezó a sacar cosas (un portapipetas pequeño, tubos de ensayo, pinzas, un alfiler y varias ampollas de reactivos con gotero), que procedió a dejar sobre la mesa.
—¿Qué es? —preguntó incisivamente Hayward.
—Análisis —fue la escueta respuesta.
—Aquí no se puede montar un laboratorio —indicó ella—. Ya ha oído a la señora: tiene que estar autorizado previamente.
Una mano blanca se introdujo en la americana negra y reapareció con un papelito. Hayward lo cogió y puso mala cara al leerlo.
—Esto es muy irregular… —empezó a decir la mujer momificada.
Antes de que pudiera terminar, apareció otro papel, sostenido ante sus ojos. Lo cogió, lo leyó y no lo devolvió.
—Está bien —dijo—. ¿Por qué objeto quiere empezar?
Pendergast señaló el gancho de alambre, que formaba complejas volutas.
—Tendré que manipularlo.
Tras otro vistazo al papel, la mujer asintió con la cabeza.
Pendergast se puso una lupa en un ojo, cogió el gancho entre sus guantes, le dio la vuelta, examinándolo con atención, y lo dejó en la mesa. Después, manipulando el alfiler con una precaución exagerada, sacó unos trocitos del material incrustado cerca del mango y los metió en una probeta. Cogió un algodón, lo humedeció en una botella, lo deslizó por una parte del gancho y lo metió en otra probeta. Repitió el proceso con varios cuchillos, tanto en el mango como en la hoja, y cada algodón acabó en su propia y diminuta probeta. Por último usó un gotero para añadir reactivos a cada probeta. Sólo cambió de color la primera.
Se irguió.
—Qué insólito.
El equipo, tan diligente en hacer su aparición, lo fue igualmente en desaparecer en el estuche de cuero, que una vez doblado y cerrado con cremallera, fue guardado en el bolsillo del traje.
Pendergast se alisó la americana y cruzó las manos por delante. Era el centro de todas las miradas.
—¿Sí? —preguntó inocentemente.
—Señor Pendergast —dijo Hayward—, si no es demasiada molestia, ¿le importaría hacernos partícipes del fruto de sus esfuerzos?
—Lamento decir que no he obtenido buenos resultados.
—Qué lástima —dijo Hayward.
—¿Conoce usted a Wade Davis, el etnobotánico canadiense, y su libro de 1998 Passage of Darkness: The Ethnobiology of the Haitian Zombie?
Hayward mantuvo su mirada hostil, muda y con los brazos cruzados.
—Un estudio de grandísimo interés —continuó Pendergast—. Lo recomiendo encarecidamente.
—Me acordaré de pedirlo por Amazon —dijo la capitana.
—En resumidas cuentas, la investigación de Davis demostró que es posible convertir a una persona viva en zombi mediante la aplicación de dos sustancias químicas especiales, por lo general a través de una herida. La primera, coup de poudre, tiene como principal ingrediente la tetrodotoxina, la misma toxina que hay en el manjar japonés del fugu. En la segunda interviene un disociativo similar a la datura. Una combinación determinada de estas sustancias, aplicada en dosis que se acerquen a LD-50, puede mantener durante varios días en estado de cuasi muerte a una persona, apta para moverse, pero con las funciones cerebrales mínimas y sin voluntad independiente. Vamos, que en teoría es posible usar determinados compuestos químicos para crear a un auténtico zombi.
—¿Y usted ha encontrado esos compuestos químicos? —preguntó Hayward con voz tensa.
—Ahí está la sorpresa, en que no los he encontrado, ni aquí ni en otros análisis independientes que realicé en la Ville. Debo confesar mi sorpresa, y mi decepción.
Hayward se volvió con brusquedad.
—Traiga la siguiente tanda de pruebas; ya hemos perdido bastante el tiempo.
—Ahora bien —añadió Pendergast—, sí he averiguado que en este gancho hay sangre humana.
Nadie dijo nada.
D’Agosta gruñó y se volvió hacia la momia de las pruebas.
—Quiero un test de ADN del gancho. Que lo cotejen con las bases de datos, y que también busquen si hay tejidos humanos. Bueno, de hecho quiero que se analicen todos estos instrumentos, por si hay sangre humana o animal. Cerciórese de que se buscan huellas dactilares en los mangos. Quiero un seguimiento de quién los ha manipulado. —Se volvió hacia Pendergast—. ¿Tiene alguna idea de para qué sirve este gancho tan raro?
—Confieso que estoy desconcertado. ¿Monsieur Bertin?
Bertin se había ido poniendo cada vez más nervioso. Hizo señas a Pendergast, para hablar con él en privado.
—Mon frère, no puedo continuar —susurró con urgencia—. Estoy enfermo. ¡Enfermo, te digo! Y todo por culpa de aquel hungan, Charrière. Su conjuro de muerte… ¿Tú todavía no lo notas?
—Me encuentro bien.
Hayward les miró, y después a D’Agosta. Meneó la cabeza.
—Tenemos que irnos —insistió Bertin—. Tenemos que volver a casa. Necesito el jarabe. Unos sorbitos de jarabe. «Lean.» ¡Sé que tienes! Es lo único que puede calmarme.
—Du calme, du calme, maître. Dentro de muy poco. —Pendergast se volvió hacia el grupo y dijo, levantando la voz—: ¿Sería tan amable de examinar este gancho, monsieur?
Al cabo de un momento, muy a su pesar, Bertin se adelantó, se inclinó con prudencia hacia el objeto y lo husmeó. Sudaba copiosamente y estaba pálido. En la pequeña sala, su respiración recordaba el resuello de una gaita vieja.
—Esto es rarísimo. Nunca lo había visto.
Siguió husmeando.
—Y el ataúd en miniatura que nos llevamos del nicho de Smithback. ¿Es obra de la misma secta?
Bertin se aproximó con gran cautela al pequeño ataúd, que ya tenía en su sitio la tapa, hecha con papel de color crema, decorado a mano, en tinta china, con calaveras y largos huesos. Lo habían doblado cuidadosamente, al estilo de los origami, para que encajase al milímetro en el ataúd de cartón piedra.
—El vévé dibujado en la tapa de papel… —indicó Pendergast—. ¿Con qué loa se identifica?
Bertin sacudió la cabeza.
—Este vévé me resulta desconocido. Imagino que se tratará de algo privado, secreto, que obra en conocimiento de una sola secta obeah. En todo caso es muy extraño. Nunca había visto nada igual.
Tendió un brazo, que un chasquido de la lengua reseca de la guardiana hizo encogerse de nuevo. Lo tendió de nuevo y levantó la tapa.
—No lo toque —dijo ella de inmediato.
Bertin la hizo girar suavemente entre sus manos, mientras la examinaba con grandísima atención, y murmuraba para sus adentros.
—Señor Bertin —dijo Hayward a guisa de advertencia.
Fue como si Bertin no la oyera. Hizo girar en ambos sentidos la pequeña construcción de papel, sin dejar de murmurar en silencio, hasta que un movimiento repentino de sus dedos la partió en dos.
Los pliegues desprendieron un polvo grisáceo, que llovió sobre los pantalones y zapatos de Bertin.
Ocurrieron varias cosas a la vez. Bertin se echó hacia atrás, gimiendo de horror y consternación, mientras los trozos de papel flotaban por los aires. La guardiana los cogió, a la vez que profería imprecaciones en voz alta. El hombre corpulento cogió a Bertin por el cuello de la camisa y se lo llevó de la sala de pruebas. Pendergast se arrodilló con la velocidad de una serpiente al ataque, se sacó una pequeña probeta del bolsillo de la americana y empezó a introducir granitos del polvo gris. Y en medio de todo, con los brazos cruzados, Hayward miraba a D’Agosta, como diciendo: «Ya te avisé. Ya te avisé».