Qué te pongo, cielo? preguntó la camarera con cara de agobio, mientras apoyaba el codo en la cadera con la libreta abierta y el bolígrafo a punto.
D’Agosta empujó la carta sobre la mesa.
—Un café solo y copos de avena.
La camarera miró al otro lado.
—¿Y a ti?
—Creps de arándanos —pidió Hayward—. Que el jarabe esté caliente, por favor.
—Marchando —contestó la camarera, que se giró y cerró la libreta.
—Un momento —la llamó D’Agosta.
Era como para pensárselo. Por lo que le constaba de su período de convivencia, Laura Hayward sólo pedía (o preparaba) creps de arándanos por dos razones: o porque se sentía culpable de trabajar demasiado y hacerle poco caso a él, o porque se estaba poniendo cariñosa. Ambas opciones sonaban bien. ¿Sería una señal? A fin de cuentas había sido idea suya que desayunaran juntos.
—Que sean dos de creps —dijo.
—Vale.
La camarera se fue.
—¿Has visto el West Sider de esta mañana? —preguntó Hayward.
—Sí, por desgracia.
Los gacetilleros del West Sider parecían emperrados en hacer circular la histeria por toda la ciudad. Y no sólo ellos: ahora toda la prensa sensacionalista se había hecho eco del tema, y las descripciones de la Ville cada vez eran más siniestras, trufadas de insinuaciones (no especialmente sutiles) que le imputaban el asesinato de la «reportera estrella» del West Sider, Caitlyn Kidd.
Pero el grueso del morbo recaía en el propio Bill Smithback. La espectacularidad del asesinato de Kidd por Smithback, tras ser declarado muerto y haber sido sometido a una autopsia, la desaparición de su cadáver del depósito… Todo estaba cribado con fruición, y de todo se habían extraído conjeturas, sin olvidar nuevas y lúgubres insinuaciones de que la culpa, en última instancia, también era de la Ville.
Por lo que a D’Agosta respectaba, lo era, en efecto, pero por muy furioso que estuviera, era consciente de que lo último que le convenía a la ciudad era que empezaran a crearse patrullas.
La camarera regresó con el café. Durante el grato primer sorbo, D’Agosta espió a Hayward, y sus miradas se encontraron. Su expresión no parecía especialmente culpable, ni especialmente cariñosa. Más bien parecía preocupada.
—¿Cuándo fuiste a ver a Nora Kelly?
—Anoche, en cuanto me enteré. Justo después de registrar la Ville.
—¿Y la protección que le habías asignado?
D’Agosta frunció el entrecejo.
—La cagaron en el relevo. Los dos equipos asignados se creían que el otro lo tenía todo cubierto. Hay que ser imbécil.
—¿Cómo está?
—Con algunos morados, y un par de cortes y rasguños, aunque la segunda conmoción es más preocupante. Como mínimo se quedará en el hospital un par de días, en observación.
—¿Lo evitaron los vecinos?
D’Agosta bebió otro sorbo de café y asintió con la cabeza.
—La oyeron gritar y tiraron la puerta a patadas.
—¿Nora insiste en que era Smithback?
—Está dispuesta a declarar que sí. Y los vecinos también.
La mirada de Hayward estaba fija en el falso mármol de la mesa.
—Esto es rarísimo. ¿Qué puede estar pasando?
—Pues la Ville del demonio, está pasando.
D’Agosta se sulfuraba sólo de pensar en Nora. Tenía la impresión de pasarse todo el día enfadado: con la Ville, con Kline y sus melosas amenazas, con el jefe de policía, con todas las trabas burocráticas que le ataban las manos… y hasta con Pendergast, con su irritante laconismo y su insufrible consejero criollo.
Hayward le miraba otra vez, con expresión más preocupada que antes.
—¿Qué pasa exactamente con la Ville?
—¿No te das cuenta? Están detrás de todo. Sólo pueden ser ellos. Smithback tenía razón.
—Me permito recordarte que aún no habéis demostrado la relación. Lo único que hizo Smithback fue escribir sobre el supuesto sacrificio de animales.
—De supuesto nada. Yo oí animales en la parte trasera de la furgoneta. Vi cuchillos, y paja manchada de sangre. Si lo hubieras visto, Laura… ¡Dios mío! Tanta túnica, tanta capucha, tantos cánticos… Son unos fanáticos.
—Pero no necesariamente unos asesinos. Necesitáis una relación directa, Vinnie.
—Encima tienen motivo. El sumo sacerdote, Charrière… —Sacudió la cabeza—. Menudo elemento. ¿Que si podría asesinar a alguien? ¡Por supuesto!
—¿Y Bertin, el que salía en el informe? ¿Quién es?
—Se lo ha traído Pendergast. Experto en vudú o no sé qué. A mí me parece un charlatán.
—¿Vudú?
—Sí, a Pendergast le interesa mucho. Él hace ver que no, pero bueno, por mí como si se pone a clavar alfileres en muñecos. Mientras sea para cargarse a la Ville…
Les sirvieron los platos, con un delicioso olor a arándanos frescos. Hayward se echó un poco de jarabe de arce por el suyo y cogió el tenedor, pero volvió a dejarlo y se inclinó.
—Escúchame, Vinnie. Estás demasiado rabioso para encargarte de la investigación.
—Pero ¿qué dices?
—No puedes ser objetivo. Tenías debilidad por Smithback. Eres muy buen policía, pero deberías plantearte pasarle el caso a otro.
—Lo dirás en broma. Yo a este caso me dedico todas las horas del día.
—Por eso lo digo. Has empezado una caza de brujas. Estás convencido de que es la Ville.
D’Agosta respiró hondo y resolvió no contestar hasta haber comido un poco de crep.
—¿No se supone que tenemos que seguir nuestras convicciones y nuestras corazonadas? ¿Y lo de investigar al sospechoso más probable?
—Me refiero a que te ciegan tanto la rabia y las emociones, que dejas otras posibilidades sin investigar.
D’Agosta abrió la boca, pero la cerró. No sabía qué decir. En el fondo intuía que ella tenía razón; mejor dicho lo sabía, pero a una parte de él le daba igual, qué narices. La muerte de Smithback había sido un shock, y el resultado, un vacío insospechado. Ahora quería meterles un buen puro a los culpables.
—¿Y qué piensas hacer con Pendergast? Cada vez que interviene, lo lía todo. No te conviene, Vinnie. Apártate de él. Trabaja por tu cuenta.
—¡Qué tontería! —replicó D’Agosta—. Es inteligentísimo. Consigue resultados.
—Sí, es verdad, pero ¿sabes por qué? Pues porque es demasiado impaciente para seguir todo el proceso y se sale del sistema, arrastrándote a ti en sus aventuras extrajurídicas. ¿Y al final quién se las carga? Tú.
—He colaborado con él en media docena de investigaciones, y siempre ha llegado hasta el fondo y ha llevado a juicio a los asesinos.
—Al juicio de Pendergast, querrás decir. Teniendo en cuenta su manera de reunir pruebas, dudo que Pendergast pudiera conseguir alguna condena. Igual no es coincidencia que los culpables acaben muriendo antes del juicio.
D’Agosta no respondió. Se limitó a apartar el plato lleno. El desayuno no estaba saliendo como se esperaba. Se sentía cansado, desorientado.
Entonces Hayward hizo algo inesperado: levantar un brazo y cogerle la mano.
—Mira, Vinnie, no quiero ponértelo difícil. Lo que quiero es ayudarte.
—Ya lo sé, y te lo agradezco, en serio.
—La última vez que colaboraste con Pendergast te faltó tan poco para perderlo todo… Ahora el jefe te vigila con lupa. Yo ya sé la importancia que le das a tu carrera, y no quiero ver cómo te la juegas otra vez. Al menos, prométeme que no te dejarás arrastrar a otra de sus expediciones ilegales. Esta investigación la llevas tú. Al final serás tú el que suba a prestar declaración sobre lo que has hecho… y lo que no.
D’Agosta asintió con la cabeza.
—Vale.
Hayward le apretó la mano, sonriendo.
—¿Te acuerdas de cuando nos conocimos? —preguntó él—. Entonces era yo el curtido veterano, el malo del teniente.
—Y yo era la sargento novata, recién salida de la policía de tráfico.
—Exacto. Parece mentira que hayan pasado siete años. Se podría decir que entonces yo te cuidaba a ti. Te cubría las espaldas. Es curioso que se hayan invertido los papeles.
Hayward volvió a mirar la mesa. Se le ruborizaron un poco las mejillas.
—Pero ¿sabes qué te digo, Laura? Que en el fondo me gusta más así.
Les interrumpió una voz urgente, ansiosa, por detrás del hombro de Hayward.
—¿Es él?
D’Agosta se fijó en la mesa de detrás. Una mujer flaca, con blusa blanca y traje negro, se había vuelto y le miraba fijamente, con un teléfono móvil apretado contra la mejilla. Al principio no entendió a quién se lo decía: a él, a la persona con quien desayunaba o a la que hablaba con ella por teléfono.
—¡Sí, sí que es él! ¡Le reconozco de las noticias de anoche! —La mujer dejó el móvil en el bolso y se levantó de la mesa para acercarse—. ¿Verdad que es el teniente que investiga a los zombis asesinos?
La camarera se acercó al oírlo.
—¿Ah sí?
La mujer flaca se inclinó hacia D’Agosta y se aferró con tanta fuerza al borde de la mesa con sus uñas perfectas, que los nudillos se le pusieron blancos.
—¡Por favor, dígame que van a resolverlo pronto y que meterán en la cárcel a esa gente tan horrible!
La siguiente en acercarse fue una anciana que había escuchado la conversación.
—Por favor, señor policía —imploró, mientras del cesto que abrazaba se asomaba un yorkshire terrier del tamaño de una rata—; llevo varios días sin dormir, y mis amigas igual. El Ayuntamiento no está haciendo nada. ¡Tiene usted que pararlo!
D’Agosta las miró, enmudecido por la sorpresa. Nunca le había pasado nada igual, ni siquiera en las investigaciones de perfil más público. Normalmente los neoyorquinos eran gente de mundo, hastiada, desdeñosa. En cambio aquellas mujeres… Sus miradas de miedo eran tan inequívocas como la urgencia de sus voces.
Sonrió a la mujer flaca, esperando que fuera una sonrisa tranquilizadora.
—Estamos haciendo todo lo posible, señora. No tardaremos mucho. Se lo prometo.
—¡Pues espero que cumpla su palabra!
Las mujeres se alejaron, en animada conversación, unidas por una causa común.
D’Agosta volvió a mirar a Hayward, que no apartó la vista, tan desconcertada como él.
—Muy interesante —acabó diciendo—. La cosa se está inflando muy deprisa, Vinnie. Ten cuidado.
—¿Nos vamos? —preguntó él al tiempo que señalaba la puerta.
—Vete tú, me parece que yo me acabaré el café.
Él dejó un billete de veinte sobre la mesa.
—¿Nos vemos esta tarde en el anexo de pruebas?
Tras verla asentir con la cabeza, se dio la vuelta y se abrió paso por la pequeña piña de caras nerviosas, con tanta amabilidad como pudo.