40

D’Agosta iba de copiloto en el coche patrulla, sin lograr disipar el pésimo humor que se había apoderado de él; más bien daba la impresión de empeorar cuanto más se acercaban a la Ville. Al menos no tenía que ir detrás, con el molesto criollito francés o lo que narices fuera. Le miró de reojo por el retrovisor, apretando los labios con desaprobación. Ahí estaba, sentado al borde del asiento, con su frac que le daba aires de portero del Upper East Side.

El conductor frenó en la confluencia de Indian Road y la calle Doscientos catorce, seguido por la furgoneta de la brigada científica, que traqueteó hasta detenerse. D’Agosta echó un vistazo a su reloj: las tres y media. El conductor abrió el maletero. D’Agosta bajó, sacó el cortapernos e hizo saltar el candado, dejando la cadena por el suelo. Guardó el cortapernos en el maletero, lo cerró de golpe y se metió en el coche.

—Hijos de puta —masculló, a nadie en especial.

El conductor arrancó a toda pastilla, haciendo chirriar los neumáticos del Crown Vic.

—Conductor —dijo Bertin, inclinándose—, sea usted tan amable de no dar estos saltos.

El conductor (un detective de homicidios, apellidado Pérez) puso los ojos en blanco.

Volvieron a detenerse ante la verja de hierro de la tela metálica. También esta vez D’Agosta se dio el pequeño gusto de cortar el candado y arrojarlo al bosque. Luego, para asegurarse de hacer las cosas bien, cortó las dos bisagras, echó la verja abajo a patadas y arrastró los dos trozos hasta la cuneta. Volvió al coche jadeando un poco.

—Vía pública —se explicó.

El Crown Vic se puso en marcha con otro chirrido de neumáticos, zarandeando a sus pasajeros. Subió y bajó por un bosque oscuro, crepuscular, hasta salir a un campo abandonado. Delante estaba la Ville, bañada por la luz cristalina de una tarde de otoño. A pesar del sol, presentaba un aspecto oscuro y tortuoso, lleno de sombras: campanarios y tejados aglutinados sin orden ni concierto, como un pueblo de pesadilla del doctor Seuss. Toda la edificación había surgido en torno a una iglesia monstruosa, medio de madera, de una antigüedad inverosímil. La parte frontal estaba rodeada por una empalizada de gran altura, en la que se abría una sola puerta de roble, con bandas y remaches de hierro.

Los vehículos aparcaron junto a la puerta de roble, en una explanada de tierra destinada al efecto. En un lado había algunos coches destartalados y la camioneta que había visto D’Agosta. Sólo de verla se le despertó otra vez toda su rabia.

No parecía haber nadie. Miró a su alrededor y se volvió hacia Pérez.

—Tú trae el ariete y la Halligan, que yo llevo la caja de pruebas.

—Sí, teniente.

Abrió de nuevo la puerta y bajó. La furgoneta había aparcado detrás. Salió el agente de control de animales, un hombre tímido, con un bigote rubio que le quedaba fatal, la cara roja, los brazos delgados y la barriga prominente; extremadamente nervioso por ser la primera vez que ejecutaba una orden de registro. D’Agosta intentó acordarse de su nombre. Pulchinski.

—¿Hemos avisado por teléfono? —preguntó éste con voz temblorosa.

—Con este tipo de órdenes de registro no se avisa por teléfono. Lo que menos nos conviene es que alguien tenga tiempo de destruir pruebas. —D’Agosta abrió el maletero y sacó la caja—. ¿Tiene los papeles en regla?

Pulchinski se dio unas palmadas en un bolsillo grande. Ya sudaba.

D’Agosta se giró hacia Pérez.

—¿Detective?

Pérez levantó el ariete.

—Estoy en ello.

Mientras tanto, Pendergast y su estrambótico ayudante, el pequeño Bertin, se habían apeado del coche patrulla. Pendergast permanecía tan inescrutable como de costumbre, sin ninguna expresión en sus ojos plateados, pero lo más increíble era que Bertin se dedicaba a oler flores. Literalmente.

—¡Cielo santo! —exclamó—. ¡Un magnífico ejemplar de Agalinis acuta Pennell! ¡Una especie en peligro de extinción! ¡Y hay todo un prado!

Se puso una flor en la palma y aspiró ruidosamente.

Pérez, fornido y compacto, se colocó frente a la puerta, cogió con fuerza la parte delantera y el mango trasero del ariete, lo equilibró un momento a la altura de la cadera, lo balanceó hacia atrás y lo lanzó con un gruñido hacia delante. La herramienta, de casi veinte kilos, hizo retumbar la puerta de roble, que tembló en el montante.

Bertin saltó como si le hubieran pegado un tiro.

—¿Qué pasa? —preguntó con voz chillona.

—Estamos ejecutando una orden judicial —replicó D’Agosta.

Bertin se apresuró a refugiarse detrás de Pendergast y a asomarse como un duende.

—¡Nadie me había dicho que sería violento!

¡Bum! Otro golpe, y después el tercero. Los remaches de la vieja puerta empezaron a aflojarse.

—Un momento.

D’Agosta cogió la barra Halligan y encajó las dos puntas debajo de un remache, haciendo palanca. El remache se soltó con un chasquido. También se desprendió una banda de hierro, que hizo un ruido metálico al chocar contra el suelo. En el roble apareció una larga fisura vertical, que hizo saltar astillas.

—Yo creo que un par más y listo —observó D’Agosta.

¡Bum! ¡Bum!

De repente sintió una presencia tras ellos que le hizo volverse. Diez pasos por detrás les observaba un hombre, un personaje de lo más llamativo, con una larga capa gris, cuello de terciopelo y una gorra peculiar de estilo medieval, con orejeras. Tenía el pelo blanco, largo y abundante, recogido en una trenza. Era muy alto (no menos de dos metros), de unos cincuenta años, delgado, musculoso y de mirada inquietante. Tenía la piel clara, casi tanto como Pendergast, pero no los ojos, negros como carbones. Facciones bien dibujadas, nariz fina y aguileña… D’Agosta reconoció enseguida al conductor de la camioneta.

El hombre le observaba con ojos como canicas. De dónde salía, y cómo se había acercado sin que se dieran cuenta, era un misterio. Metió sin decir nada la mano en el bolsillo y sacó una gran llave de hierro.

D’Agosta se volvió hacia Pérez.

—Parece que tenemos llave.

La llave volvió a desaparecer en la túnica.

—Primero enséñenme la orden de registro —exigió el hombre, mientras se acercaba, con el rostro impasible.

En cambio su voz era como de miel. Era la primera vez que D’Agosta oía hablar a alguien con un acento remotamente parecido al de Pendergast.

—Por supuesto —se apresuró a decir Pulchinski, que metió la mano en el bolsillo y sacó un buen fajo de papeles. Rebuscó un poco—. Aquí tiene.

El hombre lo cogió con una mano grande.

—«Orden de registro e incautación» —leyó en voz alta, con voz sonora.

El acento se parecía al de Pendergast, efectivamente, pero con grandes diferencias: un deje afrancesado, y algo más que D’Agosta no supo identificar.

El individuo miró a Pulchinski.

—¿Y usted quién es?

—Morris Pulchinski, control de animales. —Pulchinski tendió nerviosamente la mano y la dejó caer al encontrarse con una simple mirada—. Hemos recibido informaciones fiables sobre crueldad con animales, torturas a animales y posible sacrificio de animales en la zona. La orden nos permite hacer un registro del terreno y recoger pruebas.

—No, del terreno no. La orden sólo especifica la iglesia. ¿Y los demás?

D’Agosta enseñó la placa.

—Policía de Nueva York, homicidios. ¿Tiene usted alguna identificación?

—Nosotros no llevamos documentos de identidad —dijo el hombre, con una voz como de hielo seco.

—Pues de alguna manera tendrá que identificarse.

—Soy Étienne Bossong.

—Deletréelo.

D’Agosta sacó su cuaderno y pasó unas cuantas páginas.

El hombre lo deletreó de una manera lenta y seca, remarcando cada letra como si hablara con un niño.

D’Agosta lo anotó.

—¿Y cuál es su papel aquí?

—Soy el líder.

—¿De qué?

—De la comunidad.

—¿Y qué es exactamente «la comunidad»?

Se produjo un largo silencio, durante el que Bossong miró a D’Agosta fijamente.

—¿Policía de Nueva York? ¿Homicidios? ¿Para un tema de control de animales?

—Nos hemos añadido para divertirnos —dijo D’Agosta.

—El resto de las tropas de asalto aún no se ha identificado.

—Detective Pérez, perteneciente a homicidios —presentó D’Agosta—. Agente especial Pendergast, del FBI. Y el señor Bertin, asesor del FBI.

Fueron enseñando sus placas, excepto Bertin, que se limitó a mirar fijamente a Bossong, reduciendo sus ojos a hendiduras. Bossong dio un respingo, como si le reconociera. Después le miró con la misma intensidad. Era como si pasase algún tipo de corriente entre los dos, algo eléctrico que erizó el vello de la nuca de D’Agosta.

—Abra la puerta —ordenó el teniente.

Tras un largo momento de tensión, Bossong apartó la vista de Bertin, sacó la gran llave de hierro de su bolsillo y la encajó en la cerradura. Tras un giro brutal, que hizo sonar el mecanismo, tiró de la maltratada puerta.

—No queremos conflictos —dijo.

—Mejor.

Al otro lado había un callejón estrecho que se curvaba a la derecha, entre pequeñas construcciones de madera con los pisos superiores en voladizo. Eran tan viejos que se inclinaban entre sí, y los tejados a dos aguas de los voladizos, muy agudos, casi se tocaban por arriba. Los últimos restos de luz otoñal conseguían filtrarse hasta la calle, pero sin llegar a las puertas vacías, ni a las ventanas de cristal soplado.

Bossong condujo al grupo en silencio por el callejón. Al otro lado de la curva, D’Agosta vio erguirse ante ellos la iglesia propiamente dicha, con un sinfín de dependencias laberínticas pegadas a sus lados como lapas. De los flancos del templo salían vigas de madera enormes y vetustas, apoyadas en otras todavía más macizas, verticales, que se hundían en el suelo como arbotantes primitivos, con una profusión de tallas increíble. Bossong se metió entre dos vigas, abrió una puerta de la pared exterior de la iglesia y entró, al tiempo que decía algo en la oscuridad en un idioma que D’Agosta no reconoció.

El inspector titubeó en el umbral. El interior estaba completamente a oscuras. Olía a estiércol, madera quemada, cera de vela, incienso, miedo y gente que no se lavaba. Las vigas del techo crujían con un sonido de mal agüero, como si estuviera a punto de venirse todo abajo.

—Encienda la luz —indicó.

—No hay electricidad —contestó Bossong a oscuras, desde dentro—. No permitimos que ningún invento moderno profane el santuario interior.

D’Agosta sacó la linterna, la encendió y enfocó la iglesia. Era un espacio enorme.

—Pérez, traiga la lámpara halógena portátil de la furgoneta.

—Sí, teniente.

Se volvió hacia el agente de control de animales.

—Ya sabe lo que busca, ¿no, Pulchinski?

—Si le digo la verdad, teniente…

—Limítese a hacer su trabajo, por favor.

D’Agosta echó un vistazo por encima del hombro. Pendergast estaba mirando a su alrededor con su propia linterna, junto a Bertin.

Pérez regresó con una lámpara halógena, que conectó mediante un cable en espiral a una batería grande que llevaba en una bolsa de lona.

—Ya la llevo yo. —D’Agosta se colgó la batería al hombro—. Entraré yo primero. Los demás que me sigan. Pérez, traiga la caja de pruebas. Están al tanto de las normas, ¿no? Venimos por una cuestión de control de animales.

Su voz rezumaba ironía.

Penetró en la oscuridad con la lámpara encendida.

Casi se echó hacia atrás. Las paredes estaban totalmente cubiertas de gente vestida de arpillera marrón, que le miraba en silencio.

—¿Qué coño…?

Uno de los hombres se acercó. Era más bajo que Bossong, igual de delgado, pero se diferenciaba de los demás en que su túnica marrón estaba adornada con espirales y complicados arabescos blancos. Tenía una cara muy basta, como cortada a hachazos, y llevaba un pesado báculo.

—Esto es suelo sagrado —dijo, con voz trémula de predicador—. No se tolerarán palabras vulgares.

—¿Quién es usted? —preguntó D’Agosta.

—Me llamo Charrière.

El hombre casi escupió las palabras.

—¿Y quién es toda esta gente?

—Esto es un santuario, y ésta nuestra grey.

—Su «grey», ¿eh? Recuérdeme que me salte la naranjada después de misa.

Pendergast se acercó a D’Agosta por detrás, con gran sigilo, y murmuró en su oído:

—Vincent, parece ser que el señor Charrière es un sacerdote hungenikon. Yo no me enemistaría más de lo necesario con él, ni con los demás.

D’Agosta respiró hondo. Le irritaba recibir consejos de Pendergast, pero reconocía que estaba enfadado y eso era impropio de un buen policía. ¿Qué le pasaba? Tenía la impresión de estar de mal humor desde el principio de la investigación. Más valía superarlo. Respiró profundamente y asintió con la cabeza. Pendergast se apartó.

Era un espacio tan grande que la lámpara halógena no impidió que D’Agosta se sintiese engullido por la oscuridad, percepción agravada por una especie de miasma que flotaba en el aire. Aquella congregación que le observaba en silencio, muda contra las paredes, le ponía los pelos de punta. Debía de haber unas cien personas, todos adultos y varones: blancos, negros, asiáticos, indios, hispanos… Prácticamente de todo, y todos embobados, con la mirada fija. Tuvo una punzada de aprensión. Deberían haber traído más refuerzos. Muchos más.

—Bueno, a ver, escúchenme. —Levantó mucho la voz, afectando confianza, para que le oyeran todos—. Traemos una orden judicial de registro del interior de esta iglesia. Según la orden, además de registrar la iglesia podemos cachear a cualquier persona que se encuentre dentro de ella. Tenemos derecho a llevarnos cualquier cosa que estimemos de interés, según estipula la orden. Se les entregará una lista completa y todo les será devuelto. ¿Me han entendido?

Hizo una pausa mientras se apagaban los ecos de su voz. Ni un solo movimiento. A la luz de las linternas, el brillo de los ojos era rojo, como el de los animales de noche.

—Pues eso, que nadie se mueva ni interfiera, por favor. Sigan las instrucciones de los agentes, ¿de acuerdo? Así acabaremos lo antes posible.

Volvió a mirar a su alrededor. ¿Se habían movido un poco, estrechando el círculo, o eran imaginaciones suyas? Lo segundo, sin duda. No había oído ni visto moverse a nadie. En el silencio se percibía la presencia de las vigas negras del techo, que crujían y cambiaban de encaje, antiguas y amenazadoras.

Los fieles, en cambio, no hacían ruido en absoluto. De pronto se escuchó algo al fondo de la iglesia: un patético balido de cordero.

—Muy bien —dijo D’Agosta—, empezad por el fondo e id hacia la puerta.

Caminaron por el centro de la iglesia. El suelo era de losas grandes y cuadradas, pulidas por muchos pies. No había sillas ni bancos. Las ceremonias y ritos de aquella gente (de los que D’Agosta no se hacía ni la más remota idea) debían de practicarse de pie. O de rodillas. Observó extraños dibujos en los muros: volutas, ojos, plantas de hoja, con elaboradas series de líneas que lo enlazaban todo. Le recordó el atuendo del sacerdote, pero aún más el dibujo hecho con sangre en la pared del piso de Smithback.

Hizo señas a Pérez.

—Haga una foto de aquel dibujo.

—De acuerdo.

El flash sobresaltó a Pulchinski.

Otro balido de cordero. Les observaban cientos de ojos. De vez en cuando, D’Agosta estaba seguro de haber visto un brillo de metal afilado entre los pliegues de las túnicas.

El pequeño grupo acabó llegando al fondo de la construcción. En el lugar habitualmente reservado al coro había un redil con cerca de madera y suelo de paja. En el centro había un poste con una cadena, y en la otra punta de la cadena, un cordero. El suelo estaba cubierto con paja húmeda, salpicada de manchas oscuras. Las paredes presentaban churretes de sangre endurecida y trozos de heces. El poste había tenido tallas, como un tótem, pero estaba tan cubierto de vísceras y estiércol que ya no se reconocían.

Detrás había un altar de ladrillo, con varias jarras de agua, piedras pulidas, fetiches y comida. Más arriba, un pequeño pedestal prestaba apoyo a una serie de utensilios de vagos aires náuticos, que D’Agosta no reconoció: rollos y ganchos de metal clavados en bases de madera, como sacacorchos gigantes. Estaban muy bruñidos y se exhibían como reliquias sagradas. Junto al altar había un baúl de mimbre, con un candado.

—Precioso —dijo D’Agosta mientras lo iluminaba todo con su linterna—. Precioso, de verdad.

—Nunca había visto un vudú así —murmuró Bertin—. La verdad es que no lo llamaría vudú. Están las bases, no se puede negar, pero han tomado una dirección completamente distinta, más peligrosa.

—Esto es horrible —dijo Pulchinski.

Sacó una cámara de vídeo y empezó a filmar.

La visión del aparato hizo que se elevara un susurro colectivo de la masa de gente.

—Esto es un lugar sagrado —declaró la voz del sumo sacerdote, resonando en el espacio cerrado—. Lo están profanando. ¡Profanan nuestra fe!

—Grábelo todo, señor Pulchinski —ordenó D’Agosta.

Con la presteza de un murciélago y un henchir repentino de su túnica, el sacerdote se abatió sobre la cámara y la arrancó de manos de Pulchinski con un golpe de su báculo, haciéndola caer al suelo. Pulchinski tropezó hacia atrás y gritó de miedo.

En un abrir y cerrar de ojos, D’Agosta tenía su pistola en la mano.

—Señor Charrière, enseñe las manos y vuélvase. ¡He dicho que se vuelva!

El sumo sacerdote no cambió de postura. Pese a estar en el punto de mira del arma, ni siquiera se inmutó.

Pendergast (que había estado paseando, raspando muestras de varios objetos y mobiliario del altar para introducirlos en minúsculas probetas) apareció rápidamente frente a D’Agosta.

—Un momento, teniente —dijo en voz baja. Se volvió—. ¿Señor Charrière?

Los ojos del sacerdote se clavaron en él.

—¡Envilecedores! —exclamó.

—Señor Charrière…

Pendergast repitió el nombre con un énfasis muy peculiar. El sacerdote se calló.

—Acaba de agredir a un representante de las fuerzas del orden. —Se volvió hacia el agente de control de animales—. ¿Se encuentra bien?

—Sí, sí, no pasa nada —dijo Pulchinski, haciéndose el valiente.

Prácticamente le crujían las rodillas. D’Agosta miró a su alrededor, inquieto. Esta vez no eran imaginaciones suyas. La multitud se había acercado.

—Ha sido una tontería, señor Charrière —continuó Pendergast, con una voz que, sin ser fuerte, lograba ser penetrante—. Se ha puesto en nuestro poder. —Miró hacia otro sitio—. ¿Verdad, señor Bossong?

Una sonrisa se extendió por las facciones del sacerdote. La mayoría de las caras se ilumina al sonreír, pero la de Charrière se desfiguraba, revelando tejidos cicatrizados que hasta entonces no llamaban la atención.

—¡El único poder procede de los dioses de este lugar, el poder de los loa y sus hungan!

Dio un golpe de báculo en el suelo, como si quisiera remarcar su afirmación. De pronto, en el silencio eléctrico, un sonido respondió bajo sus pies.

—Aaaaauuuu…

D’Agosta dio un respingo al reconocerlo: era lo que había oído la otra noche, entre los arbustos.

—¿Qué narices ha sido eso?

No hubo respuesta. La multitud parecía tensa, electrizada y expectante.

—Quiero registrar el sótano.

Bossong, el líder de la comunidad, dio un paso al frente. Había asistido al enfrentamiento desde un lado, con una mirada inescrutable.

—La orden de registro no llega hasta ahí —declaró.

—Tengo causa probable. Aquí abajo hay un animal, o algo.

Bossong frunció el entrecejo.

—No pasará.

—Y una mierda.

La consigna fue retomada por el sacerdote, Charrière, que se giró y le dijo a la gente:

—¡No pasará!

—¡No pasará! —entonaron todos al unísono.

Después de tanto silencio, el súbito estruendo de sus gritos resultaba casi aterrador.

—Primero acabaremos nuestro trabajo —continuó con calma Pendergast—. Cualquier nueva tentativa de obstaculizarlo no será vista con buenos ojos. La reacción podría incluso ser desagradable.

Charrière, cuya sonrisa se convirtió en una mueca, clavó un dedo en la americana de Pendergast.

—Usted no tiene ningún poder sobre mí.

Pendergast se apartó para no ser tocado.

—¿Seguimos, teniente?

D’Agosta enfundó el arma. Pendergast había conseguido ganar uno o dos minutos.

—Pulchinski, coja el cordero y el poste. Pérez, abra el baúl.

Pérez cortó el candado del baúl de mimbre y levantó la tapa. D’Agosta iluminó el interior. Contenía instrumentos envueltos en trozos de cuero. Cogió uno y lo desenrolló: un cuchillo curvo.

—Coja el baúl, con todo su contenido.

—Sí, señor.

La gente murmuraba al tiempo que se acercaba, despacio. El rostro del sumo sacerdote, deformado por una mueca, les observaba trabajar a la vez que movía los labios, como si pronunciase alguna letanía para sus adentros.

D’Agosta vio a Bertin de reojo. Casi se había olvidado del extraño hombrecillo. Estaba rebuscando en un rincón, una especie de transepto con decenas de tiras de cuero colgadas del techo y fetiches atados en las puntas. Después se acercó a una extraña construcción hecha con palos, miles de palos atados en un quincunce tridimensional torcido. Se le veía demudado, inquieto.

—Eso lléveselo también —dijo D’Agosta, señalando un fetiche en el suelo—. Y eso. Y eso.

Enfocaba la linterna hacia los rincones, buscando puertas o armarios, e intentando ver más allá de la gente.

—¡Que los loa hagan llover desastres sobre los sucios baka que profanan el santuario! —exclamó el sumo sacerdote.

Ahora tenía en la otra mano un extraño amuleto (un pequeño y oscuro sonajero, rematado por una bola reseca del tamaño de una pelota de golf), y lo sacudía hacia los intrusos.

—Llévense los fetiches del altar —dijo D’Agosta—. Y aquellos instrumentos. Y toda aquella porquería de allá al fondo. Todo.

Pérez metió rápidamente los objetos en el contenedor de plástico reservado para las pruebas.

—¡Ladrón! —tronó Charrière, agitando el amuleto.

La multitud se aproximó, arrastrando los pies.

—Tranquilos, que todo se les devolverá —dijo D’Agosta.

Más valía ir acabando de una vez y registrar el sótano.

—Teniente, no olvide los objetos de la caye-mystère.

Pendergast señaló con la cabeza una hornacina oscura que contenía otro altar, bordeado de palmas. Dentro había algunos potes, fetiches y ofrendas de comida.

—De acuerdo.

—¡Cerdos baka!

De pronto, del círculo de acólitos, surgió un ruido como el de una serpiente de cascabel. Empezó en un punto, saltó a otro, y acabó multiplicándose por todas partes. Al enfocar la linterna en el círculo, D’Agosta vio que se había estrechado aún más, y que cada uno de sus miembros agitaba un mango de hueso tallado, cuya punta sólo podía ser un cascabel de serpiente.

—Bueno, creo que ya estamos —dijo, fingiendo despreocupación.

—Quizá pudiéramos dejar para otro día el registro del sótano —murmuró Pendergast.

D’Agosta asintió con la cabeza. Había que salir por patas, la verdad.

—¡Baka comeperros! —chilló el sacerdote.

D’Agosta se giró para irse. La gente obstruía por completo el pasillo de la nave, por donde tenían que salir.

—¡Eh, que ya estamos! Ya nos vamos.

Tanto a Pulchinski como a Pérez se les notaban claramente las ganas de marcharse. Pendergast había vuelto a recoger pequeños especímenes. Pero ¿dónde narices estaba Bertin?

Justo entonces se oyó un ruido en un rincón oscuro. Al girarse, D’Agosta vio a Bertin, que se lanzó gritando contra el sumo sacerdote y le embistió como una fiera. Charrière retrocedió, tambaleándose, mientras Bertin le disputaba ferozmente el amuleto que tenía en el puño.

—¡Eh! —exclamó D’Agosta—. ¿Se puede saber…?

La gente se acercó. El ruido de cascabeles se había convertido en un clamor sibilante, gutural.

Los dos rivales cayeron al suelo, enredados en la túnica de Charrière. Pendergast se sumó al forcejeo con gran celeridad, y al cabo de un momento se apartó, sujetando a Bertin por los brazos.

—¡Déjame, que me lo cargo! —exclamó Bertin—. ¡Te voy a matar, masisi!

Charrière se limitó a arreglarse la túnica, quitarse el polvo y desfigurarse con otra horrible sonrisa.

—El que morirá eres tú —dijo en voz baja—. Y tus amigos.

Bossong, el líder de la comunidad, le dirigió una rápida mirada.

—¡Ya basta!

Bertin se resistía, pero Pendergast le tenía bien sujeto, susurrándole algo en el oído.

—¡No! —exclamó Bertin—. ¡No!

La multitud se acercaba, agitando como locos sus sonajeros. D’Agosta vio brillar más acero afilado en los pliegues oscuros de las túnicas. Bertin se calló de golpe, pálido y tembloroso.

Estaban cada vez más cerca.

D’Agosta tragó saliva. Ni hablar de plantar cara. Como máximo podían aspirar a abrirse paso a tiros, siempre que en la multitud no hubiera armas de fuego, pero entonces se pasarían el resto de la vida de juicio en juicio.

—Nos marchamos —consiguió decir. Se giró hacia los demás—. Vamos.

Charrière se interpuso en su camino. La multitud se cerraba como un torno.

—No buscamos pelea —aclaró D’Agosta, al tiempo que apoyaba la mano en la pistola reglamentaria.

—Ya es demasiado tarde —replicó el sumo sacerdote, levantando bruscamente la voz—. Sois profanadores, mugre. Lo único que puede quitar la mancha es una limpieza completa.

—¡Vamos a limpiar la iglesia! —exclamó una voz, de la que se hicieron eco otras.

—¡Vamos a limpiar la iglesia!

El dedo de D’Agosta retiró el seguro de la funda. Hizo un cálculo mental rápido. La Glock 19 tenía un cargador de quince balas, bastantes para abrirse camino hasta la puerta por una multitud normal, pero aquélla no tenía nada de normal. Apretó con más fuerza la culata, respirando hondo.

De pronto Pendergast dio un paso hacia Charrière.

—¿Qué es esto? —Su mano avanzó como un rayo y arrancó algo de la manga del sumo sacerdote. Lo levantó, al tiempo que lo iluminaba con la linterna—. ¡Mirad! Un arrêt con una falsa cuerda en espiral invertida. ¡El amuleto del falso amigo! Señor Charrière, ¿por qué lo lleva, si es usted el ministro de esta gente? ¿Qué teme de ellos?

Se volvió hacia la multitud, agitando el pequeño fetiche con plumas.

—¡Sospecha de vosotros! ¿Lo veis? —Se volvió rápidamente hacia Charrière—. ¿Por qué no se fía de esta gente? —preguntó.

Charrière rugió y se le echó encima para golpearle con el báculo, haciendo revolotear la túnica, pero el agente del FBI le esquivó con tal destreza que el sacerdote no tocó más que aire y un veloz puntapié le dejó por el suelo. Un rugido de ira se extendió por la multitud. Bossong intervino con gran rapidez para retener al sumo sacerdote, justo cuando se levantaba con el rostro crispado de rabia y odio.

—¡Desgraciado! —le escupió Charrière a Pendergast.

—Evidentemente, es hora de irse —murmuró éste.

D’Agosta cogió el asa delantera del contenedor de pruebas, que tenía el tamaño de un ataúd; con la trasera en manos de Pérez, la usaron como ariete contra la multitud, que se dispersó, sorprendida. D’Agosta usó la otra mano para desenfundar la Glock y disparar al aire. La detonación reverberó incesantemente por la bóveda.

—¡Vámonos! ¡Deprisa!

Tras enfundar el arma, cogió literalmente a Bertin por el cuello y le arrastró hacia la puerta, derribando a más de un fiel. Se vio brillar un cuchillo, pero un movimiento súbito de Pendergast echó por tierra al malogrado agresor.

Cruzaron la puerta, seguidos por la enfervorizada multitud. D’Agosta disparó por segunda vez al aire.

—¡Atrás!

Ahora eran decenas los cuchillos que reflejaban débilmente la última luz del día.

—¡A los coches! —vociferó D’Agosta—. ¡Vamos!

Subieron todos a la vez, arrojando las pruebas a la parte trasera de la camioneta, y por último el cordero. Casi no habían tenido de tiempo de cerrar las puertas y ya chirriaban los neumáticos, justo delante del coche patrulla, que salpicó de grava a la multitud histérica. Mientras aceleraban, D’Agosta oyó un gemido en el asiento de atrás y al girarse vio al francés, Bertin, blanco y tembloroso, con una mano en la solapa de Pendergast. El agente sacó algo del bolsillo de su traje: uno de los extraños ganchos del altar. Lo debía de haber robado durante la pelea.

—¿Está herido? —pregunto D’Agosta a Bertin, jadeando.

A él le iba muy deprisa el corazón y le costaba mucho recuperar el aliento.

—El hungan, Charrière…

—¿Qué?

—Ha recogido muestras…

—¿Que ha qué?

—Muestras mías, y de todos… pelo, ropa… ¿no lo ha visto? Ya le ha oído amenazarnos. Maleficia, conjuros de muerte. Pronto lo sabremos. Pronto lo sentiremos.

Parecía que Bertin estuviese agonizando.

D’Agosta se volvió de golpe. ¡Cuántas chorradas había que aguantar trabajando con Pendergast!