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A las nueve y diez de la mañana, D’Agosta renunció a seguir esperando a Pendergast y subió desde el vestíbulo del ayuntamiento a un despacho anónimo de uno de los pisos altos del edificio, que tardó diez minutos en localizar. Finalmente encontró la puerta cerrada del despacho y leyó la inscripción de la placa de plástico:

MARTY WARTEK

VICEDIRECTOR ADJUNTO

DEPARTAMENTO DE VIVIENDA DE NUEVA YORK

DISTRITO DE MANHATTAN

Llamó dos veces a la puerta.

—Adelante —dijo una voz aguda.

Entró. Sorprendía lo espacioso y confortable del despacho, con un sofá y dos sillones en un lado, una mesa en el otro y un hueco con una secretaria vieja y fea. Sólo había una ventana, con vistas al bosque de torres que constituía Wall Street.

—¿El teniente D’Agosta? —preguntó al otro lado de la mesa el ocupante del despacho, mientras se levantaba y señalaba uno de los sillones.

D’Agosta prefirió el sofá, que parecía más cómodo.

El funcionario salió de detrás de la mesa y se acomodó en un sillón. D’Agosta le echó un vistazo: bajo, delgado, con un traje marrón que le caía mal, piel irritada por el afeitado, mechones de pelo escaso que brotaba del centro de la calva, ojos nerviosos y esquivos de color marrón, pequeñas manos temblorosas, labios apretados y aires de superioridad moral.

Empezó a sacar la placa, pero Wartek sacudió rápidamente la cabeza.

—No es necesario. Ya se ve que es detective.

—¿Ah, sí?

Por alguna razón, D’Agosta se molestó. Se dio cuenta de que le apetecía molestarse. «Tranquilo, Vinnie.»

Un momento de silencio.

—¿Café?

—Gracias. Con leche y azúcar.

—Susy, dos cafés con leche y azúcar, por favor.

D’Agosta trató de organizar sus ideas. Tenía la cabeza embotada.

—Señor Wartek…

—Llámeme Marty, por favor.

Se recordó que Wartek estaba haciendo un esfuerzo por ser amable. No hacía ninguna falta pagárselo con mala leche.

—Marty, vengo a hablar de la Ville. En Inwood. ¿Lo conoce?

Un gesto cauto de afirmación con la cabeza.

—He leído los artículos.

—Quiero saber cómo narices pueden ocupar suelo público y cerrar una vía pública sin que nadie les diga nada.

D’Agosta no pensaba ser tan directo, pero le salió así, y estaba demasiado cansado para preocuparse.

—Bueno, bueno… —Wartek se inclinó hacia delante—. Mire, teniente, hay un principio jurídico que se llama usucapión o «prescripción adquisitiva» —abrió y cerró comillas con gestos nerviosos de los dedos—, según el cual, si un terreno lleva ocupado durante un período determinado sin autorización del dueño, y se ha usado de manera «abierta y notoria», entonces la parte usuaria adquiere ciertos derechos legales respecto a la propiedad. En Nueva York, el período en cuestión son veinte años.

D’Agosta le miró fijamente. Para él como si le hubieran hablado en chino.

—Perdone. Me he perdido.

Un suspiro.

—Parece ser que los residentes de la Ville llevan ocupando aquel terreno como mínimo desde la guerra de Secesión. Creo que era una iglesia abandonada, con muchas dependencias, y lo ocuparon todo. En aquella época, Nueva York estaba llena de okupas. En Central Park había muchísimos: huertos, pocilgas, casuchas…

—Pues en Central Park ya no están.

—Sí, es verdad; al convertir en parque público Central Park, echaron a los okupas, pero la punta norte de Manhattan siempre ha sido una especie de tierra de nadie. Es un terreno pedregoso y con muchos desniveles, poco adecuado para la agricultura y la vivienda. Inwood Hill Park no fue creado hasta los años treinta, y para entonces los residentes de la Ville ya habían adquirido el derecho de prescripción adquisitiva.

Aquel tono insistente, como de conferenciante, empezaba a ponerle de los nervios.

—Mire, yo no soy abogado. Lo único que sé es que no tienen ninguna escritura de propiedad, y que han cerrado una vía pública. Aún no me ha dicho cómo es posible.

D’Agosta se apoyó en el respaldo y se cruzó de brazos.

—Por favor, teniente. Estoy intentando explicárselo. Llevan ciento cincuenta años en el mismo sitio. Tienen derechos adquiridos.

—¿El de bloquear una calle de la ciudad?

—Puede ser.

—¿O sea, que no pasa nada si decido hacer una barricada en la Quinta Avenida? ¿Estoy en mi derecho?

—Le detendrían. El Ayuntamiento se lo impediría. No se aplicaría la ley de prescripción adquisitiva.

—Bueno, vale, pues ¿entro en su casa cuando esté de viaje, vivo veinte años sin pagar alquiler y luego el piso es mío?

Llegaron los cafés, tibios y con demasiada leche. D’Agosta se bebió la mitad del suyo. Wartek dio un sorbito con los labios fruncidos.

—En honor a la verdad —continuó—, sería suyo si su ocupación del piso fuera abierta y notoria, y si yo nunca le hubiera autorizado a vivir en él. A la larga adquiriría usted un derecho de prescripción adquisitiva, porque…

—Pero bueno, ¿qué pasa, que esto es la Rusia comunista?

—Teniente, la ley no la he escrito yo, pero debo decir que es muy sensata. Sirve para protegerle, por ejemplo, si al instalar un sistema séptico invade sin querer la finca del vecino, y el vecino no se da cuenta ni se queja en veinte años. ¿Y si se da cuenta después? ¿Le parece que deberían obligarle a quitarlo?

—Todo un pueblo en pleno Manhattan no se trata de un sistema séptico.

El nerviosismo había agudizado un poco la voz de Wartek, y le estaba provocando una erupción en el cuello.

—¡El principio es el mismo para un sistema séptico que para todo un pueblo! Si el dueño no protesta ni se da cuenta, y usted hace un uso abierto del terreno, adquiere una serie de derechos. Es como terreno abandonado. No se diferencia mucho de la ley marítima.

—¿Me está diciendo que el Ayuntamiento nunca ha protestado contra la Ville?

Silencio.

—No lo sé, la verdad.

—Pues mire, igual sí protestó. Igual hay cartas archivadas. Le apuesto…

D’Agosta se calló al ver entrar sigilosamente a alguien vestido de negro.

—¿Quién es usted? —preguntó Wartek, con voz agudizada por la alarma.

D’Agosta tenía que reconocer que a simple vista la presencia de Pendergast no resultaba muy tranquilizadora: una figura en blanco y negro, con la piel tan blanca que casi parecía muerto y los ojos plateados como monedas de diez centavos recién acuñadas.

—Agente especial Pendergast, del FBI, para servirle.

Pendergast hizo una pequeña reverencia e introdujo una mano en su chaqueta para sacar un sobre de papel manila, que abrió encima de la mesa. Contenía fotocopias de cartas antiguas, con el membrete del Ayuntamiento de Nueva York.

—¿Qué es? —preguntó Wartek.

—Las cartas. —Se volvió hacia D’Agosta—. Le ruego que disculpe mi retraso, Vincent.

—¿Cartas? —preguntó Wartek, ceñudo.

—Las cartas en que el Ayuntamiento protestó contra la Ville. Se remontan a 1864.

—¿De dónde las ha sacado?

—Tengo un investigador en la biblioteca, una magnífica persona a quien le recomiendo encarecidamente.

—Pues ahí lo tiene —dijo D’Agosta—: no hay derecho de posesión de no sé qué narices que ha dicho usted.

La erupción del cuello de Wartek se oscureció.

—Teniente, no vamos a tramitar ningún procedimiento de expulsión contra esa gente sólo porque lo quieran usted o este agente del FBI. Sospecho que su cruzada guarda alguna relación con determinadas prácticas religiosas que les parecen censurables. Pues mire, también es una cuestión de libertad religiosa.

—¿Libertad religiosa? ¿Para torturar y matar animales… o algo peor? —se indignó D’Agosta—. ¿Para pegarle un mamporro a un policía de servicio? ¿Para perturbar la calma del barrio?

—Las cosas tienen que ir por su debido cauce.

—Por supuesto —intervino Pendergast con suavidad—. Su debido cauce. Ahí es donde interviene su departamento, para encauzarlo. Y por eso estamos aquí, para aconsejarles que lo hagan con celeridad.

—Este tipo de decisiones requieren un estudio largo y minucioso. Hay que asesorarse jurídicamente, reunirse y hacer una investigación documental. No se puede zanjar de la noche a la mañana.

—¡Ojalá tuviéramos tiempo, estimado señor Wartek! Ahora mismo, mientras hablamos, la opinión pública se está volviendo contra ustedes. ¿Ha visto la prensa de esta mañana?

La erupción ya ocupaba casi todo el rostro de Wartek, que empezó a sudar. Se levantó en todo su metro sesenta de estatura.

—Insisto en que estudiaremos el caso —repitió, y les acompañó hacia la puerta.

Al bajar en un ascensor lleno de gente somnolienta trajeada de gris, Pendergast se volvió hacia D’Agosta y le dijo:

—¡Querido Vincent, qué hermoso es ver a la burocracia de Nueva York en su dinámico apogeo!