D’Agosta veía filtrarse un alba gris por las cortinas de las ventanas del Club de Prensa Gotham. Estaba agotado, y la cabeza le palpitaba al ritmo de su corazón. La policía científica ya había acabado su trabajo y se había ido. También se habían ido los de pelos y fibras, así como el fotógrafo y el forense, junto con el cadáver; ya estaban interrogados, o emplazados para ello, todos los testigos, y ahora D’Agosta se encontraba solo en el espacio acordonado donde se había producido el crimen.
Oía el tráfico de la calle Cincuenta y tres, con las primeras furgonetas de reparto, los camiones de basura del turno del amanecer y los taxistas diurnos que iniciaban la ronda con el acostumbrado ritual de bocinas e insultos.
Se quedó quieto en un rincón. Todo muy elegante, muy neoyorquino: roble oscuro en las paredes, chimenea con repisas esculpidas, suelo de mármol en damero blanco y negro, lámpara de araña colgando del techo y altas ventanas con mainel e hilo de oro en las cortinas. Olía a humo viejo, a entremeses rancios y vino derramado. En el momento del asesinato, el pánico había hecho caer al suelo abundante comida y cristales que se habían roto. Sin embargo, a D’Agosta no le quedaba nada más por ver. No eran testigos ni pruebas lo que faltaba. El asesino había cometido el crimen en presencia de más de doscientas personas (sin que intentara detenerle ni un solo periodista pusilánime), y luego se había escapado por la cocina del fondo, cruzando varias puertas dejadas abiertas por el servicio de catering cuya furgoneta estaba aparcada detrás del edificio, en un callejón.
¿Lo sabía el asesino? Sí. Según tocios los testigos, se había dirigido resueltamente (aunque sin prisas) hacia una de las puertas de servicio del fondo del salón, previo paso a salir a la calle a través de un pasillo y la cocina. Conocía la distribución del edificio, sabía que las puertas estaban abiertas, se hallaba al corriente de que encontraría abierta la verja del callejón trasero y sabía que por él se accedía a la calle Cincuenta y cuatro, con el anonimato de sus multitudes. O de un coche a la espera. Porque tenía todo el aspecto de un crimen muy bien planeado.
Se frotó la nariz, intentando respirar despacio para que no le dolieran tanto las sienes. Casi no podía pensar. Los cerdos de la Ville se iban a dar cuenta de que agredir a un policía era muy mala idea. Alguna relación tenían con aquello. Smithback había pagado caro el escribir sobre ellos, y Caitlyn Kidd acababa de correr la misma suerte.
¿Por qué seguía ahí? En el lugar del crimen no había nada nuevo que encontrar, nada que no hubiera sido examinado, registrado, fotografiado, recogido, analizado, olido, mirado y anotado previamente. Estaba exhausto. Y sin embargo no se decidía a irse.
Smithback. Sabía que era Smithback quien le retenía.
Todos los testigos juraban que había sido Smithback; incluso Nora, a quien había entrevistado (sedada, pero lúcida) en su piso. Ella no era tan fiable, por haber visto al asesino desde la otra punta de la sala, pero algunos de los que juraban que era él le habían visto de cerca. La propia víctima había gritado su nombre al ver que se acercaba. Y sin embargo, pocos días antes D’Agosta había visto con sus propios ojos el cadáver de Smithback sobre una camilla, con el pecho abierto, los órganos fuera del cuerpo, etiquetados, y la parte superior del cráneo serrada.
El cadáver de Smithback, desaparecido… ¿Cómo era posible que cualquier imbécil pudiera entrar en el depósito y robar un cadáver? Aunque tal vez no fuera tan extraño. Bien había entrado Nora, sin que la parase nadie. De noche sólo había una recepcionista, y por lo visto no era la primera que se quedaba dormida. Claro que a Nora la habían perseguido los de seguridad, y al final la habían pillado. Por otra parte, no era lo mismo entrar en un depósito de cadáveres que llevarse uno.
A menos que el cadáver se hubiera ido por su propio pie…
¡Pero qué cosas se le ocurrían! Barajaba simultáneamente una docena de teorías. Tenía la seguridad de que la Ville estaba implicada de alguna manera, pero tampoco podía descartar al desarrollador de software, Kline, con su amenaza directa a Smithback. Ya le había dicho a Rocker que los especialistas del museo habían identificado algunas esculturas africanas de su colección como objetos vudú, con un significado especialmente siniestro. Aunque había un problema: ¿qué razón podía tener Kline para matar a Caitlyn Kidd? ¿También había escrito algún artículo sobre él? A menos que por alguna razón Kidd le recordase al periodista que había destruido su carrera cuando aún estaba en ciernes… Valía la pena investigarlo.
Luego estaba la otra teoría, que Pendergast parecía tomarse en serio, aunque disimulase: que tanto a Smithback como a Fearing les hubieran resucitado.
—¡Hay que joderse! —murmuró en voz alta, mientras daba media vuelta y salía al vestíbulo, abandonando el salón de recepciones.
Firmó en el registro del agente que vigilaba la puerta principal y al salir le recibió un alba fría y gris de octubre.
Miró su reloj. Las siete menos cuarto. A las nueve había quedado con Pendergast en el centro. Se fue caminando hacia Madison Avenue por la calle Cincuenta y tres, pues había dejado el coche patrulla aparcado en la Quinta Avenida. Entró en un bar y se sentó.
Cuando llegó la camarera, lo encontró dormido.