35

D’Agosta aparcó el coche patrulla bajo la puerta cochera del número 891 de Riverside Drive. Salió y dio unos puñetazos en la puerta de madera maciza. Treinta segundos después la abrió Proctor, que le observó un momento en silencio y se apartó.

—Le encontrará en la biblioteca —murmuró.

D’Agosta cruzó inestablemente el refectorio y el salón de fiestas y entró en la biblioteca con la mano en la cabeza, tapándose el corte con un trozo de tela. Encontró a Pendergast —y al extraño archivero que respondía al nombre de Wren— sentados a ambos lados de un fuego muy vivo, en sillones de orejas. Entre los dos había una mesa, con papeles y una botella de oporto.

—¡Vincent! —Pendergast se levantó rápidamente y se acercó—. ¿Qué ha pasado? Necesita una silla, Proctor.

—Gracias, ya me siento yo solo. —D’Agosta tomó asiento mientras se tocaba con cuidado la cabeza. Por fin había dejado de sangrar—. He tenido un pequeño accidente en la Ville —dijo en voz baja.

No habría sabido decir qué le irritaba más, la idea de que matasen a los animales o haberse dejado tumbar por un borracho. Al menos esperaba que fuera eso, un borracho. No estaba dispuesto a sopesar la alternativa.

Pendergast se agachó para examinar el corte, pero D’Agosta le apartó con un gesto de las manos.

—Sólo es un rasguño. Por la cabeza siempre se sangra como un cerdo.

—¿Le apetece algo de beber? ¿Un oporto, por ejemplo?

—Una cerveza. Bud Light, si tiene.

Proctor salió de la sala.

Wren seguía sentado en su sillón, como si no ocurriese nada anómalo. Estaba sacando punta a un lápiz con una navaja muy pequeña. Examinó la punta, apretó los labios para soplar y la afiló un poco más.

Pronto llegó la lata helada en bandeja de plata, con un vaso enfriado. Prescindiendo de él, D’Agosta cogió la cerveza y se tomó un buen sorbo.

—Me hacía falta.

Bebió un poco más.

Pendergast había vuelto a su sillón de orejas.

—Somos todo oídos, querido Vincent.

D’Agosta les explicó su entrevista con la mujer de Indian Road, y lo de después. No mencionó el hecho de haber estado a punto de entrar por sí solo en la Ville, de pura rabia (objetivo al que había renunciado al recuperar la conciencia). Pendergast estaba muy atento. D’Agosta también decidió omitir la pérdida del teléfono móvil y el busca a consecuencia del ataque. Cuando acabó de hablar, la biblioteca quedó en silencio. La chimenea ardía y crepitaba.

Finalmente Pendergast salió de su mutismo.

—Y este… este hombre… ¿dice que se movía de manera errática?

—Sí.

—¿Y que estaba cubierto de sangre?

—Al menos era lo que parecía a la luz de la luna.

El inspector hizo una pausa.

—¿Guardaba un parecido con la persona a quien vimos en la grabación de seguridad?

—Sí.

Otra pausa, más larga.

—¿Era Colin Fearing?

—No. Sí. —D’Agosta meneó su dolorida cabeza—. No lo sé. Tampoco es que le viera muy bien la cara.

Pendergast se quedó un buen rato callado, con algunas arrugas en su tersa frente.

—¿Cuándo ha sido, exactamente?

—Hace media hora. Sólo me he quedado inconsciente un momento. Como ya estaba tan al norte, he venido directo aquí.

—Qué curioso…

Sin embargo, la expresión de Pendergast no era de curiosidad. Más bien parecía de alarma.

Al cabo de un momento, miró al viejo.

—Wren estaba a punto de comunicarme el resultado de la investigación que acaba de realizar sobre el mismo lugar donde ha sido agredido usted. ¿Le importaría continuar, Wren?

—Con mucho gusto —dijo éste. Dos manos cubiertas de venas se acercaron al montón de papeles, del que extrajeron con habilidad una carpeta marrón—. ¿Le leo los artículos…?

—Recapitule sucintamente, si es usted tan amable.

—No faltaría más. —Wren carraspeó, se puso los papeles sobre las rodillas, muy bien alineados, y los hojeó—. Mmm… Vamos a ver… —Papeleo y lectura; muchos movimientos de cejas, gruñidos y tamborileos—. El 11 de junio de 1901 por la noche…

—La palabra clave es «sucintamente» —murmuró Pendergast, en un tono no desprovisto de amabilidad.

—¡Sí, sí! Sucintamente. —Un vigoroso carraspeo—. Por lo visto hace bastante tiempo que la Ville es… polémica, por decirlo de algún modo. He recopilado una serie de artículos del New York Sun de finales de siglo y principios del siguiente (me refiero a finales del siglo XIX), donde se describen quejas de vecinos no muy distintas a las de hoy en día: ruidos y olores extraños, restos de animales en el bosque y actividades dudosas. Hubo muchos testimonios sin confirmar sobre una «sombra errante» que vagaba por el bosque de Inwood Hill.

Su mano, salpicada de manchas marrones, sacó con muchísimo cuidado un recorte amarillento, como si fuera una hoja de un manuscrito iluminado, y la leyó.

Según fuentes con las que ha hablado este periódico, la aparición —descrita por testigos oculares como un ser desgarbado, que da la impresión de actuar mecánicamente— elige a sus víctimas entre los ciudadanos de Gotham cuya poca suerte, o escasa sensatez, les hace estar de noche por los alrededores de Inwood Hill. Muchos de sus ataques han sido mortales. Se han encontrado cadáveres en las más horribles posturas, con las mutilaciones más atroces que quepa imaginar. Otras personas han desaparecido, y no han vuelto a ser vistas por nadie.

—¿Cómo los mutilaban, exactamente? —preguntó D’Agosta.

—Destripándolos y cortándoles algunos dedos, la mayoría de las veces el corazón y el dedo medio de los pies. Al menos es lo que decía la prensa, aunque el Sun no destacaba por su probidad, teniente. Fue el pionero de la «prensa amarilla». Resulta que lo imprimían en papel amarillo, que por aquel entonces era el más barato. En esa época, blanquear y recortar incrementaba los costes de impresión en un veinte por ciento, y…

—Muy interesante —interrumpió Pendergast con suavidad al archivero—. Le ruego que prosiga, señor Wren.

Más movimiento de papeles y golpes con los dedos.

—Si hemos de dar crédito a estas noticias, parece que el ser a quien calificaban de mecánico pudo matar a cuatro personas.

—¿Cuatro personas? ¿Ya eso se referían con «ciudadanos de Gotham»?

—Repito que el Sun era un periódico sensacionalista, teniente. La exageración era su pan de cada día. Hay que leer con pinzas las noticias.

—¿Quiénes eran los ciudadanos asesinados?

—Al primero, decapitado, no se le pudo identificar. El segundo era un tal Phipps Gormly, arquitecto paisajista. El tercero también era un ciudadano muy respetable, un miembro de la comisión de parques que al parecer salió a dar un paseo. Cornelius Sprague, se llamaba. El asesinato consecutivo de dos ciudadanos respetables causó sensación. El cuarto asesinato, casi inmediato al tercero, tuvo como víctima al cuidador de una finca de la zona, la casa de campo de los Straus en Inwood Hill. Lo raro de este último crimen es que encontraron el cadáver cuando la víctima llevaba unos meses desaparecida, y sin embargo acababan de matarla.

D’Agosta cambió de postura.

—¿Destripados? ¿Y dice que les cortaban dedos de las manos y los pies?

—Sí, a los otros sí, pero al cuidador no le destriparon. Apareció cubierto de sangre, con un cuchillo en el pecho. Según la prensa, pudo haberse hecho él mismo la herida.

—¿En qué quedó la cosa? —preguntó D’Agosta.

—Parece que la policía hizo una redada en la Ville, con varios detenidos que acabaron en libertad por falta de pruebas. No se encontró nada en los registros, ni llegaron a resolverse los asesinatos. La única relación clara entre las muertes y la Ville era la proximidad entre la aldea y los lugares de los crímenes. Los rumores sobre seres desgarbados y mecánicos se fueron diluyendo, y las denuncias sobre sacrificios animales se volvieron relativamente esporádicas. Se diría que la Ville ha hecho todo lo posible por no llamar la atención. Hasta ahora, por supuesto. Pero lo más interesante de todo lo he descubierto cotejando otras fuentes antiguas: parece que en 1901 la familia Straus quiso talar una parte bastante grande de Inwood Hill, al norte, para tener mejores vistas del río Hudson, y que contrataron a un arquitecto paisajista para replantarla con el mejor gusto posible. Adivinen cómo se llamaba.

El silencio no duró mucho.

—¿No sería Phipps Gormly? —dijo Pendergast.

—El mismo. Y ¿le apetece adivinar qué miembro de la comisión de parques se encargó de autorizar los cambios necesarios?

—Cornelius Sprague. —Pendergast se inclinó hacia delante, con las manos enlazadas—. De haberse llevado a cabo los planes de tala, ¿habrían afectado a la Ville?

Wren asintió con la cabeza.

—Quedaba justo en el camino. No cabe duda de que la habrían demolido.

D’Agosta miró a Pendergast, a Wren y de nuevo al agente.

—¿Qué quiere decir, que a toda esa gente la mató la Ville para impedir que la familia siguiera con sus planes de ajardinamiento?

—La mató… o concertó su muerte. La policía nunca pudo establecer un vínculo, aunque está claro que el mensaje llegó a su destino, porque salta a la vista que se renunció a la reforma del parque.

—¿Algo más?

Wren buscó entre los papeles.

—Los artículos hablan de un «culto demoníaco» en la Ville. Los miembros son célibes y se mantienen siempre en el mismo número a base de voluntarios o conquistando adeptos a la fuerza entre vagabundos y gente de pocos recursos.

—Cada vez más curioso —murmuró Pendergast. Se volvió hacia D’Agosta—. «Actuar mecánicamente…» Recuerda bastante a lo que le ha atacado, ¿verdad, Vincent?

D’Agosta puso mala cara.

Con un trenzarse y destrenzarse de sus elegantes manos blancas, Pendergast se enfrascó en sus pensamientos. En alguna parte de la gran mansión se oyó el timbre de un teléfono.

Pendergast salió de su ensimismamiento.

—Sería interesante acceder a los restos de alguna de las víctimas.

D’Agosta gruñó.

—Gormly y Sprague probablemente estén en panteones familiares. Nunca conseguiría una orden judicial.

—Ah, pero la cuarta víctima, el cuidador de la familia Straus, el supuesto suicida… Cabe la posibilidad de que no se resista tanto a revelar sus secretos; en cuyo caso estaríamos de suerte, ya que, entre todos los cadáveres, el que más nos interesa es el suyo.

—¿Por qué?

Pendergast sonrió un poco.

—¿A usted qué le parece, querido Vincent?

D’Agosta frunció el entrecejo de exasperación.

—¡Me duele la cabeza, Pendergast! ¡No estoy de humor para jugar a Sherlock Holmes!

El rostro del agente reflejó una tristeza pasajera.

—De acuerdo —dijo al cabo de un rato—. He aquí los puntos más destacados. A diferencia de los otros cadáveres, éste no estaba destripado, sino ensangrentado y con la ropa hecha jirones. Y fue el último en aparecer. Tras su descubrimiento cesaron los asesinatos. También es oportuno resaltar que cuando empezaron los crímenes ya llevaba varios meses desaparecido. ¿Dónde estaba? ¿Viviendo en la Ville, tal vez?

Se apoyó de nuevo en el respaldo.

D’Agosta se palpó el chichón con cuidado.

—¿Qué quiere decir?

—Que el cuidador no era una víctima, sino el culpable.

A su pesar, D’Agosta sintió un cosquilleo de entusiasmo.

—Siga.

—En las grandes fincas, como la que nos ocupa, existía la costumbre de que los criados y los trabajadores tuvieran reservado un espacio para enterrar a sus muertos. Si hay uno en la casa de veraneo de los Straus, podríamos encontrar los restos del cuidador.

—Ya, pero usted sólo se basa en una noticia de prensa. No hay ninguna relación. Con pruebas tan endebles nadie le dará una orden de exhumación.

—Siempre podemos actuar por cuenta propia.

—No me diga que piensa desenterrarlo de noche, por favor.

Una leve inclinación afirmativa de la cabeza.

—¿Usted nunca sigue las reglas?

—Me temo que en contadas ocasiones. Pésima costumbre, pero muy difícil de cambiar.

Proctor apareció en la puerta.

—¿Señor? —dijo, con una neutralidad muy estudiada en su voz grave—. Acabo de hablar con uno de nuestros contactos del centro. Hay novedades.

—Expónganoslas, si es tan amable.

—Se ha producido un asesinato en el Club de Prensa Gotham; una tal Caitlyn Kidd, reportera. El autor del crimen ha desaparecido, pero muchos testigos aseguran que se trataba cié William Smithback.

—¡Smithback! —exclamó Pendergast, incorporándose de golpe.

Proctor asintió con la cabeza.

—¿Cuándo?

—Hace una hora y media. Por otro lado, el cadáver de Smithback ha desaparecido del depósito. Su esposa ha ido a buscarlo y al ver que ya no estaba ha montado una escena. Parece ser que en su lugar han dejado una especie de… mmm… quincalla vudú.

Se quedó callado, cruzando sobre el traje sus grandes manos.

D’Agosta sintió un profundo horror. Todo se había precipitado, y él sin busca ni teléfono móvil.

—Comprendo —murmuró Pendergast, cuyo rostro, de pronto, tenía el color amarillento de un cadáver—. Qué terrible cariz han tomado las cosas. —Y poco más que susurrando, sin dirigirse a nadie en especial, añadió—: Quizás haya llegado el momento de pedir ayuda a monsieur Bertin.