El pasillo olía a gato. D’Agosta lo recorrió hasta encontrar el apartamento 5D. Llamó al timbre y lo oyó reverberar con fuerza al otro lado. Se oyeron unas zapatillas que se arrastraban. Después, un ojo oscureció la mirilla.
—¿Quién es? —preguntó una voz trémula.
—El teniente Vincent D’Agosta.
Levantó la placa.
—Acérquela más, no puedo leerla.
La colocó frente a la mirilla.
—Póngase donde le vea.
Se centró respecto a ella.
—¿Qué quiere?
—Ya habíamos hablado antes, señora Pizzetti. Estoy investigando el homicidio de Smithback.
—Yo no tengo nada que ver con asesinatos.
—Ya lo sé, señora Pizzetti, pero quedamos en que me hablaría del señor Smithback, que la entrevistó para el Times. ¿Se acuerda?
Una larga espera. Después, el ruido al descorrer uno, dos y tres cerrojos, y al quitar una cadena y una aldaba. La puerta se entreabrió, retenida por otra cadena.
D’Agosta levantó otra vez la placa, mirada y remirada por dos ojos pequeños y redondos.
Tras el ruido de la última cadena, la puerta se abrió y D’Agosta vio aparecer ante sus ojos a la viejecita que se había imaginado, frágil como una taza de porcelana, ciñéndose el albornoz con una mano cubierta de venas azules y apretando los labios. Sus ojos, negros y brillantes como los de los ratones, le sometieron a un minucioso escrutinio.
D’Agosta entró rápidamente, para que no le cerrasen la puerta en las narices. Era un piso anticuado, a temperatura ecuatorial, grande y recargado, con sillones de orejas demasiado mullidos y antimacasares de encaje, lámparas con flecos, bibelots y adornos varios. Y gatos, por supuesto.
—¿Puedo?
Señaló un sillón.
—¿Se lo impide alguien?
Eligió el que parecía menos acolchado. Aun así su trasero se hundió de forma alarmante, como si fueran arenas movedizas. Inmediatamente un gato se subió a su brazo y empezó a ronronear con fuerza, arqueando la espalda.
—Baja, Scamp, déjale en paz.
La señora Pizzetti tenía mucho acento de Queens.
El gato, por supuesto, no le hizo ningún caso. A D’Agosta no le gustaban los gatos. Lo empujó un poco con el codo, pero el animal no hizo más que ronronear más fuerte, pensando que estaban a punto de acariciarle.
—Señora Pizzetti —empezó D’Agosta, que sacó la libreta e hizo todo lo posible por soslayar al gato, que le estaba dejando lleno de pelos su nuevo traje Rothman—, tengo entendido que habló con William Smithback el… —consultó sus notas—… el 3 de octubre.
—No me acuerdo de la fecha. —La anciana meneó la cabeza—. Cada vez es peor.
—¿Me puede decir de qué hablaron?
—Yo no tengo nada que ver con asesinatos.
—Ya lo sé. Le aseguro que no es sospechosa de nada. Decíamos que la entrevista con el señor Smithback…
—Me trajo un regalito. A ver… —Empezó a buscar por el piso, hasta que su mano temblorosa se posó en un gatito de porcelana. Se lo llevó a D’Agosta y se lo tiró al regazo—. Me trajo esto. Chino. Los venden en Canal Street.
D’Agosta le dio vueltas en la mano. Era una faceta de Smithback que desconocía: llevarles regalos a las viejecitas, aunque fueran tan secas como Pizzetti. Claro que probablemente fuese para conseguir una entrevista.
—Muy bonito. —Lo dejó en una mesita—. ¿De qué hablaron, señora Pizzetti?
—De aquellas bestias de allá, que matan animales. —Señaló la ventana más próxima—. Los de la Ville.
—Cuénteme qué le dijo al señor Smithback.
—Pues mire: de noche, si el viento llega del río, oyes los gritos. ¡Ruidos horribles de animales al cortarles el cuello! —Levantó la voz. Sus últimas palabras reflejaron cierta fruición—. ¡A ellos sí que deberían cortarles el cuello!
—¿Algo en concreto? ¿Algún incidente en especial?
—Le conté lo de la camioneta.
D’Agosta sintió que se le aceleraba el pulso.
—¿La camioneta?
—Cada jueves, como un reloj. Se va a las cinco y vuelve a las nueve de la noche.
—Hoy es jueves. ¿La ha visto?
—Pues claro, como cada jueves por la tarde.
D’Agosta se levantó para ir a la ventana. Daba al oeste, detrás del edificio. Él ya se había paseado por allí, para hacer un reconocimiento rápido de la zona antes de la entrevista. Abajo se veía un camino antiguo (el de la Ville, al parecer), que cruzaba los campos hasta perderse entre los árboles.
—¿Por esta ventana? —preguntó.
—¿Qué otra ventana hay? Pues claro que por esta ventana.
—¿La camioneta lleva algo escrito?
—Que yo haya visto, no. Es una camioneta blanca.
—¿Modelo? ¿Marca?
—De eso no tengo ni idea. Es blanca y sucia. Vieja. Un trasto.
—¿Al conductor le ha visto alguna vez?
—¿Cómo quiere que vea a alguien dentro desde aquí? Aunque de noche, cuando tengo la ventana abierta, a veces oigo ruidos. Es lo primero que me llama la atención.
—¿Ruidos? ¿De qué tipo?
—Balidos. Quejas.
—¿Ruidos de animales?
—Clarísimamente. De animales.
—¿Puedo?
D’Agosta señaló la ventana.
—¿Para que entre el aire frío? Eso es que no ha visto mis facturas de calefacción.
—Sólo un momento.
Levantó el panel (que no opuso resistencia) y se asomó sin esperar la respuesta de la señora. Era una tarde de otoño fría y serena. Resultaba creíble que la señora Pizzetti hubiera oído ruidos dentro de la camioneta, siempre que tuvieran cierta intensidad.
—Oiga, si necesita aire fresco, que se lo pague otro.
Él cerró la ventana.
—¿Cómo está de oído, señora Pizzetti? ¿Lleva algún audífono?
—¿Y usted, agente? —replicó ella—. Yo de oído estoy perfecta.
—¿Se acuerda de haber contado algo más a Smithback, o de alguna otra cosa sobre la Ville?
Pareció titubear.
—Dice la gente que han visto merodear algo por dentro de la valla.
—¿Algo? ¿Un animal?
Ella se encogió de hombros.
—Ah, y a veces salen de noche. En la camioneta. Pasan la noche fuera y vuelven por la mañana.
—¿Muy a menudo?
—Dos o tres veces al año.
—¿Tiene alguna idea de qué hacen?
—¡Y tanto! Buscar gente. Para la secta.
—¿Cómo lo sabe?
—Es lo que se comenta por aquí. Los que llevan toda la vida en el barrio.
—¿Concretamente quiénes, señora Pizzetti?
Se encogió de hombros.
—¿Puede darme algún nombre?
—Ni hablar. Yo a mis vecinos no les meto en esto. Me matarían.
D’Agosta sintió agotarse su paciencia con aquella anciana tan difícil.
—¿Qué más sabe?
—No recuerdo nada más. Menos los gatos. Le gustaban muchísimo los gatos.
—Perdone, pero ¿a quién le gustaban los gatos?
—¿A quién va a ser? Al reportero, Smithback.
Que le gustaban muchísimo los gatos… Smithback era un gran profesional, experto en ganarse la confianza de la gente y sintonizar con ella. D’Agosta se acordaba de que aborrecía los gatos. Miró su reloj y carraspeó.
—¿O sea, que la camioneta volverá dentro de una hora?
—Nunca falla.
Salió del edificio y llenó sus pulmones con el aire nocturno. Calma, árboles… Parecía mentira que aún estuvieran en la isla de Manhattan. Consultó su reloj: las ocho y pico. Había visto un bar en esa calle. Esperaría tomándose un café.
La camioneta fue puntual: una Chevy Express del 97, sin ventanillas en la parte trasera, y las de delante muy tintadas. Tenía una escalerilla para subir al techo. Frenó despacio al llegar a Indian Road desde la calle Doscientos catorce Oeste, y al final de la manzana se metió por el camino que llevaba a la Ville. Se paró en la cadena cerrada con candado.
D’Agosta sincronizó sus pasos para cruzar por detrás de la camioneta justo cuando se abriese la puerta del conductor. Salió un hombre, que fue a abrir el candado. D’Agosta no le vio claramente, por la poca luz, pero parecía más alto de lo normal. Llevaba una chaqueta larga, de aspecto casi antiguo, como de película del oeste. D’Agosta se paró a sacar un cigarrillo y encenderlo, sin levantar la cabeza. Después de bajar la cadena, el hombre subió a la camioneta, cruzó la cadena y frenó otra vez.
D’Agosta tiró el cigarrillo y echó a correr, parapetándose en la camioneta. Oyó que el conductor levantaba otra vez la cadena, cerraba el candado y se sentaba al volante. Entonces se agachó para subirse al parachoques de la parte trasera y cogerse a la escalerilla. Era suelo público, del Ayuntamiento. A un agente de las fuerzas del orden nada le impedía entrar, siempre que no accediese sin permiso al interior de ningún edificio privado.
La camioneta iba despacio, conducida con prudencia. Al poco tiempo de dejar atrás las débiles luces de Upper Manhattan, quedaron rodeados por los árboles oscuros y silenciosos de Inwood Hill Park. Aunque las ventanillas estuvieran totalmente cerradas, D’Agosta percibía sin dificultad los sonidos comentados por la señora Pizzetti: un coro de balidos, maullidos, ladridos, cacareos, y lo más aterrador de todo: un relincho asustado que sólo podía proceder de un potro recién nacido. Al pensar en el triste zoo que contenía la camioneta, y en la suerte que les estaba claramente reservada a todos los animales, D’Agosta se calentó de indignación.
La camioneta frenó al bajar de una colina. Cuando D’Agosta oyó salir al conductor, aprovechó el momento para saltar al suelo y meterse corriendo en el bosque, entre las hojas oscuras. En cuclillas, dirigió otra vez la vista hacia la camioneta. El conductor estaba abriendo una puerta muy vieja, en una valla de tela metálica. Su cara cruzó muy brevemente el haz de luz de los focos. Era de piel muy blanca, con una especie de refinamiento casi aristocrático que llamaba mucho la atención.
La camioneta cruzó la verja. El conductor, una vez más, bajó y la cerró. Luego subió al vehículo y se alejó. D’Agosta se levantó y se quitó las hojas, con las manos temblando de rabia. Ahora ya no le paraba nadie, y menos con tantos animales en peligro. Era un representante de las fuerzas del orden y estaba de servicio. Como detective de homicidios, no solía llevar uniforme. Sacó la placa y se la puso en la solapa antes de escalar la tela metálica y seguir el camino por donde habían desaparecido las luces traseras de la camioneta. Delante había una curva. Divisó vagamente el campanario de una iglesia grande y de factura tosca, rodeada por un conglomerado de luces dispersas.
Un minuto después, se paró en medio del camino y se volvió para escrutar la oscuridad. Su instinto de policía le decía que no estaba solo. Sacó su linterna y la enfocó por los troncos de los árboles y los arbustos secos, cuyas hojas susurraban.
—¿Quién hay?
Silencio.
Apagó la linterna y se la guardó otra vez en el bolsillo, sin apartar la vista de la oscuridad. A la débil luz de la luna menguante, los troncos de los abedules parecían flotar en la negrura como piernas larguiruchas. Sí que había algo, sí. Lo notaba. Y lo oía. Leve presión sobre hojas húmedas, alguna rama partida…
Colocó la mano sobre su revólver.
—Soy policía —dijo enérgicamente—. Salga al camino, por favor.
No encendió la linterna. Sin ella veía más lejos en la oscuridad.
Ya lo distinguía; mal, pero lo distinguía: una silueta clara entre los árboles, que caminaba de manera extraña, como si diera tumbos. Se perdió de vista detrás de unos arbustos. Del bosque brotó un extraño lamento, inarticulado y sepulcral, como si saliese de una boca muy abierta, fláccida: «Aaaaauuuu…».
Sacó la linterna de la funda, la encendió y la enfocó hacia los árboles. Nada.
Tonterías. Niños que le gastaban una broma.
Se encaminó con decisión a los arbustos, moviendo la linterna. Era una masa descuidada de azaleas y laurel de montaña, que se extendía a lo largo de unos cien metros. Tras una pausa, se adentró en ella.
La respuesta fue un murmullo de hojas a su derecha. Giró la linterna, pero el choque de la luz con las primeras hojas del frondoso matorral le impidió ver más lejos. Apagó la linterna y esperó a que se le acostumbrase la vista. Después dijo con calma:
—Esto es suelo público, y yo soy policía. O sale ahora mismo o le acuso de resistencia a la autoridad.
Volvió a oír un ruido a la derecha: una sola rama rota. Al volverse vio una figura erguida sobre los helechos: piel pálida, de un amarillo enfermizo; cara fláccida, sucia de sangre y mocos; ropa hecha jirones, colgando de unos brazos y unas piernas huesudos.
—¡Oiga, usted!
La figura se echó hacia atrás, como si perdiera momentáneamente el equilibrio. Después dio un tumbo hacia delante y a continuación empezó a acercarse con un ansia casi diabólica. Un ojo enfocó hacia D’Agosta y volvió a desviarse. El otro estaba escondido entre grumos de sangre, o de barro.
—Aaaaauuuu…
—¡Dios! —exclamó D’Agosta, dando un salto hacia atrás mientras soltaba la linterna para buscar su arma reglamentaria, una Glock 19.
De pronto la cosa se le echó encima, tras abrirse camino con estrépito entre los matorrales. D’Agosta levantó la pistola, pero justo entonces sintió un golpe tremendo en la cabeza, un zumbido, y luego nada.