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Nora Kelly llegó a la calle Cincuenta y tres Oeste por la Quinta Avenida. La empezó a recorrer con aprensión. Delante, un remolino de hojas marrones y amarillas barría la entrada del Museo de Arte Moderno. Anochecía. El aire frío anunciaba la llegada del invierno. Al salir del museo había dado un rodeo (primero en autobús, cruzando el parque, y luego en metro) con la perversa esperanza de que una avería, un atasco o cualquier otra cosa le diera una excusa para ahorrarse lo que se avecinaba; pero el transporte público había demostrado una eficacia deprimente.

Ahora faltaban pocos pasos para llegar.

Sus pies, de mutuo acuerdo, caminaron más despacio y se pararon. Buscó en el bolso el sobre de color crema con los nombres escritos a mano: «William Smithback Jr. y acompañante». Sacó la tarjeta y la leyó, aunque ya lo hubiera hecho unas cien veces.

Les invitamos cordialmente a la

127.ª ceremonia anual de entrega de premios

del Club de Prensa Gotham

Calle Cincuenta y tres Oeste, n. 25, Nueva York

15 de octubre, 19.00 horas

Ya tenía una larga experiencia en aquella clase de actos, típicos de Manhattan, con copas y cotilleo a gogó, y el eterno faroleo de los periodistas, pero seguían sin gustarle. Aquél sería peor que de costumbre, infinitamente peor. Apretones de manos, susurros de pésame, miradas compasivas… Se mareaba sólo de pensarlo. Era justo lo que tanto se había esforzado por evitar en el museo.

Pero tenía que ir. A Bill le habían —le habrían— concedido una mención honorífica en uno de los premios. Además, a él le encantaba codearse con la gente en aquel tipo de juergas, y saltársela parecía un deshonor a su memoria. Tras respirar profundamente, volvió a meter la invitación en el bolso y siguió caminando. Aún no se le había pasado el susto de la visita a la Ville, hacía dos noches: los balidos horrendos de la cabra, lo que las había perseguido… ¿Era Fearing? Como no estaba segura, no se lo había comentado a D’Agosta, pero era un recuerdo imborrable que la tenía en ascuas. Quizá fuera lo mejor: salir, relacionarse con gente y no darle más vueltas.

El Club de Prensa Gotham era un edificio estrecho, que adolecía de una fachada de mármol extravagantemente rococó. Subió por la escalera, cruzó las puertas de bronce y dejó el abrigo en el guardarropía, donde a cambio le dieron un resguardo. Oía música, risas y ruido de copas procedentes de la Sala Horace Greeley. Se puso aún más nerviosa. Al subir por la mullida alfombra roja, se ajustó la tira del bolso. Finalmente entró en la sala con paredes de roble.

Ya hacía una hora que había empezado el acto, y en la sala, a pesar de su tamaño, no cabía un alma. El ruido era ensordecedor. Hablaban todos a la vez, para asegurarse de que no pasara inadvertido ningún comentario ingenioso. Había como mínimo una docena de barras, una junto a otra. Ya se sabía que aquel tipo de ceremonias periodísticas eran auténticas bacanales. En la pared derecha habían montado un escenario provisional, con un podio festoneado de micrófonos. Nora se abrió camino hacia el fondo de la sala, cada vez más lejos de la puerta. Si conseguía encontrar un hueco en algún rincón tranquilo, tal vez pudiera verlo todo en calma, sin tener que aguantar demasiados…

Parecía que le hubieran leído el pensamiento, porque justo entonces uno de los hombres que tenía al lado remarcó un comentario con un gesto del brazo que clavó su codo en las costillas de Nora. Se volvió. Al principio la miró con mala cara, pero sólo hasta dar señas de reconocerla. Era Fenton Davies, el jefe de Bill en el Times, centro de un semicírculo de colegas de Bill.

—¡Nora! —exclamó—. Me alegro de que hayas venido. Lo sentimos todos tanto, tanto… Bill era de los mejores, un reportero de primera y una persona de las que no hay.

El círculo de reporteros entonó un coro de confirmaciones.

Al mirar una tras otra sus expresiones compasivas, Nora estuvo a punto de salir corriendo, pero hizo de tripas corazón y sonrió.

—Gracias. Te lo agradezco mucho.

—He intentado hablar contigo. ¿Recibiste mis llamadas?

—Sí, lo siento; es que había que solucionar tantos detalles…

—¡Pues claro, mujer, si ya lo entiendo! No hay ninguna prisa. Es que… —Davies bajó la voz y acercó sus labios al oído de Nora—. Nos ha venido a ver la policía. Se ve que piensan que podría estar relacionado con el trabajo de Bill. En ese caso, los del Times tendríamos que saberlo.

—No te preocupes, te llamaré cuando… cuando esté en mejores condiciones.

Davies se puso derecho y recuperó su voz normal.

—También hemos estado hablando de organizar algo en memoria de Bill; el premio a la excelencia William Smithback, o algo en esa línea. Nos gustaría comentarlo contigo, cuando puedas.

—Descuida.

—Estamos haciendo que corra la voz y pidiendo contribuciones. Hasta podría pasar a formar parte de esta ceremonia anual.

—Me parece genial. A Bill le habría gustado.

Davies se tocó la calva y asintió, satisfecho.

—Voy a buscar algo de beber —se excusó Nora—, pero luego os localizo.

—¿Quieres que te…? —empezaron a decir varias voces.

—No, gracias, tranquilos, ahora vuelvo.

Tras una última sonrisa, Nora se mezcló con la multitud.

Consiguió llegar al fondo de la sala sin encontrarse con nadie más. Se quedó cerca del bar, intentando controlar la respiración. Había hecho mal en venir. Justo cuando se disponía a pedir una copa, notó que le tocaban el brazo. Se giró, consternada. Era Caitlyn Kidd.

—No sabía si vendrías —dijo la reportera.

—¿Ya te has recuperado del susto?

—Sí, sí.

En realidad no parecía muy recuperada. Estaba pálida, y un poco demacrada.

—Me tengo que ir. Presento el primer premio en nombre del West Sider —anunció Caitlyn—. Deberíamos vernos antes de que te vayas; tengo una idea para el siguiente paso.

Nora asintió con la cabeza. La reportera se fundió con la marea humana, despidiéndose con una sonrisa y un gesto de la mano.

Se giró hacia el camarero y pidió una copa. Luego se refugió cerca de las estanterías de la pared del fondo, entre un busto de Washington Irving y una foto dedicada de Ring Lardner, y observó tranquilamente el bullicio mientras daba sorbos a su cóctel.

Echó un vistazo al escenario. Qué interesante que uno de los premios estuviera patrocinado por el West Sider, un periódico basura… Seguro que intentaba adquirir cierta respetabilidad. También era interesante que lo presentase Caitlyn.

Oyó su nombre en medio de la babel de voces. Ceñuda, escudriñó la multitud en busca de su procedencia. Allí: un hombre de unos cuarenta años que le hacía señas con la mano. Al principio se quedó en blanco, hasta reconocer de golpe las facciones patricias y el atuendo yuppie de Bryce Harriman, némesis de su esposo Bill tanto en el Post como en el Times. Les separaban como mínimo doce personas. Harriman necesitaría un par de minutos para reunirse con ella.

Estaba dispuesta a aguantar mucho, pero no tanto. Dejando la copa inacabada en una mesa, se escondió detrás de un hombre corpulento que rondaba por ahí y luego se adentró por la multitud, donde Harriman no la viese.

Justo entonces se atenuaron las luces y un hombre subió al escenario. Apagaron la música. La gente habló más bajo.

—¡Señoras y señores! —bramó el hombre, aferrado al atril—. Bienvenidos a la ceremonia de entrega de los premios anuales del Club de Prensa Gotham. Me llamo McGeorge Oddon, y este año presido el tribunal. Estoy encantado de verles a todos aquí. Hemos preparado una velada espléndida.

Nora se vio venir una presentación interminable, trufada de anécdotas personales y chistes flojos.

—Me encantaría quedarme aquí arriba contando chistes malos y hablándoles de mí —prosiguió Oddon—, pero esta noche hay que entregar muchos premios, así que ¡vamos al grano! —Se sacó una tarjeta del bolsillo y la leyó deprisa—. El primer galardón es una novedad de este año: el premio Jack Wilson Donohue de periodismo de investigación, patrocinado por el West Sider. Para hacer entrega de los cinco mil dólares del premio en nombre del West Sider, tenemos con nosotros ni más ni menos que a la gran referencia del periodismo local: ¡Caitlyn Kidd!

Nora vio subir a Caitlyn al escenario, entre aplausos, gritos roncos y algunos silbidos. Caitlyn estrechó la mano de Oddon y cogió uno de los micros del podio.

—Gracias, McGeorge —dijo. Se la veía ligeramente nerviosa por hablar ante tanta gente, pero lo hacía con fuerza y claridad—. Todo lo que este club tiene de antiguo, lo tiene el West Sider de joven —empezó a decir—; demasiado joven, dicen algunos, pero la verdad es que nuestro periódico no podría alegrarse más de participaren esta velada. ¡Con este nuevo galardón pregonamos con dinero, y no sólo de boquilla!

Un alud de aplausos.

—Premios a la excelencia periodística hay muchos —siguió diciendo Caitlyn—. La mayoría se centran en la calidad de la palabra impresa. O en su oportunidad. O, si me lo permiten, en su corrección política.

Silbidos, gemidos, abucheos.

—Pero ¿qué tal un premio a las agallas? ¿Al empecinamiento de hacer todo lo que haga falta por pillar una noticia y darla como Dios manda, en el momento mismo? A tener… ¡un buen par de cojones, qué narices!

Esta vez los gritos y los aplausos hicieron temblar la sala.

—Porque si de algo trata el West Sider, es de eso. Vale, somos un periódico nuevo, pero eso lo que nos da es más ganas.

Mientras moría la última ovación, se armó otro alboroto en una punta de la sala.

—¡De ahí que sea tan indicado que este nuevo premio lo patrocine el West Sider!

Se propagó una extraña conmoción, mezcla de gritos ahogados y gemidos. Nora miró el mar de cabezas, frunciendo el entrecejo. Al fondo, en la entrada, se estaba abriendo un claro entre la gente. Se oían exclamaciones de sorpresa y gritos dispersos de consternación.

¿Qué demonios pasaba?

—Una vez dicho esto, me… —Al darse cuenta de lo que ocurría, Caitlyn dejó la frase a medias y miró hacia la entrada—. Eh, un momento…

La extraña ola humana creció en intensidad, creando un pasillo en dirección al escenario. En el centro había algo, una figura de la que parecía apartarse la gente. Chillidos, más gritos incoherentes… Y después lo más raro de todo: un silencio absoluto.

Lo rompió Caitlyn Kidd.

—¿Bill? ¿Smithback?

La figura se acercaba dando tumbos al pie del escenario. Nora no podía apartar la vista. De pronto sintió el impacto físico de la incredulidad.

Era Bill. Llevaba una bata suelta de hospital, abierta por la espalda. Tenía la piel de un repulsivo color amarillento, y la cara y las manos cubiertos de sangre reseca. Estaba cambiado, de la más espantosa y horrenda manera; una aparición del más allá, horriblemente parecida a la que había perseguido a Nora por la Ville. Sin embargo, el mechón rebelde que se erguía en la masa de pelo apelmazado, y los brazos y piernas larguiruchos, hacían que fuese inconfundible.

—Dios… —se oyó gemir Nora—. Dios mío…

—¡Smithback! —gritó estridentemente Caitlyn.

Nora no podía moverse. Caitlyn chilló: un grito que cortó el aire de la sala como una navaja.

—¡Eres tú! —exclamó.

La figura estaba subiendo al escenario. Sus movimientos eran lánguidos, erráticos. Iba con las manos colgando. Una de ellas sostenía un pesado cuchillo, cuya hoja quedaba casi oculta por una gran acumulación de sangre coagulada.

Caitlyn retrocedió. Ahora gritaba de puro pánico.

Mientras Nora lo veía todo sin poder moverse, la figura de su marido subió a trompicones por el último escalón y cruzó el escenario desmañadamente.

—¡Bill! —exclamó Caitlyn, encogida contra el podio, con una voz que casi ya no se oía en el tumulto—. ¡Espera! ¡No, Dios mío! ¡A mí no! ¡NO…!

La mano que asía el cuchillo tembló en el aire, vacilando. Luego cayó sobre el pecho de Caitlyn; subió otra vez, bajó, y de repente el brazo lleno de costras que asestaba cuchilladas fue salpicado por un surtidor de sangre. A continuación, la figura dio media vuelta y se escabulló detrás del escenario, mientras Nora sentía doblarse sus rodillas y cernerse sobre ella un negro abismo que lo borraba todo, inundándola completamente.