31

El Rolls cruzó una gran verja blanca y se metió por un camino de guijarros, bordeado de robles antiguos, hasta desembocar inesperadamente en una gran mansión rodeada por varias dependencias: una cochera, una glorieta, un invernadero y un enorme granero rojo de madera construido sobre antiguos cimientos de piedra. Al fondo, una extensión de césped muy cuidado llevaba hasta las aguas del estrecho de Long Island, que relucían en la luz de la mañana.

D’Agosta silbó.

—¡Caramba, qué lujazo!

—Ni que lo diga; y eso que desde aquí, aunque es un buen observatorio, no vemos la casa del cuidador, el helipuerto ni el criadero de truchas.

—Recuérdeme otra vez a qué venimos —pidió D’Agosta.

—El señor Esteban ha sido una de las personas más explícitas en sus quejas contra la Ville, y tengo curiosidad por oírle expresar personalmente su parecer.

En respuesta a una palabra de Pendergast, Proctor frenó ante el granero, que tenía las puertas abiertas por completo. El agente bajó rápidamente del Rolls, y desapareció sin decir nada en el vasto interior.

—Eh, la casa es por ahí…

A D’Agosta se le apagó la voz. Miró a su alrededor, nervioso. ¿Qué tendría Pendergast entre ceja y ceja?

Oyó el ruido de un hacha. Poco después de que parase, salió un hombre de detrás del cobertizo de la leña, con el hacha en la mano. Al mismo tiempo, Pendergast salió de la oscuridad del granero.

El hombre se acercó sin soltar la herramienta.

—Es como si se tratara del legendario leñador Paul Bunyan —murmuró D’Agosta cuando Pendergast llegó a su lado.

Era alto, con una barba corta entreverada de canas y el pelo (ralo en la coronilla) un poco largo, hasta más abajo del cuello de la camisa. A pesar de su apellido español, presentaba un aspecto de lo más anglosajón; de hecho, con otro corte de pelo podría haber sido un anuncio ambulante de Lands’ End: chinos bien planchados, camisa de cuadros, guantes de trabajo, delgado, en forma… Se apartó unas virutas de madera de la camisa y, con el hacha al hombro, se quitó un guante para darles la mano.

—¿Puedo ayudarles en algo? —preguntó, sin rastro de acento en su voz melodiosa.

Pendergast sacó su placa.

—Agente especial Pendergast, del FBI. Vengo con el teniente Vincent D’Agosta, detective de homicidios de la policía de Nueva York.

Los párpados se contrajeron y los labios se apretaron al examinar atentamente la identificación. Después los ojos enfocaron más allá, al Rolls.

—Bonito coche patrulla.

—Recortes presupuestarios —contestó Pendergast—. Se hace lo que se puede.

—Ya.

—¿Es usted Alexander Esteban? —preguntó D’Agosta.

—Correcto.

—Nos gustaría hacerle unas preguntas, si no le importa.

—¿Traen una orden judicial?

—Buscamos ayuda sobre el homicidio de William Smithback, el periodista del Times —explicó Pendergast—. Si fuera tan amable de responder a nuestras preguntas, nos haría un favor.

El hombre asintió mientras se acariciaba la barba.

—Yo conocía a Smithback. Les ayudaré en todo lo que pueda.

—¿Ha producido usted películas, o me equivoco? —preguntó Pendergast.

—Antes. Ahora me dedico más que nada a la filantropía.

—Vi el artículo de Mademoiselle donde le llamaban «el moderno DeMille».

—Mi pasión es la historia.

Esteban se rió un poco, afectando falsa modestia sin conseguirlo.

D’Agosta se acordó de golpe: Esteban, el de las superproducciones históricas horteras. La última la había ido a ver con Laura Hayward: Evasión de Sing Sing, sobre la famosa fuga de treinta y tres presos a principios de los años sesenta. No les había gustado. Se acordaba vagamente de otra: Los últimos días de María Antonieta.

—A nosotros nos toca más de cerca la organización que dirige: Humans for Other Animals, ¿verdad?

Esteban asintió con la cabeza.

—Sí, HOA, aunque yo soy más que nada el portavoz, como quien dice; un nombre famoso que apoya la causa. —Sonrió—. Quien lo lleva es Rich Plock.

—Entiendo. ¿Estuvo usted en contacto con el señor Smithback por la serie de artículos que proyectaba sobre la Ville des Zirondelles, más conocida como la Ville?

—Nuestra organización ha investigado una serie de quejas sobre sacrificios de animales en la Ville. Ya hace mucho tiempo que se arrastra el tema, y nadie hace nada. Llamé a todos los periódicos, incluido el Times, y el que se interesó, al final, fue el señor Smithback.

—¿Cuándo?

—Déjeme pensar… Creo que una semana antes de que publicase el primer artículo, más o menos.

Pendergast asintió. Fue como si a partir de entonces ya no le interesara el interrogatorio.

Lo retomó D’Agosta.

—Cuéntenos más.

—Smithback me llamó y quedamos en la ciudad. Habíamos reunido información sobre la Ville: quejas de vecinos, testimonios oculares de entrega de animales vivos, facturas… Cosas así. Le di copias.

—¿Contenían alguna prueba?

—¡Muchísimas! Hace años que en Inwood se oye torturar y matar animales. El Ayuntamiento no mueve un dedo, no sé si por alguna idea políticamente correcta sobre libertad religiosa o por qué puñetas. Entiéndame, yo estoy totalmente a favor de la libertad religiosa, pero no si implica torturar y matar animales.

—¿Sabe si Smithback se enemistó con alguien en particular al publicar el primer artículo sobre sacrificios de animales?

—Seguro, igual que yo. Los de la Ville son unos fanáticos.

—¿Tiene alguna información concreta? ¿Algo que le dijeran? ¿Amenazas por teléfono o por e-mail, a él o a usted?

—Una vez me mandaron algo por correo, una especie de amuleto, y lo tiré a la basura. No sé si venía de la Ville o no, aunque el matasellos era del norte de Manhattan. Son gente muy reservada, un grupo raro, rarísimo; una especie de clan que no se relaciona con nadie, y me quedo corto. Llevan toda la vida en aquellas tierras.

D’Agosta arrastró los pies por los guijarros, buscando algo más que preguntar. No les estaba explicando nada que no supieran.

De repente Pendergast habló.

—Tiene una finca muy bonita, señor Esteban. ¿Hay caballos?

—No, ni hablar. Estoy en contra de la esclavitud animal.

—¿Perros?

—A los animales hay que dejarlos en libertad, no degradarlos al servicio del hombre.

—¿Es usted vegetariano, señor Esteban?

—Por supuesto.

—¿Está casado? ¿Tiene hijos?

—Divorciado y sin hijos. Mire…

—¿Por qué es vegetariano?

—Es poco ético matar animales para gratificar nuestro apetito; por no hablar del daño que se le hace al planeta, de la energía que se desperdicia y de lo escandaloso que es que al mismo tiempo se estén muriendo de hambre millones de seres humanos. Es como el coche que traen, que da vergüenza. Perdone, no es que quiera ofenderle, pero no tiene excusa ir por el mundo con un coche así.

Esteban apretó los labios en señal de reproche. Por un momento, su cara le recordó a D’Agosta a una de las monjas que le pegaban en los dedos con la regla por hablar en clase. Tuvo curiosidad por saber cómo se lo tomaría Pendergast, pero no se le veía nada afectado.

—En Nueva York hay bastantes practicantes de religiones en las que se contempla el sacrificio de animales —señaló el agente—. ¿Por qué se fijan tanto en la Ville?

—Es el ejemplo más atroz y duradero. Por algo tenemos que empezar.

—¿Cuántos miembros tiene su organización?

Esteban pareció incomodarse.

—Bueno, los números exactos se los tendría que dar Rich… Creo que unos centenares.

—Señor Esteban, ¿ha leído los últimos artículos del West Sider?

—Sí.

—¿Y qué opina?

—Opino que algo hay. Ya le digo que están locos. Vudú, obeah… Tengo entendido que ni siquiera ocupan legalmente los terrenos, que son como una especie de okupas. El Ayuntamiento debería expulsarles.

—¿Adónde irían?

Esteban soltó una breve carcajada.

—Por mí que se vayan al infierno.

—¿O sea, que le parece bien torturar a seres humanos en el infierno, pero no a animales en la tierra?

La risa de Esteban se cortó. Miró con atención al agente.

—Sólo era una manera de hablar, señor…

—Pendergast.

—Señor Pendergast. ¿Ya hemos terminado?

—Me parece que no.

El tono de Pendergast sorprendió a D’Agosta, por lo duro que se había vuelto de repente.

—Pues yo sí.

—¿Cree usted en el vudú, señor Esteban?

—¿Me pregunta si creo que hay gente que practica el vudú, o si creo que funciona?

—Las dos cosas.

—Yo creo que los fanáticos de la Ville practican vudú. ¿Que si creo que resucitan muertos? A saber. Me da igual. Yo lo único que quiero es que se vayan.

—¿Quién financia su organización?

—No es mi organización. Yo sólo soy un miembro más. Recibimos muchos pequeños donativos, pero si le soy sincero, la principal fuente de ingresos soy yo.

—¿Es una organización libre de impuestos por el 501(c)(3)?

—Sí.

—¿De dónde saca usted el dinero?

—Me fue bien en el cine… pero la verdad, no me parece asunto suyo. —Esteban se bajó el hacha del hombro—. Encuentro que sus preguntas no van a ninguna parte, señor Pendergast, y me empiezo a cansar de contestarlas, así que hágame el favor de volver a subirse a su monstruo de carbono y salir de mi finca.

—Lo haré encantado.

Pendergast hizo una media reverencia y volvió al Rolls sonriendo un poco, seguido por D’Agosta.

Durante el trayecto de vuelta a la ciudad, D’Agosta frunció el entrecejo mientras se movía inquieto en el asiento.

—¡Qué tío más gazmoño y pretencioso! Seguro que cuando no le ve nadie, le hinca el diente a un buen bistec poco hecho.

Pendergast llevaba un rato mirando por la ventanilla, enfrascado en alguna reflexión. Al oír a D’Agosta, se volvió.

—¡Vaya, Vincent, creo que es uno de los comentarios más sagaces que le he oído hoy!

Se sacó del bolsillo una bandejita de poliestireno, abrió la tapa y se la dio a D’Agosta. Contenía una base absorbente, con sangre, doblada dos veces, y una etiqueta pegada a un envoltorio de plástico roto. Olía a carne pasada.

D’Agosta se la devolvió enseguida, asqueado.

—Pero ¿qué es esto?

—Lo he encontrado en el granero, dentro del cubo de la basura. Según la etiqueta, contenía un costillar de cordero, a veintiocho con sesenta el kilo.

—¡Qué dice!

—Muy buen precio para el corte. Me han dado ganas de preguntarle al señor Esteban dónde compra la carne.

Pendergast tapó la bandeja, la dejó en el asiento, entre los dos, y se apoyó en el respaldo para seguir contemplando el paisaje por la ventanilla.