28

Medianoche. Nora se paró a mirar el plano en la esquina de Indian Road y la calle Doscientos catorce. El aire, fresco, olía a otoño. Tras los bloques bajos de pisos se cernían negras las copas de los árboles de Inwood Hill Park, bajo un cielo nocturno luminoso. Estaba un poco mareada por la falta de sueño, como si se hubiera bebido un combinado.

Mientras repasaba el plano, Caitlyn Kidd miró por encima de su hombro con curiosidad.

Nora se guardó el plano en el bolsillo.

—Una manzana más.

Siguieron por Indian Road. Era una calle tranquila y residencial, bañada por una luz amarilla de farolas de sodio, con edificios de ladrillo a ambos lados, sosos y tristones. Pasó despacio un coche, que giró por la calle Doscientos catorce, clavando sus faros en la oscuridad. Justo en la curva entre Indian Road y la calle Doscientos catorce había una calle sin letrero, poco más que una vía de acceso abandonada, que llevaba hacia el oeste, entre un bloque de pisos y una tintorería cerrada. Dos viejos postes de hierro, uno en cada lado, sostenían una cadena oxidada. Nora lo miró: era un camino estrecho que, tras pasar junto a unos campos de béisbol, se perdía en la oscuridad. El asfalto estaba agrietado, cuarteado, con pedazos de hierba e incluso algún arbolillo asomando por los huecos. Volvió a consultar el plano recién impreso. Su anterior excursión le había indicado con toda claridad cuál era el mejor acceso.

—Ya estamos.

Cruzaron la cadena por debajo. Pasados los campos de béisbol, el viejo camino atravesaba unos terrenos baldíos y desaparecía en el bosque de Inwood Hill Park. Sólo quedaban unas cuantas farolas de hierro colado, sin bombilla. Al mirar hacia arriba, Nora creyó ver agujeros de bala en el cristal.

La Ville quedaba más allá, en medio de la noche.

Empezó a caminar. Caitlyn tenía que esforzarse para no quedarse atrás. El camino asfaltado se estrechaba, con los árboles cada vez más cerca. Olía a follaje mojado.

—Has traído linterna, ¿no? —preguntó Caitlyn.

—Sí, pero preferiría no usarla.

Una subida, cada vez más pronunciada, coronaba una loma con vistas a la Henry Hudson Parkway y el complejo deportivo de la Columbia. Hicieron un alto para orientarse. A partir de aquel punto, el camino bajaba hacia la orilla del Harlem. Mientras andaban, Nora empezó a divisar entre los árboles varios puntos de luz amarilla, aproximadamente a medio kilómetro.

Notó que Caitlyn la tocaba con el codo.

—¿Es aquello?

—Creo que sí. Vamos a comprobarlo.

Después de un momento de vacilación, siguieron cuesta abajo por una curva que aprovechaba la topografía. El bosque se hizo más denso. Ya no dejaba filtrarse el vago resplandor de la ciudad. También se fue apagando el rumor de la autovía. En la siguiente curva apareció algo oscuro: una tela metálica muy vieja y estropeada que no permitía seguir. Había un boquete tapado con alambre de púas en zigzag. En medio de la valla había una puerta con un letrero escrito de cualquier manera:

Propiedad privada

Prohibido el paso

No entrar

—Estamos en una vía urbana —señaló Nora—. Es ilegal. No te olvides de ponerlo en el artículo.

—Hombre, tanto como vía urbana… —contestó Caitlyn—. Además, tampoco es que el complejo sea estrictamente legal; son okupas.

Nora examinó la puerta. Era de hierro forjado, con pintura negra que se caía a trozos, y agujeros y burbujas de herrumbre en la base metálica. Por encima había una hilera de pinchos, pero la mitad estaban rotos o caídos. Pese a su aspecto antiguo, Nora reparó en que las bisagras estaban bien engrasadas, y la cadena y el candado eran bastante nuevos. No se filtraba ningún ruido entre los árboles.

—Es más fácil escalar la valla que la puerta —observó.

—Sí.

Ninguna de las dos se movió.

—¿De verdad te parece buena idea? —preguntó Caitlyn.

Nora tomó la iniciativa, sin tiempo de replanteárselo: agarró la tela metálica oxidada con las manos, metió las puntas de los pies en los huecos y trepó lo más deprisa que pudo. La valla medía unos tres metros. Las grapas del borde superior eran señal de que en algún momento había estado rematada con una alambrada, desaparecida tiempo atrás.

En medio minuto llegó al otro lado. Se dejó caer sobre las hojas blandas, jadeando.

—Te toca —dijo.

Caitlyn se aferró a la tela metálica e hizo lo mismo. Aunque su forma física no era ni remotamente como la de Nora, consiguió subir y deslizarse por el otro lado con un ligero traqueteo de metal.

—Uau —dijo mientras se limpiaba las hojas y la herrumbre.

Nora escrutó la penumbra.

—Es mejor ir por el bosque que por el camino —susurró.

—Totalmente de acuerdo.

Con sigilo, tratando de no mover las hojas, Nora cruzó el borde derecho del camino en dirección a un barranco oscuro que bajaba entre robles hacia el borde de un claro. Oyó moverse de forma cautelosa a Caitlyn por detrás. El barranco se hizo rápidamente más abrupto. De vez en cuando, Nora se paraba a mirar hacia delante. Dentro del bosque estaba todo muy oscuro. Sin embargo, era consciente de que no podía encender la linterna. Tenía razones de sobra para sospechar que en la Ville estaban muy en guardia contra los intrusos, y que una luz moviéndose en el bosque podía ser motivo de investigación.

El barranco se fue suavizando poco a poco, a medida que se aproximaban al borde plano de un campo que rodeaba lo que era propiamente la Ville. El bosque se acabó de golpe. Frente a ellas se extendían tierras sin cultivar, que desembocaban en la parte trasera de una iglesia grande y antigua, unida (o apoyada, a saber) a varias dependencias construidas sin ton ni son. En el campo soplaba un viento gélido. Nora oía crujir las malas hierbas.

—Dios mío… —oyó murmurar a Caitlyn.

Esta vez llegaban a la Ville por el otro lado. Ahora que estaba más cerca, Nora vio que el extraño edificio era de factura todavía más rudimentaria de lo que le había parecido. El tenue resplandor reflejado en el cielo nocturno casi le permitió reconocer marcas de azuela en los enormes travesaños de madera que servían de contrafuertes de la fortaleza. La iglesia central parecía construida en capas sucesivas, todas más anchas que las anteriores, formando un zigurat invertido de aspecto perverso y amenazador. Las ventanas, en su gran mayoría, ocupaban las partes altas de sus flancos. En las que no estaban tapiadas había un cristal verdoso, cristal antiguo de barco, aunque algunas parecían tapadas con hule o papel de cera. Desde tan cerca, la impresión al otro lado de las ventanas de que había luz de velas era inconfundible. A la altura de sus ojos sólo había una ventana, pequeña y rectangular, como si estuviese reservada a ellas.

—Es increíble que aún exista un sitio así en Manhattan —comentó.

—Lo increíble es que exista, aquí o en cualquier sitio. ¿Qué hacemos?

—Esperar. Ver si hay alguien.

—¿Cuánto tiempo?

—Diez minutos, o un cuarto de hora; bastante para que haga la ronda un vigilante, si es que lo hay. Luego podremos acercarnos. No te olvides de anotarlo todo. Nos interesa que los lectores del West Sider no se pierdan detalle.

—Vale —asintió Caitlyn con voz temblorosa, que agarraba con fuerza su libreta.

Nora se sentó a esperar. El cambio de postura le hizo sentir los arañazos del tosco amuleto en el cuello. Lo sacó para mirarlo. Su aspecto era tan raro como los fetiches dejados en la puerta de su piso: las plumas, la bola de gamuza… Pendergast le había hecho aceptarlo, con la promesa de ponérselo y llevar siempre encima la bolsa de franela. Por muy de Nueva Orleans que fuera, no daba la impresión de creer en el vudú. ¿O sí? Soltó el amuleto con cierta sensación de ridículo, alegrándose de que la reportera no lo hubiera visto.

Un débil ruido la sobresaltó. Había surgido de la oscuridad: un zumbido grave, como de cigarras monstruosas. Tardó un poco en darse cuenta de que salía de la iglesia. Se hizo paulatinamente más fuerte y nítido: un canto grave. No, más que un canto, una especie de cántico.

—¿Lo oyes? —preguntó Caitlyn, con voz tensa.

Nora asintió.

El sonido creció, hasta adquirir volumen y un timbre más profundo; sonidos trémulos, con altibajos que obedecían a un ritmo complejo. Nora vio que Caitlyn tiritaba y se ceñía la chaqueta.

Mientras permanecían a la espera, muy atentas, el cántico se volvió más rápido e insistente. Cada vez era más agudo.

—Mierda. No me gusta nada —dijo Caitlyn.

Nora le pasó un brazo por los hombros.

—Siéntate y no te muevas; nadie sabe que estamos aquí. En la oscuridad somos invisibles.

—He hecho mal en aceptar. Ha sido una mala idea.

Al darse cuenta del temblor de Caitlyn, Nora se extrañó de no tener miedo. Se debía a la muerte de Bill. No era exactamente falta cié miedo, sino sentirse ajena al miedo. ¿Podía haber algo peor que la muerte de Bill? Morir ella misma sería una especie de liberación.

El cántico se hizo más y más urgente, hasta la irrupción de un nuevo sonido: el balido de una cabra.

—Oh, no —murmuró Nora, estrechando más a Caitlyn.

Otro balido lastimero. El cántico se había vuelto agudo y rápido, casi maquinal, como el zumbido de una enorme dinamo.

Lo interrumpieron otros dos balidos, más penetrantes y atemorizados. Nora ya sabía lo que iba a pasar. Quiso taparse los oídos, pero no podía.

—Esto tiene que verlo alguien.

Se empezó a levantar.

Caitlyn la retuvo.

—No. Espera, por favor.

Nora se soltó.

—Es para lo que hemos venido.

—¡Por favor, te verán!

—No me verá nadie.

—¡Espera…!

Pero Nora ya corría agachada por el campo. La hierba estaba mojada y resbaladiza. Se pegó a la pared trasera de la antigua iglesia y empezó a deslizarse hacia la ventanita amarilla. Tras una pausa, se asomó a ella con el pulso desbocado.

Un lavabo de porcelana, oscurecido por el tiempo; un orinal de loza, roto; una cómoda de madera astillada. Un viejo cuarto de baño, sin nadie dentro.

«Mierda.» Se agachó y pegó la cara a la madera fría y sin desbastar. Los materiales de aquel viejo edificio parecían exudar un olor peculiar, como de almizcle y humo. Desde aquella distancia se oía mucho mejor el interior. Pegó la oreja a la pared y escuchó atentamente.

No entendía las palabras. Ni siquiera sabía en qué idioma cantaban. Inglés no, en todo caso. ¿Francés? ¿Criollo?

Además del cántico, se oía un ritmo rápido, como de pies descalzos. Sobre el insistente ostinato se elevaba una sola voz, trémula y aguda, que pese a su falta de musicalidad formaba claramente parte del ritual.

Otro balido largo y asustado. Agudo, lleno de pánico. Y de pronto un silencio absoluto.

Luego, cortando el aire, el grito, pura expresión animal de sorpresa y dolor; grito ahogado casi de inmediato en una gárgara, seguida por una tos silbante, larga, prolongada, y después por el silencio.

A Nora no le hizo falta verlo para saber con exactitud lo que había ocurrido.

El cántico se reanudó de golpe, rápido, exultante, dominado sin la menor duda por algún tipo de sacerdote que gemía de gozo, en un registro agudo. Todo ello mezclado con otro ruido, como un resuello sibilante y húmedo.

Nora tragó aire a bocanadas, con una repentina sensación de náusea. Aquel sonido le había llegado hasta la médula, reviviendo inesperadamente el horrible momento en que había visto a su marido inmóvil en un charco de sangre sobre el suelo de la sala de estar. Se sintió paralizada. La tierra de su alrededor giraba sin parar. Veía manchas. Caitlyn tenía razón. Había sido una mala idea. Fueran quienes fuesen los de dentro, no se tomarían nada bien una intrusión. Se aferró durante uno o dos minutos a la pared de ladrillo, hasta que se le pasó la sensación y comprendió que debían irse cuanto antes.

Justo cuando se volvió, vio moverse algo por la oscuridad, en la esquina del edificio del fondo. Inestable, a trompicones, una mancha borrosa de carne amarillenta bajo la espectral luz de la luna. Y luego nada.

Parpadeó con fuerza, electrizada de temor, y abrió otra vez los ojos. Todo estaba silencioso y oscuro. Ya no se oía el cántico. ¿De verdad había visto algo? Justo cuando llegaba a la conclusión de que no, apareció de nuevo: calvo, extrañamente hinchado, con harapos. Se acercó a ella con un movimiento que parecía a la vez aleatorio y lleno de una horrible determinación.

Al mirarlo fijamente, Nora no pudo menos que acordarse de lo que la había perseguido dos noches atrás por la sala de los esqueletos de ballena. Se puso de pie, ahogando un grito, y corrió por el campo.

—¡Caitlyn! —jadeó al chocar con la reportera y cogerla por la chaqueta, sin poder respirar—. ¡Tenemos que irnos ahora mismo!

—¿Qué ha pasado?

El pánico de Nora aterró de inmediato a Caitlyn, que se encogió en el suelo.

—¡Vamos!

Nora tiró de ella por la camisa, y la levantó a pulso. Caitlyn tropezó al ponerse de pie. Nora la aguantó.

—Ay, Dios mío… —exclamó Caitlyn. Se había quedado paralizada, mirando fijamente hacia atrás—. Dios mío…

Nora se giró. La cosa (un rostro abotargado, deformado, que con tan poca luz no se veía bien) se les echaba encima con un movimiento horriblemente dislocado.

—¡Caitlyn! —chilló Nora, obligándola a dar media vuelta—. ¡Corre!

—¿Qué…?

Pero Nora ya se había lanzado por la oscuridad del barranco, tirando de la reportera por un brazo. Era como si el miedo tuviese drogada a Caitlyn, que resbalaba con las hojas y no se cansaba de mirar atrás.

La cosa se movía más deprisa, y les daba caza con unas zancadas de siniestra intención. Nora ya oía su respiración, ansiosa y babeante.

—¡Que viene! —gritó Caitlyn—. ¡Viene por nosotras!

—¡Cállate y corre!

«Dios mío… —pensó Nora al correr—. Dios mío… No puede ser Fearing. ¿Verdad que no?»

Sin embargo, tenía la certeza de que sí.

Llegaron al final del barranco. La puerta y la valla estaban justo delante.

—¡Levanta el culo! —le gritó a Caitlyn, que resbaló y estuvo a punto de caerse.

Lloraba, y le costaba respirar. Un ruido de pisadas en el suelo se acercaba muy deprisa por la oscuridad. Nora levantó a Caitlyn.

—Ay, Dios mío…

Llegó a la valla, con la periodista a rastras. La tiró contra la tela metálica y la levantó con todas sus fuerzas. Caitlyn empezó a arañar la malla hasta encontrar dos agujeros y empezar a subir. Nora fue tras ella. Llegaron al otro lado, aterrizaron sobre las hojas y volvieron a correr.

Se oyó un impacto en la tela metálica. Nora se giró. A pesar de lo deprisa que latía su corazón, tenía que saberlo. Tenía que saberlo.

—¿Qué haces? —exclamó Caitlyn mientras corría como loca.

Nora metió una mano en la mochila, sacó la linterna, la encendió, enfocó la valla…

… Nada, sólo un abombamiento convexo en la parte del acero oxidado que había recibido el impacto de la cosa, y un leve movimiento residual debido al golpe, que hizo chirriar la tela metálica hasta que volvió el silencio.

La cosa ya no estaba.

Oyó alejarse los pasos de Caitlyn por el viejo camino.

La siguió sin correr mucho, pero a un ritmo constante, y tardó poco en encontrarla, jadeante y exhausta. Caitlyn se agachó sin poder respirar y vomitó. Nora le sujetó los hombros.

—¿Quién… qué era eso? —logró articular la periodista, atragantada.

Nora la ayudó a levantarse sin decir nada. Diez minutos después estaban en Indian Road, otra vez en terreno conocido, pero Nora (que se palpaba inconscientemente el amuleto del cuello) no podía borrar de su cabeza el sentimiento de horror despertado por la cosa que acababa de perseguirlas, y por los estertores de la cabra condenada. La asaltaba sin cesar un pensamiento espantoso, una idea irracional, inútil y nauseabunda: ¿sería el mismo ruido que había hecho Bill al morirse?