A pesar de que la biblioteca central de Nueva York llevaba cerrada una hora y media, el agente especial Pendergast gozaba de privilegios de visita excepcionales, y nunca se dejaba importunar por la formalidad de los horarios oficiales. Miró a su alrededor, satisfecho con las hileras de mesas vacías de la inmensa sala de lectura principal. Tras saludar con la cabeza al vigilante de la puerta, enfrascado en la lectura de Mont Saint-Michel y Chartres, penetró en el puesto de recepción y bajó por una escalera metálica muy empinada. Salió de ella cuatro plantas más abajo, en un almacén subterráneo de techo bajo, cuya extensión parecía infinita: montañas y montañas de libros en estantes de hierro colado, desde el suelo hasta el techo. Se metió por un pasillo transversal y abrió una puerta gris, vetusta y sin letrero. Detrás había otra escalera, estrecha y aún más empinada.
Tres plantas más abajo se encontró con un paisaje bibliográfico tan singular como desvencijado. En la penumbra se prestaban apoyo entre sí pilas de libros antiguos en descomposición. Todo eran mesas llenas de etiquetas de libros sin encuadernar, cuchillas de afeitar, botes de pega de imprenta y demás parafernalia de la cirujía de manuscritos. Los aludes de material impreso se multiplicaban en todas las direcciones, formando un laberinto bibliográfico cuyo final no se podía adivinar. El silencio era sepulcral. El aire, enrarecido, olía a polvo y podredumbre.
Pendergast dejó el paquete que llevaba sobre un montón de libros y carraspeó.
Al principio, nada turbó el silencio. Después, a una distancia remota e indeterminada, se oyeron pasos que lentamente se fueron acercando. Al fin apareció entre dos columnas de libros un anciano menudo y de una delgadez espeluznante. Sobre su poblada y blanca cabellera descansaba un casco de minero.
Levantó una mano y apagó la lámpara del casco.
—Hypocrite lecteur —saludó con una voz tan fina y seca como la corteza del abedul—. Le esperaba.
Pendergast hizo una leve inclinación.
—Interesante aportación a la moda, Wren —observó mientras señalaba el casco—. Tengo entendido que hace furor en Virginia Occidental.
El anciano se rió en silencio.
—Es que he estado… digamos que haciendo de espeleólogo; y aquí abajo, en las antípodas, no siempre es fácil conseguir bombillas que funcionen.
Nadie sabía con certeza si Wren era realmente un empleado de la biblioteca, o simplemente había decidido establecer su residencia en el más bajo de sus sótanos. Lo incontestable, en cualquier caso, era su excepcional talento para la búsqueda esotérica.
Sus ojos enfocaron con avidez el paquete.
—¿Qué regalitos me trae hoy?
Pendergast lo cogió y se lo tendió. Wren se hizo codiciosamente con él, y al arrancar el envoltorio descubrió tres libros.
—Ediciones antiguas de Arkham House —dijo, sorbiendo por la nariz—. Siento decirlo, pero nunca he tenido debilidad por el misterio como asunto literario.
—Fíjese mejor. Son las ediciones más raras y más valoradas por los coleccionistas.
Wren examinó uno por uno los libros.
—Mmm. Unas pruebas de El intruso, con la sobrecubierta verde. Always Comes Evening… —Retiró la sobrecubierta para examinar la portada—. Con el lomo alternativo. Y La casa apartada encuadernada en piel… con la firma de Barlow en la primera guarda. Fechado en México DF poco antes de su suicidio. Un ejemplar notable. —Wren arqueó las cejas y dejó cuidadosamente los libros en la mesa—. Me he precipitado en hablar. Noble regalo, sin duda.
Pendergast asintió con la cabeza.
—Me alegro de que le parezca bien.
—Desde que me llamó he podido hacer algunas investigaciones previas.
—¿Y?
Wren se frotó las manos.
—No tenía la menor idea de que Inwood Hill Park tuviera una historia tan interesante. ¿Sabía usted que viene siendo prácticamente un bosque virgen desde la revolución americana? ¿Y que es donde tenía su casa de campo Isidor Straus, hasta que él y su mujer murieron en el Titanic?
—Lo había oído.
—Es toda una historia. Ya era viejo, y se negó a subirse al bote salvavidas antes que las mujeres y los niños. La señora Straus no quiso separarse de él. Hizo subir a su doncella en su lugar, y los dos se hundieron juntos. Después de su muerte, la «casita» de Inwood quedó en ruinas, pero antes de eso, según mis investigaciones, asesinaron a un cuidador, entre otros episodios desafortunados que explican que los Straus no fueran a menudo a…
—¿Y la Ville? —le interrumpió Pendergast con suavidad.
—Se refiere a la Ville des Zirondelles. —Wren hizo una mueca—. Sería difícil concebir a un grupo más oscuro y hermético. Siento decir que en ese sentido mi investigación aún está en pañales, y dadas las circunstancias, no estoy seguro de que alguna vez llegue a saber gran cosa.
Pendergast movió una mano.
—Cuénteme qué ha descubierto, por favor.
—De acuerdo. —Wren unió las yemas de sus huesudos índices, como si quisiera enumerar los puntos de interés—. Parece que el primer edificio de la Ville (que es como se conoce ahora) lo construyó originalmente en la década de 1740 una secta religiosa que se marchó de Inglaterra para huir de la persecución. Acabaron en el norte de Manhattan, en lo que es ahora el parque en cuestión. Como en tantos otros casos, este grupo de peregrinos tenía más idealismo que pragmatismo. Era gente de ciudad (escritores, profesores, un banquero), tremendamente ingenuos en lo relativo a ganarse la vida trabajando la tierra. Parece ser que tenían unas ideas bastantes peculiares sobre la vida comunitaria. Convencidos como estaban de que toda la comunidad debía vivir y trabajar como una sola unidad, encargaron a los carpinteros de su barco que erigiesen una gran estructura de piedra local y planchas, que fuera a la vez residencia, lugar de trabajo, capilla y fortaleza.
Pasó al siguiente dedo.
—Pero la punta de la isla que eligieron como asentamiento era rocosa, y poco apta para los cultivos o la ganadería, incluso para quienes supieran de esas cosas. Por la zona ya no había indios que pudieran darles consejos (ya hacía tiempo que se habían ido los weckquaesgeek y los lenape), y el asentamiento europeo más cercano estaba en la otra punta de Manhattan, a dos días de viaje. Los nuevos colonos no se revelaron como grandes pescadores. En aquellas tierras había algunos granjeros dispersos, que ya habían elegido las mejores tierras, y si bien estaban dispuestos a vender algunos cultivos a cambio de dinero, tenían muy pocas ganas de suministrar gratuitamente los medios de subsistencia a toda una comunidad.
—En suma, que pronto quedó de manifiesto la insensatez de su plan —murmuró Pendergast.
—Ni más ni menos. La decepción y las rencillas internas no se hicieron esperar, y bastó una docena de años para que se disolviera la colonia y sus residentes se establecieran en otros puntos de Nueva Inglaterra, o volviesen a Europa. El edificio quedó abandonado, como testimonio de unas esperanzas mal depositadas. El líder (cuyo nombre no he logrado descubrir, aunque fue quien obtuvo el barco y compró las tierras) se trasladó al sur de Manhattan, donde se convirtió en terrateniente y se dedicó a la agricultura.
—Siga —dijo Pendergast.
—Demos un salto de cien años. Hacia el año 1858 o i859 llegó a Nueva York un grupo de gentes del sur, que según testimonios de la época era de lo más variopinto. Giraba en torno a un carismático predicador de Baton Rouge, el reverendo Misham Walker, que había congregado alrededor de su figura a un pequeño grupo de artesanos criollos franceses, marginados de su comunidad por razones que no he podido esclarecer, y de esclavos antillanos. Durante el camino se les unieron otros: cajunes, algunos herejes portugueses y cierto número de pobladores de los pantanos huidos de Bretaña por supuestas prácticas paganas, druidismo y brujería. Lo que practicaban no era vudú ni obeah en el sentido tradicional, sino que parece que partieron de materiales previos para forjarse un sistema de creencias totalmente nuevo. El viaje desde el sureste a Nueva York estuvo lleno de dificultades. Siempre que pretendían establecerse en algún lugar, los vecinos protestaban contra sus rituales religiosos, y al final tenían que reanudar el viaje. Corrieron rumores horribles: que robaban bebés, que sacrificaban animales, que resucitaban a los muertos… Era un grupo cerrado por naturaleza, pero todo indica que el trato recibido lo volvió realmente hermético. Al final, Walker y los suyos descubrieron el aislado edificio que habían abandonado un siglo atrás los peregrinos religiosos en el extremo norte de Manhattan y se adueñaron de él, tapiando las ventanas y fortificando los muros. Se habló de levantarse contra ellos, pero la cosa no fue más allá de varios enfrentamientos muy peculiares, descritos de modo confuso en la prensa local. Con el paso de los años, la Ville se aisló cada vez más.
Pendergast asintió despacio con la cabeza.
—¿Y en épocas más recientes?
—Ha seguido habiendo quejas por sacrificios de animales. —Wren guardó silencio, hasta que se insinuó en sus labios una sonrisa irónica—. Parece que practicaban, bueno, practican el celibato, como los shakers.
Las cejas de Pendergast se arquearon de sorpresa.
—¿El celibato? Pero siguen existiendo…
—No sólo eso, sino que al parecer siempre mantienen el mismo número: ciento cuarenta y cuatro. Todos varones y adultos. Se cree que buscan adeptos; con bastante vigor, si es necesario, y siempre de noche. Se dice que se aprovechan de gente inadaptada, mentalmente inestable y marginal, candidatos ideales para ser coaccionados. Cada vez que muere un miembro hay que buscar a otro. Luego están los… rumores.
Los ojos oscuros de Wren brillaron.
—¿Sobre qué?
—Sobre un ser que vagaba de noche, matando; un zombi, decían algunos.
Siseó, burlón.
—¿Y la historia del terreno y de los edificios?
—Las tierras circundantes fueron adquiridas en 1916 por el departamento de parques de Nueva York. Se derribaron algunas construcciones en muy mal estado del parque, pero la Ville fue pasada por alto. Parece ser que el departamento de parques era reacio a presionar.
—Comprendo. —Pendergast miró a Wren con una expresión peculiar—. Gracias; ha empezado con muy buen pie. Persevere, si es tan amable.
Wren sostuvo su mirada, con una chispa de curiosidad en sus ojos negros.
—¿De qué se trata exactamente, hypocrite lecteur? ¿Por qué le interesa?
Al principio Pendergast no contestó. Se quedó un momento ausente, hasta volver en sí.
—Aún es prematuro comentarlo.
—Pues dígame al menos una cosa: ¿su interés es por… temas inicuos? —repitió Wren.
Pendergast hizo otra pequeña inclinación.
—Si descubre algo más, avíseme, por favor.
Dio media vuelta y emprendió el largo ascenso al mundo de la superficie.