25

Rocker recibió a D’Agosta de inmediato, cuando llevaba menos de un minuto en el antedespacho del jefe de policía, en el último piso del edificio de jefatura. D’Agosta interpretaba la convocatoria como una buena señal. El homicidio de Smithback era un caso de relieve (de mucho relieve), y estaba seguro de que Rocker seguía con interés sus avances en la investigación. Al pasar junto a la ayudante de Rocker, Alice, una mujer de aspecto venerable y pelo gris cardado, le guiñó el ojo y sonrió. Ella se quedó seria.

Entró con paso decidido en el amplio despacho revestido de madera, lleno de símbolos de poder: enorme mesa de caoba con tablero de cuero verde, boiserie de roble, alfombra persa… Todo sólido y tradicional. Como Rocker.

Éste ya estaba en la ventana, y no se volvió al oírle entrar. Tampoco (cosa rara en él) le ofreció asiento en uno de los mullidísimos sillones que daban prestancia al otro lado del escritorio.

D’Agosta esperó un poco antes de lanzar un tímido:

—¿Jefe?

Rocker dio media vuelta, con las manos en la espalda. Al ver su cara tan roja, D’Agosta sintió náuseas repentinas.

—A ver, ¿qué es todo esto de Kline? —preguntó de sopetón el jefe de policía.

D’Agosta inició una presta retirada mental.

—Pues… está relacionado con el homicidio de Smithback…

—Eso ya lo sé —replicó el jefe de policía—. Quiero decir que a qué viene un registro con tan poco tacto. Le han dejado la oficina patas arriba.

D’Agosta respiró hondo.

—Pues verá, señor, poco antes de la muerte de Smithback el señor Kline le amenazó directamente. Hay pruebas. Es uno de los principales sospechosos.

—Entonces, ¿por qué no le acusó de amenazar al difunto?

—Es que las amenazas estaban muy bien pensadas. No llegaban a infringir la ley.

El jefe de policía le miró insistentemente.

—¿Y eso es todo lo que tiene contra Kline? ¿Amenazas vagas a un periodista?

—No, señor.

Rocker esperó con los brazos cruzados.

—Durante el registro nos llevamos la colección de arte de África occidental de Kline, con obras que podemos vincular directamente a una antigua religión emparentada con el vudú. Parecidas a los objetos que se encontraron en el lugar del delito, y en el cadáver de la víctima.

—¿Parecidas? Creía que eran máscaras.

—Sí, máscaras, pero de la misma tradición. Ahora mismo las está examinando un experto del museo de Nueva York.

El comisionado le miró fijamente, con los bordes de los ojos enrojecidos de cansancio. Aquella brusquedad era atípica en él. «Madre mía —pensó D’Agosta—. Kline ha accedido a Rocker. No sé cómo, pero ha accedido a él.»

Finalmente, Rocker dijo:

—Repito: ¿eso es todo?

—Amenazó a Smithback, colecciona objetos vudú… Me parece un principio sólido.

—¿Sólido? Le voy a decir lo que tiene, teniente. Una mierda es lo que tiene.

—Con todo respeto, señor, no estoy de acuerdo.

D’Agosta no pensaba pasar por el aro. Tenía el respaldo de todo su equipo.

—¿No se da cuenta de que es uno de los hombres más ricos de Manhattan, amigo del alcalde, consumado filántropo y miembro de una docena de consejos de dirección del Fortune 500? ¡No se le pueden destrozar las oficinas sin un buen motivo, hombre de Dios!

—Acabamos de empezar, señor. Considero que lo que tenemos justifica seguir con la investigación, y es justo lo que pienso hacer.

D’Agosta procuró adoptar un tono moderado y neutral, pero firme.

Rocker le miró fijamente.

—Sólo le diré una cosa: mientras no tenga pruebas concluyentes, pero concluyentes de verdad, modérese. El registro fue improcedente. Fue un acoso. Y no se haga el inocente, yo también he estado en Homicidios, como usted. Ya sé por qué le revolvió todo el despacho, y no me parecen bien esos métodos. A un personaje conocido y respetado de esta ciudad no se le hacen estos numeritos de narcotráfico.

—Es un cerdo.

—Ahí tiene otra muestra de la mala actitud a la que me refiero, D’Agosta. Mire, yo no le voy a decir cómo se investiga un homicidio, pero la próxima vez que tenga ganas de hacerle algo por el estilo a Kline, recapacite. —Sometió a D’Agosta a una mirada larga y penetrante—. No voy a apartarle del homicidio de Smithback. Por el momento no. Pero le estaré observando, D’Agosta. No vuelva a hacer el indio.

—Sí, señor.

El jefe de policía se volvió hacia la ventana, despidiéndole con una mano.

—Y ahora váyase.