D’Agosta se acomodó en la mullida tapicería de cuero del Rolls, mientras Proctor salía de Museum Drive y se dirigía hacia el norte por Central Park West. Vio que Pendergast sacaba algo del bolsillo de su americana negra, y le sorprendió reconocer un iPhone.
—¡Pero bueno! ¿Usted también?
El agente empezó a escribir con sus largos dedos blancos.
—Lo encuentro de una sorprendente utilidad.
—¿Qué haremos con Nora? —preguntó D’Agosta—. Está claro que a usted no le hará caso.
—Sí, me doy cuenta. Es una mujer muy decidida.
—No entiendo por qué la persigue. Me refiero a Fearing, o quien sea. Ya ha matado a Smithback sin que le pillaran, ¿no? ¿Qué sentido tiene volver a arriesgarse?
—Es evidente que su intención era matarles a los dos. Yo creo que el mensaje está muy claro: como te metas en nuestros asuntos, no sólo te mataremos a ti, sino también a tu familia. —Pendergast se inclinó hacia el asiento delantero—. ¿Proctor? Al doscientos cuarenta y cuatro de la calle Ciento veintisiete, por favor.
—¿Adónde vamos? —preguntó D’Agosta—. Eso queda en Spanish Harlem.
—A hacer algo respecto a Nora.
D’Agosta gruñó.
—Ya hemos empezado a analizar el material de Kline.
—Ah —dijo Pendergast—. ¿Y?
—Conseguiremos pruebas contra él. Resulta que todos aquellos cachivaches africanos que nos llevamos de su oficina son piezas yoruba de los siglos XVIII y XIX, y valen una fortuna. ¿Y sabe qué? Que todo está relacionado con una religión desaparecida que se llamaba Sevi Lwa, antepasada directa del vudú que llegó a las islas con los esclavos del oeste de África.
Pendergast no contestó. Una mirada de sorpresa cruzó su expresión, antes de dejar paso a la estudiada neutralidad de siempre.
—Y espere: el jefe Rocker se ha interesado por nuestra investigación. Quiere verme esta tarde.
—Ah.
—¿Cómo que «ah»? Es la prueba de que el desgraciado de Kline es un experto en vudú, hasta el punto de gastarse varios millones en arte vudú. ¡Ya tenemos la relación!
—Claro, claro —dijo vagamente Pendergast.
Irritado D’Agosta se apoyó en el respaldo. Diez minutos después, el Rolls ya no estaba en la avenida Lenox, sino en la calle Ciento veintisiete, en dirección al East River. Frenó junto a un pequeño escaparate, con un letrero escrito a mano con rotuladores fluorescentes, bajo una ilustración de un ojo muy abierto.
Debajo había varias placas de madera colgadas con ganchos:
LES POUPÉES VAUDOU
MAGIE NOIRE
MAGIE ZWARTE, MAGIE ROUGE
SORCELLERIE, HEXEREI MAGIE
RITUEL DE PROSPÉRITÉ, FORMULES ET POTIONS MAGIQUES
El sucio escaparate de la tienda estaba partido en dos y reparado con cinta adhesiva. El resto apenas se veía debido a la abundancia de extraños objetos: bolas de pelo, pieles, plumas, telas, paja y otros materiales más ignotos y de aspecto más repulsivo.
D’Agosta echó un vistazo al establecimiento.
—Es una broma, ¿no?
—Usted primero, mi querido Vincent.
D’Agosta bajó del coche, seguido por Pendergast. La puerta de la tienda chirrió al girar sobre sus bisagras oxidadas, con un ruido de campanillas. Nada más entrar, D’Agosta recibió una mezcla irrespirable de pachuli, sándalo, hierbas y carne vieja. Detrás del mostrador alzó la vista un negro de edad muy avanzada, cuyo rostro se cerró como una puerta al ver a Pendergast con traje negro. Tenía un casquete de pelo gris muy rizado, marcas de viruela y una cantidad increíble de arrugas.
—¿En qué puedo servirles?
Lo inexpresivo del tono y la mirada lograban transmitir todo lo contrario.
—¿Es usted monsieur Ravel, el especialista en obeah?
El otro no contestó.
—Me llamo Aloysius Pendergast, de los Pendergast de Nueva Orleans. Me alegro muchísimo de conocerle.
El agente se acercó con la mano tendida, exagerando al máximo su acento de Nueva Orleans.
Sus palabras tuvieron un efecto nulo en el hombre, que contempló la mano sin estrecharla.
—Los Pendergast que antes vivían en la Maison de la Rochenoire de la calle Dauphine —añadió el agente.
La mano seguía tendida. A D’Agosta le pareció increíble que Pendergast pudiera cambiar tan deprisa de personalidad. La de ahora correspondía a un aristócrata afable y excéntrico de Nueva Orleans.
—¿Maison de la Rochenoire? —Una chispa de interés prendió en los ojos inyectados en sangre—. ¿La que se incendió en el 71?
Pendergast se inclinó y dijo en voz baja:
—Oi chusoi Dios aei enpiptousi.
Tras un largo silencio, monsieur Ravel levantó una mano enorme. Pendergast se la estrechó.
—Bienvenido.
—Le presento a mi socio, el señor D’Agosta.
El hombre inclinó la cabeza.
—Los otros… son una estafa —dijo Pendergast—. Unos ladrones, y unos aprovechados. Usted… usted es distinto. Sé que puedo fiarme de su mercancía.
El hombre inclinó la cabeza en señal de asentimiento, sin decir nada, aunque D’Agosta vio que no podía evitar sentirse halagado.
—¿Me da su permiso?
Pendergast señaló el interior de la tienda con una mano de marfil.
—Mire, pero no toque nada, por favor.
—Naturellement.
Mientras Pendergast iniciaba uno de esos paseos que realizaba sin la menor prisa, mirándolo todo con las manos en la espalda, D’Agosta observó la tienda. Había paquetitos colgados por doquier, cientos de cajoncitos desde el suelo hasta el techo, frascos de perfume, latas y cajitas, y estanterías de botellines de cristal con hierbas, tierra de colores, líquidos, raíces retorcidas e insectos secos. Todo tenía su pequeña etiqueta, meticulosamente escrita a mano en francés.
Pendergast se acercó otra vez al hombre.
—Impresionante. Bueno, monsieur Ravel, tengo que comprar algo, para mi desgracia. Parece ser que un amigo ha sido blanco de la magie noire, y tengo que hacer un preparado, un arrêt.
—Dígame los ingredientes y yo se los pongo.
Ravel colocó una cesta muy tupida sobre el mostrador.
—Hoja de bois-caca.
Rodeó el mostrador y levantó la mano hacia uno de los cajones más altos, del que extrajo una hoja arrugada que dejó en la cesta. Su hedor era tremendo.
—Huesos de gallito blanco y carne de un gallo rizado triturada junto con las plumas.
Otra rápida gestión en un oscuro rincón de la tienda.
D’Agosta cada vez daba menos crédito a lo que veía. Pendergast estaba un poco raro. Se preguntó si tendría algo que ver con su largo viaje al Tíbet del verano anterior, o con la dura travesía en barco que había debido soportar. A menos que estuviera vislumbrando por primera vez otra faceta oculta de su personalidad…
—Dientes de caimán y champagne verte.
Un frasquito de líquido se incorporó a la cesta, ya bastante llena.
—Huesos humanos en polvo.
Ravel vaciló un poco, pero volvió a la trastienda y salió con una escalenta. La usó para alcanzar la parte superior de uno de los armarios y bajar un sobre de papel cristal, como los que usaban los traficantes de droga. Contenía un polvo de color marfil. Lo puso en el cesto y miró a Pendergast.
—Agua usada para lavar un cadáver.
Una larga pausa, antes de que Ravel volviese con el artículo solicitado.
—Agua bendita.
Esta vez Ravel escrutó a Pendergast, pero al final también fue a la trastienda y volvió con una ampolla muy pequeña.
—Espero que sea lo último.
—Sólo queda una cosa.
Ravel esperó.
—Una hostia consagrada.
Una mirada larga y penetrante.
—Monsieur Pendergast, parece que su amigo… se enfrenta a algo un poco más peligroso que simple magia negra.
—Cierto.
—Tal vez no esté en mis manos, monsieur.
—Tenía tantas esperanzas de que me ayudase… La vida de mi amigo corre peligro, grave peligro.
Ravel miró a Pendergast con tristeza.
—¿Conoce usted, monsieur, las consecuencias que puede acarrearle el uso del envoi morts arrêt?
—De sobra.
—Debe de querer mucho a su amigo.
—La quiero mucho, sí.
—Ah, una amiga… Comprendo… La… hostia que me pide le saldrá bastante cara.
—No importa lo que cueste.
Ravel bajó la vista y se quedó un buen rato pensativo, hasta que se volvió con un largo suspiro y salió por una puerta lateral. Tardó varios minutos en volver, con un pequeño disco de cristal compuesto de dos grandes cristales de reloj, con un ribete plateado que los mantenía juntos. Dentro había una sola hostia. La puso con cuidado en la cesta.
—Serán mil doscientos veinte dólares, monsieur.
D’Agosta se quedó de piedra al ver que Pendergast metía una mano en la chaqueta, sacaba un grueso fajo de billetes nuevos y los contaba.
En cuanto regresaron al Rolls, con la cesta en manos de Pendergast, D’Agosta explotó.
—¿Qué narices ha hecho?
—Cuidado, Vincent, no sacuda la mercancía.
—Me parece mentira que acabe de aflojar más de mil pavos por toda esta porquería.
—Hay muchas razones. Si pudiera ir más allá de sus emociones, lo entendería. En primer lugar, hemos demostrado ser gente de confianza a ojos de monsieur Ravel, que en un futuro podría convertirse en un informador de importancia nada desdeñable. En segundo lugar, existe la posibilidad de que la persona que persigue a Nora crea en el obeah, en cuyo caso el arrêt que estamos a punto de confeccionar podría tener efectos disuasorios. Por último… —bajó la voz— podría ser que nuestro arrêt funcionase.
—¿Que podría… funcionar? ¿Si a Nora la persigue un zombi de verdad, quiere decir?
D’Agosta sacudió la cabeza con incredulidad.
—Yo prefiero llamarlo un envoi mort.
—Bueno, da igual. Es una idea absurda. —D’Agosta observó a Pendergast—. Le ha dicho a ese tío que su casa de Nueva Orleans la incendió una multitud. Su tía Cornelia también hizo una referencia a lo mismo. ¿Fue donde aprendió todo esto del vudú y el obeah? ¿De joven estuvo metido en esta mierda?
—Preferiría no contestar. Lo que le haré es una pregunta: ¿sabe qué es la apuesta de Pascal?
—No.
—Un ateo de toda la vida está en su lecho de muerte. De pronto pide un sacerdote, para poder confesarse y ser absuelto. ¿Es una actitud lógica?
—No.
—Al contrario. No importa cuáles sean sus creencias. El ateo se da cuenta de que si existe alguna posibilidad de equivocarse, por pequeña que sea, le conviene actuar como si Dios existiera. Si Dios existe, no irá al infierno, sino al paraíso. Si no existe, no pierde nada.
—Me suena muy calculador.
—Es una apuesta con ventajas infinitas, y sin inconvenientes; una apuesta, si me permite que lo diga, que debe hacer todo ser humano. No es opcional. La apuesta de Pascal. Su lógica es impecable.
—¿Qué tiene que ver con Nora y los zombis?
—Seguro que si le dedica la reflexión necesaria, comprenderá el nexo lógico.
D’Agosta hizo una mueca, pensó un poco y acabó gruñendo.
—Supongo que ya sé por qué lo dice.
—En tal caso, me alegro. No tengo la costumbre de explicarme, pero con usted a veces hago una excepción.
D’Agosta vio pasar Spanish Harlem por la ventanilla. Al cabo de un momento se volvió hacia Pendergast.
—¿Qué le ha dicho?
—¿Perdón?
—Al tendero. Le ha dicho algo en otro idioma.
—Ah, sí. Oi chusoi Dios aei enpiptousi. Los dados de Dios siempre están trucados.
Pendergast se apoyó en el respaldo, sonriendo a medias.