23

A la mañana siguiente, a las nueve, Nora recorrió deprisa el largo pasillo del quinto piso del museo, resuelta a no alzar la mirada al pasar junto a las puertas de sus colegas: otra vez el mismo suplicio, aunque al menos no se le echaban todos encima, como en los días anteriores.

Al llegar a su despacho, usó la llave y entró con rapidez. Después de echar la cerradura, se giró y se encontró recortada contra la ventana la silueta del agente especial Pendergast, que hojeaba tranquilamente una monografía. D’Agosta estaba sentado en un rincón, en un sillón demasiado mullido, con ojeras.

El agente levantó la vista.

—Disculpe nuestra intrusión en su despacho, pero no me gusta que me vean merodear por las salas del museo. Teniendo en cuenta mis antiguas relaciones con la institución, a algunos podría ofenderles mi presencia.

Nora depositó la mochila en la mesa.

—Ya tengo los resultados.

Pendergast dejó lentamente la monografía.

—Parece muy cansada.

—Ya, ya.

Al volver de su excursión a Inwood, Nora había conseguido un par de horas de sueño irregular, que no le habían ahorrado tener que levantarse en plena noche para acabar la electroforesis en gel del ADN.

—¿Me permite?

Pendergast señaló otra silla, vacía.

—Sí, por favor.

Se puso cómodo.

—Explíqueme qué ha descubierto.

Nora sacó de la mochila una carpeta de acordeón y la dejó sobre la mesa.

—Antes de dárselo tengo que explicarles algo, algo importante.

Pendergast inclinó la cabeza.

—Anteayer por la noche, mientras hacía las primeras pruebas de PCR, apareció la cara de Fearing en la ventanilla del laboratorio. Le perseguí por el pasillo y por uno de los almacenes.

Pendergast la miró fijamente.

—¿Está completamente segura de que era Fearing?

—Tengo pruebas.

—Fue una imprudencia seguirle —terció el inspector con dureza—. ¿Qué pasó?

—Ya sé que fue una estupidez increíble. Reaccioné impulsivamente, sin pensar. Él lo que quería era hacerme salir del laboratorio de PCR. Tenía un cuchillo. Me tendió una emboscada en el depósito, y si no llega a pasar un vigilante…

Nora no acabó la frase.

D’Agosta se había levantado del sillón, como un muelle al soltarse.

—Hijo de puta… —exclamó, ceñudo.

—¿Y las pruebas? —preguntó Pendergast.

Nora sonrió siniestramente.

—Le corté con un trozo de cristal, y analicé una muestra de sangre. Era Fearing. —Abrió la carpeta, sacó las imágenes de la electroforesis y las deslizó hacia el agente—. Mire.

Pendergast las cogió y empezó a hojearlas.

—En resumidas cuentas —explicó Nora—, las muestras que obtuvieron ustedes de… mi piso incluían sangre de dos personas: una, la de mi marido, y la otra la llamaré X. La muestra X coincidía exactamente con el ADN mitocondrial de la madre de Fearing. Esa misma muestra X era idéntica a la de la persona que me persiguió por el depósito. Con lo cual se demuestra que X es Fearing.

Pendergast asintió despacio.

—Es lo que he venido diciendo desde el principio —intervino D’Agosta—. Aún está vivo, el muy hijo de puta. O la hermana se equivocó, o mintió al identificar el cadáver, que es lo más probable. No me extraña que desapareciese. Y el forense la cagó.

Pendergast examinó las imágenes sin decir nada.

—Se las puede quedar —dijo Nora—. Tengo otra copia. Las muestras las tengo escondidas al fondo de la nevera del laboratorio de PCR, por si necesitan algo más. Mal etiquetadas, claro.

Pendergast volvió a guardar las imágenes en la carpeta.

—Nos ha ayudado muchísimo, Nora. Ahora debo reprocharme con la máxima severidad haberla puesto en peligro. No preví el ataque, y menos en el museo. No sabe cuánto lo siento. De ahora en adelante se desentenderá del caso. Ya nos encargaremos nosotros de todo. Mientras ande suelto el asesino, debe extremar las precauciones. Se acabó el salir tarde del museo.

Nora miró los ojos plateados del agente.

—Tengo más información.

Pendergast enarcó una ceja, interrogante.

—He repasado los últimos artículos de Bill, y estaba haciendo una serie sobre malos tratos a animales en Nueva York: peleas de gallos, de perros… y sacrificios.

—¿De verdad?

—En Inwood hay una pequeña comunidad que se llama la Ville. Está en el corazón de Inwood Hill, aislada del resto de la ciudad. Parece que algunos vecinos de Indian Road se quejaron de oír torturar a animales en la Ville. Una organización pro derechos de los animales puso el grito en el cielo. Su portavoz, un tal Esteban, lo ha denunciado públicamente más de una vez. La policía hizo una investigación somera, pero no se ha demostrado nada. El caso es que Bill lo estaba investigando. Ya escribió un artículo, y estaba trabajando en más. Parece que su… última entrevista, digamos, fue con un vecino de Inwood, uno de los que se quejaron. Un tal Pizzetti.

D’Agosta tomaba notas.

El brillo casi impaciente de los ojos de Pendergast le confirmó a Nora que la noticia estaba siendo recibida con gran interés.

—La Ville —repitió.

—No, si aún habrá que pedir otra orden de registro —murmuró D’Agosta.

—Subí ayer por la noche —declaró Nora.

—¡Pero bueno, Nora! —exclamó D’Agosta—. No puede encargarse de estas cosas así como así. Déjenoslo a nosotros.

Nora siguió como si no le hubiera oído.

—No llegué hasta la comunidad propiamente dicha, que parece que sólo tiene una carretera de acceso. Me acerqué desde el sur, por un promontorio del parque desde donde se ve la Ville.

—¿Y qué vio?

—Nada, sólo unos edificios medio en ruinas. No había señales de vida aparte de algunas luces. Daba miedo.

—Lo investigaré. Hablaré con el tal Pizzetti —dijo D’Agosta.

—El caso es que al repasar los hechos me di cuenta de que las cosas raras que habían aparecido a la puerta de nuestra casa (pequeños fetiches, letras) empezaron justo en las fechas en que Bill publicó su primer artículo sobre la Ville. No sé exactamente cómo, ni por qué, pero creo que podrían estar relacionados.

—Queda cerca de donde se supone que se suicidó Fearing —observó D’Agosta—, en el puente giratorio de Spuyten Duyvil, al lado de Inwood Hill Park.

—Es una información de suma importancia, Nora —dijo Pendergast, sosteniendo su mirada con intensidad—. Y ahora atienda, por favor. Le suplico que no investigue más. Ya ha hecho más que de sobra. Cometí un gravísimo error al pedirle ayuda con el ADN. Parece que la muerte de su esposo me ha afectado el juicio.

Nora no apartó la vista.

—Lo siento, pero ahora ya no puedo parar.

Pendergast vaciló.

—No podemos protegerla y resolver al mismo tiempo el asesinato de su marido.

—Ya sé cuidarme sola.

—Le ruego que me haga caso. Con Bill ya he perdido a un amigo. No quiero perder otro.

La miró un momento más, antes de reiterar su gratitud por los resultados del ADN, despedirse con la cabeza y seguir a D’Agosta por la puerta.

Nora se quedó junto a la mesa, mientras los pasos se alejaban. Al principio no hizo nada más que dar golpes ausentes con un lápiz en la chapa del tablero. Finalmente cogió el teléfono del escritorio y marcó el número de Caitlyn Kidd.

—Soy Nora Kelly —dijo, cuando contestó la reportera—. Tengo información. Ven esta medianoche a la esquina de Indian Road con la calle Doscientos catorce Oeste.

—¿Doscientos catorce Oeste? —fue la respuesta—. ¿Qué pasa tan arriba?

—Te enseñaré una noticia, una noticia bomba.