Qué raro que aquí siempre haya niebla… —comentó D’Agosta mientras el gran Rolls zumbaba por la carretera de un solo carril que cruzaba Little Governor’s Island.
—Debe de salir de las marismas —murmuró Pendergast.
D’Agosta miró por la ventanilla. En efecto, las marismas se perdían en la oscuridad, exhalando vapores miasmáticos que se rizaban y flotaban por los juncos y eneas, frente al incongruente telón de fondo del skyline de Manhattan. Tras una larga hilera de árboles secos, llegaron a una verja de hierro, con una placa de bronce.
HOSPITAL MOUNT MERCY
PARA DELINCUENTES PSICÓTICOS
El coche frenó al acercarse a la garita, por cuya puerta salió un hombre uniformado.
—Buenas noches, señor Pendergast —saludó, como si no le sorprendiera que llegasen tan tarde—. ¿Viene a ver a la señorita Cornelia?
—Buenas noches, señor Gott. Sí, gracias. Tenemos una cita.
Un ruido grave anunció la apertura de las dos hojas de la verja.
—Que tengan buenas noches —dijo el vigilante.
Proctor llevó el coche al pabellón principal, un edificio enorme, neogótico, de ladrillo marrón, que se erguía cual severo centinela entre oscuros y pesados abetos, doblegados por el peso de sus viejas ramas.
Entraron en el aparcamiento para visitantes. En cuestión de minutos, D’Agosta se encontró siguiendo a un médico por los largos pasillos de baldosas del hospital. Antiguo sanatorio para tuberculosos (el mayor de Nueva York), Mount Mercy se había reconvertido en un hospital de alta seguridad para asesinos y otros delincuentes violentos absueltos por motivos de salud mental.
—¿Cómo está ella? —preguntó Pendergast.
—Igual —fue la lacónica respuesta.
Se les unieron dos vigilantes. El recorrido por aquellos pasillos donde resonaba todo finalizó ante una puerta de acero, dotada de una ventanilla con barrotes. Un vigilante la abrió con llave. Pasaron a la pequeña sala de seguridad que D’Agosta recordaba de su primera visita, en enero pasado, junto a Laura Hayward. Parecían haber pasado años, aunque la habitación seguía idéntica, con sus muebles de plástico fijados al suelo con tornillos y sus paredes verdes sin cuadros ni ningún tipo de adorno.
Los dos auxiliares desaparecieron al fondo, por una puerta maciza de metal. Al cabo de uno o dos minutos, D’Agosta oyó acercarse un chirrido. Uno de los vigilantes regresó empujando una silla de ruedas. La anciana iba vestida con severidad victoriana, de riguroso luto, con un vestido negro de tafetán y encaje del mismo color, que susurraba al menor movimiento. A pesar de todo, D’Agosta vio que debajo había una camisa de fuerza blanca de cinco puntos.
—Levantadme el velo —ordenó una voz temblorosa.
Uno de los auxiliares obedeció, dejando a la vista un rostro particularmente arrugado y lleno de malicia. D’Agosta fue sometido al exhaustivo análisis de dos pequeños ojos negros, que por alguna razón le recordaron los de las serpientes. Tras un esbozo de sonrisa, sardónica señal de reconocimiento, los ojos vivarachos enfocaron a Pendergast.
El inspector dio un paso.
—¿Señor Pendergast? —dijo secamente el médico—. Supongo que no tendré que recordarle que mantenga las distancias.
Al oír el apellido, la anciana pareció sobresaltarse.
—¡Vaya! —exclamó, recuperando de golpe la fuerza de su voz—. ¿Cómo estás, querido Diógenes? ¡Qué agradable sorpresa! —Se volvió hacia el auxiliar que tenía más cerca, y le espetó con voz aguda—: Trae el mejor amontillado, que ha venido a visitarnos Diógenes. —Se volvió otra vez con una gran sonrisa, que arrugó su cara de manera grotesca—. ¿O prefieres un té, queridísimo Diógenes?
—No, nada, gracias —contestó fríamente Pendergast—. Soy Aloysius, tía Cornelia, no Diógenes.
—¡Tonterías, Diógenes! No quieras tomarle el pelo a una vieja, desalmado, más que desalmado. ¿Qué te crees, que no sé reconocer a mi propio sobrino?
Pendergast vaciló un momento.
—A ti no podría engañarte, tía. Pasábamos cerca, y se me ha ocurrido entrar.
—¡Qué amable! Sí, ya veo que has traído a mi hermano Ambergris.
Pendergast asintió con la cabeza, no sin una rápida mirada a D’Agosta.
—Me quedan unos minutos antes de empezar a prepararme para la fiesta. Ya sabes cómo está el servicio. Debería despedirles, y hacerlo todo yo misma.
—Claro, claro.
D’Agosta esperó a que Pendergast terminara los cumplidos, que se le estaban haciendo eternos. Poco a poco el agente encarriló la conversación hacia su infancia en Nueva Orleans.
—No sé si te acuerdas de aquel… incidente con Marie LeBon, una de las criadas de abajo —preguntó finalmente—. Los niños la llamábamos «señorita Marie».
—¿La que parecía un palo de escoba? Nunca me cayó bien. Me ponía la carne de gallina.
La tía Cornelia sufrió un delicioso escalofrío.
—¿No la encontraron muerta?
—Siempre es de lamentar que los criados sean motivo de escándalo para una casa, y ninguna peor que Marie. Con la excepción de aquel horrible, horrible monsieur Bertin, claro está…
La anciana sacudió con desagrado la cabeza, musitando algo.
—¿Podrías contarme qué pasó con la señorita Marie? Es que yo era muy pequeño.
—Marie era de los pantanos; una mujer promiscua, como tanta gente de por ahí. Mezcla de acadiana francesa e india micmac, y ve a saber de qué más. Empezó a tontear con el mozo de cuadra, que estaba casado… ¿Te acuerdas, Diógenes, de aquel mozo de cuadra con tupé que se las daba de caballero? Y eso que era de lo más vulgar… —Miró a su alrededor—. ¿Y mi copa? ¡Gaston!
Uno de los auxiliares le puso en los labios un vaso de papel. Cornelia aspiró delicadamente por la pajita.
—Ya sabes que prefiero la ginebra —dijo.
—Sí, señora —respondió el auxiliar, sonriendo burlón a su colega.
—¿Qué pasó? —preguntó Pendergast.
—A la mujer del mozo de cuadra, que en gloria esté, no le gustó que Marie LeBon tuviera relaciones carnales con su marido, y se vengó. —Cornelia se rió con socarronería—. Lo arregló con un cuchillo de carnicero. Yo no la habría creído capaz.
—La mujer celosa se llamaba señora Ducharme.
—¡La señora Ducharme! Una mujerona con los brazos como jamones. ¡Ella sí que sabía manejar el cuchillo!
—¿Señor Pendergast? —intervino el médico—. No es el primer aviso que le hago sobre este tipo de entrevistas.
Pendergast no le hizo caso.
—¿Y no pasó algo raro con el… cadáver?
—¿Raro? ¿En qué sentido?
—Por los… aspectos vudú.
—¿Vudú? ¡Diógenes! No era vudú, era obeah. No es lo mismo. Pero qué te voy a decir yo… Está claro que de eso sabes más que tu hermano, ¿eh? Aunque él tampoco es que se chupe el dedo, ¿verdad?
En aquel momento, la anciana se empezó a reír de forma desagradable.
—Decías que el cadáver… —la incitó a seguir Pendergast.
—Sí, ahora que lo dices, sí que pasó algo raro. Tenía clavado en la lengua un gris-gris, oanga.
—¿Oanga? Te veo muy versada en el obeah, tía Cornelia.
De pronto la expresión de la tía Cornelia se volvió recelosa.
—Una, que oye hablar a los criados. Por otro lado, que lo digas justamente tú… ¿Qué te crees, que ya no me acuerdo de tu… experimento, por llamarlo de alguna manera, ni de la desafortunada reacción que provocó en el mobile vulgus…?
—Cuéntame lo del oanga —la interrumpió Pendergast, mirando muy fugazmente a D’Agosta.
—Está bien. Decían que el oanga era un fetiche de esqueleto o cadáver mojado en un caldo a base de cenizas del martes de Carnaval, bilis de cerda, agua de una forja para endurecer el hierro, sangre de ratón virgen y carne de caimán.
—¿Y para qué servía?
—Para extraer el alma y convertir a alguien en esclavo. En zombi. ¡Pero bueno, Diógenes, si no lo sabes tú…!
—Ya, tía Cornelia, pero me gusta oírtelo contar.
—Se supone que después del entierro el cadáver resucita como esclavo de quien puso el oanga. ¿Y sabes qué? Que seis meses después se murió un niño en la calle Iberville (lo encontraron asfixiado dentro de un saco), y dijeron que había sido el zombi de la señorita Marie, por haber deshecho el tendedero de la señora Ducharme. Luego abrieron la tumba de la señorita Marie y no encontraron nada; al menos eso dicen. No hace falta que te diga que los Ducharme fueron despedidos. No se puede permitir que los criados dejen en mal lugar a una casa de gente refinada.
—Se ha acabado el tiempo, señor Pendergast.
El médico se puso inmediatamente en pie. Los auxiliares se levantaron enseguida, para apostarse a ambos lados de la silla de ruedas. El médico les hizo una señal con la cabeza y empezaron a girar a la paciente para llevársela por la puerta del fondo.
De pronto la tía Cornelia giró la cabeza y clavó su mirada en D’Agosta.
—Hoy has estado muy callado, Ambergris. ¿Se te ha comido la lengua el gato? La próxima vez me acordaré de prepararte uno de mis deliciosos sándwiches de berros. A tu familia siempre le han encantado.
Lo único que pudo hacer D’Agosta fue asentir. El médico abrió la puerta para que pasara la silla de ruedas.
—Me he alegrado mucho de volver a verte, Diógenes —dijo por encima del hombro la tía Cornelia—. Ya sabes que siempre has sido mi favorito. Me alegro de que hayas acabado arreglando aquello tan horrible del ojo.
Al cruzar la verja, con la luz de los faros del Rolls-Royce clavada en las cortinas de niebla, D’Agosta ya no pudo aguantarse.
—Perdone, Pendergast, pero se lo tengo que preguntar. ¿No me dirá que se cree todo eso del oanga y los zombis?
—Querido Vincent, yo no me «creo» nada. No soy sacerdote. Yo no trabajo con creencias, sino con pruebas y probabilidades.
—Ya, ya lo sé, pero bueno… ¿La noche de los muertos vivientes? Imposible.
—Un poco categórica, su afirmación.
—Pero…
—Pero ¿qué?
—Yo tengo claro que aquí hay alguien que quiere despistarnos con estas chorradas del vudú, para que perdamos el tiempo.
—¿«Claro»? —repitió Pendergast, arqueando un poco la ceja derecha.
—Mire —dijo D’Agosta, exasperado—, yo lo único que quiero saber es si le parece remotamente posible que en todo esto haya un zombi de verdad. Nada más.
—Preferiría no decirle lo que pienso, pero en todo caso haría usted bien en recordar cierto verso de Hamlet.
—¿Cuál?
—«Horacio, hay más cosas en el cielo y la tierra…» ¿Hace falta que siga?
—No.
D’Agosta se arrellanó en el cómodo asiento de cuero, y se dijo que a veces era mejor dejar a Pendergast a solas con sus desconocidos pensamientos que intentar forzar las cosas.