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Nora hizo girar la llave dentro de la cerradura y empujó la puerta de su piso. Eran las dos del mediodía. Por las persianas entraba un sol bajo que iluminaba (despiadadamente) hasta el último retazo de su vida con Bill. Libros, cuadros, objetos de arte… Hasta revistas tiradas con descuido. Todo desencadenaba una marea de recuerdos involuntarios y dolorosos. Después de cerrar con doble vuelta, cruzó la sala de estar mirando el suelo y entró en el dormitorio.

Ya había terminado de trabajar con el procesador de PCR. Cada una de las muestras de ADN recibidas de Pendergast había sido multiplicada millones de veces. Las probetas estaban guardadas al fondo de la nevera del laboratorio, donde nadie se fijaría en ellas. Después, un respetable día de trabajo en el laboratorio de antropología. A nadie le había llamado la atención que saliese tan temprano. A la una de la noche volvería para la segunda y última fase: el test de electroforesis en gel. De momento, lo más urgente era dormir.

Echó un vistazo a su contestador: veintidós mensajes. Más pésames, seguro. No tenía fuerzas para aguantar ni uno más. Pulsó el play con un suspiro, y empezó a borrar cada mensaje en cuanto detectaba una nota de preocupación en la voz de la persona que llamaba.

Distinto era el séptimo mensaje, de la reportera del West Sider.

«¿Nora? Soy Caitlyn Kidd. Oye, quería saber si has descubierto algo más sobre los artículos de animales que estaba preparando Bill. Me he leído los que publicó, y son muy duros. Tenía curiosidad por saber si averiguó algo nuevo y no tuvo tiempo de publicarlo. Llámame en cuanto puedas.»

Pulsó el botón de stop al principio del siguiente mensaje, y se quedó mirando el contestador, pensativa. Luego se levantó de la cama, volvió a la sala de estar y se sentó a la mesa para encender el ordenador portátil. No conocía a Caitlyn Kidd, ni se fiaba especialmente de ella, pero con tal de encontrar a los culpables de la muerte de Bill, estaba dispuesta a colaborar con el mismísimo demonio.

Miró fijamente la pantalla, respiró hondo y, sin tiempo para arrepentirse, entró en la cuenta privada de su marido en el New York Times. La contraseña fue aceptada. Aún no habían desactivado la cuenta. Un minuto después aparecía ante sus ojos un índice de artículos escritos por Bill durante el último año. Los ordenó cronológicamente. Después retrocedió varios meses y los hizo correr por la pantalla, examinando los títulos. Era curioso que hubiera tantos que no le sonaban. Lamentó amargamente no haberse implicado más en el trabajo de Bill.

El primer artículo sobre sacrificio de animales se lo habían publicado hacía unos tres meses. Más que nada era una recapitulación sobre el sacrificio de animales en la ciudad, que lejos de ser agua pasada, seguía practicándose (secretamente, eso sí) en Nueva York. Siguió adelante. Había varios artículos más: una entrevista con un tal Alexander Esteban, portavoz de Humans for Other Animals, un artículo de investigación sobre peleas de gallos en Brooklyn… Encontró el más reciente, publicado dos semanas antes con el título de «El sacrificio de animales, algo cercano para los habitantes de Manhattan».

Abrió el texto y lo leyó por encima, fijándose especialmente en un párrafo:

Las noticias más recurrentes sobre sacrificio de animales llegan de Inwood, el último barrio de Manhattan hacia el norte. La policía y las asociaciones pro derechos de los animales de los barrios de Indian Road y la calle Doscientos catorce Oeste han recibido varias denuncias de vecinos que aseguran haber oído gritos de sufrimiento de animales. Al parecer, los gritos, que los residentes describen como de cabras, gallinas y ovejas, procedían de una iglesia desconsagrada situada en una misteriosa comunidad de Inwood Hill Park conocida como «la Ville». No hemos logrado hablar con ningún residente de la Ville, ni con el líder de la comunidad, Eugene Bossong.

Aquel descubrimiento debía de haberle granjeado el respaldo del periódico para seguir investigando, porque el artículo acababa con una nota en cursiva:

Este artículo pertenece a una serie todavía en redacción sobre sacrificio de animales en Nueva York.

Nora se apoyó en el respaldo. Ahora que lo pensaba, sí que se acordaba de que hacía una semana, aproximadamente, Bill había vuelto a casa por la noche jactándose de una pequeña victoria en su continuo interés por investigar los sacrificios de animales.

O no tan pequeña, a fin de cuentas…

Miró la pantalla, frunciendo el entrecejo. De entonces databan más o menos los primeros paquetes raros en el buzón, y los primeros dibujos estrafalarios en la puerta.

Cerró el índice de artículos y abrió el software de gestión de información de Bill para consultar las notas que siempre tenía preparadas para futuros artículos. Lo que buscaba estaba en las últimas entradas.

Concentrarse en la Ville. Continúa en el siguiente artículo. ¿SON REALMENTE SACRIFICIOS DE ANIMALES? Se tiene que DEMOSTRAR, no acusar. Consultar archivos de la policía. VERLO personalmente.

Redactar entrevista a Pizzetti. ¿Se han quejado más vecinos? ¿Programar segunda entrevista con Esteban, el de derechos de los animales? Capítulo local de PETA, etc.

¿De dónde sacan los animales?

¿Qué historia tiene la Ville? ¿Quiénes son? Consultar archivo del Times para antecedentes / historia de la Ville. Un poco de color: rumores sobre zombis / sectas / etc.

¿Posible título de artículo: «Vilezas de la Ville»? No, qué va, lo vetaría el Times.

* Primer aniversario - ¡¡¡no olvidarse de reservar en el Café des Artistes + entradas de El hombre que vino a cenar para el fin de semana!!!

La última entrada era tan inesperada, tan fuera de contexto en relación con las demás, que Nora, tomada por sorpresa, sintió brotar lágrimas ardientes en sus ojos. Cerró inmediatamente el programa y se levantó de la mesa.

Dio una vuelta por la sala de estar y miró su reloj: las cuatro y cuarto. Podía coger el metro en la esquina de la calle Noventa y seis y Central Park West, y estar en Inwood en cuarenta minutos. Abrió otro programa en el ordenador, escribió algo, examinó la pantalla y mandó un documento a la impresora. Después fue al dormitorio con paso decidido y recogió su bolso del suelo. Tras un último vistazo, salió del piso.

Un cuarto de hora antes se sentía sin rumbo, a la deriva. Ahora, de pronto, toda ella era avasalladora determinación.