18

D’Agosta entró en la sala de espera del anexo del depósito de cadáveres, tomando la precaución de respirar por la boca. Detrás iba Pendergast, que tras un vistazo general se acomodó felinamente en una de las feas sillas de plástico que se alineaban contra la pared, junto a una mesa llena de revistas manoseadas.

D’Agosta dio una vuelta a la sala, y luego otra. El depósito de cadáveres de la ciudad de Nueva York le traía unos recuerdos horribles. Sabedor de que se le iba a grabar en la memoria otra experiencia (tal vez la peor de todas), le irritaba la frialdad antinatural de Pendergast. ¿Cómo podía mantener aquella despreocupación? Al mirarle, vio que leía Mademoiselle con patente interés.

—¿Para qué lee eso? —le preguntó, malhumorado.

—Hay un artículo muy instructivo sobre primeras citas que salen mal. Me recuerda uno de mis casos, una primera cita especialmente aciaga que acabó en asesinato y suicidio.

El agente sacudió la cabeza y siguió leyendo.

D’Agosta dio otra vuelta por la habitación, cruzando con fuerza los brazos.

—Siéntese, Vincent. Use el tiempo de forma constructiva.

—Odio este sitio. Odio cómo huele. Odio todo lo que se ve.

—Le comprendo perfectamente. Aquí las señales de mortalidad son… digamos que difíciles de soslayar. «Pensamientos demasiado profundos para el llanto», como dijo Wordsworth.

Con un ruido de papel, el agente retomó su lectura. Pasaron algunos minutos atroces, hasta que finalmente se abrió la puerta del depósito. Detrás estaba Beckstein, uno de los patólogos. «Menos mal», pensó D’Agosta. Habían conseguido a Beckstein para la autopsia. Era uno de los mejores, y (sorpresa) una persona casi normal.

Beckstein se quitó los guantes y la mascarilla, y los tiró a una papelera.

—Teniente, agente Pendergast… —Les saludó con la cabeza, sin tender la mano. En el depósito de cadáveres no se estilaba darla—. Me tienen a su disposición.

—Doctor Beckstein —dijo D’Agosta, tomando la iniciativa—, gracias por tomarse el tiempo de hablar con nosotros.

—Es un placer.

—Háganos un resumen, pero con poca jerga, por favor.

—Con mucho gusto. ¿Quieren observar el cadáver? Todavía lo está manipulando el prosector. A veces es útil para ver…

—No, gracias —se negó con rotundidad D’Agosta.

Al darse cuenta de que Pendergast le miraba, pensó resueltamente: «Que se joda».

—Como prefieran. El cadáver presentaba catorce heridas completas o parciales de cuchillo, pre mórtem, algunas en las manos y los brazos, varias en la base de la espalda, y la última a través del corazón, con entrada anterior y posterior. Si quieren les doy un esquema…

—No hace falta. ¿Alguna herida post mórtem?

—No. Después de la última, en el corazón, la muerte fue casi instantánea. El cuchillo penetró horizontalmente, entre la segunda y la tercera costillas, en un ángulo descendente de ochenta grados respecto a la vertical, invadiendo el atrio izquierdo y la arteria pulmonar, y seccionando el cono arterioso encima del ventrículo derecho, con el resultado de una exanguinación masiva.

—Ya me hago una idea.

—Sí.

—¿Usted diría que el asesino hizo lo justo para matar a la víctima, pero no más?

—Sí, es una afirmación que concuerda con los datos.

—¿Arma?

—Una hoja de veinticinco centímetros de longitud y cinco de anchura, muy rígida; probablemente un cuchillo de cocina de alta calidad, o de submarinismo.

D’Agosta asintió con la cabeza.

—¿Algo más?

—Según el análisis toxicológico, la tasa de alcohol en sangre estaba dentro de los límites permitidos. No había drogas, ni tampoco otras sustancias externas. En cuanto al contenido del estómago…

—Eso ahórremelo.

Beckstein vaciló. D’Agosta vio algo en sus ojos: incertidumbre, desazón.

—¿Qué? —dijo—. ¿Algo más?

—Sí. Todavía no lo he escrito en el informe, pero al equipo forense se le pasó por alto algo bastante raro.

—Siga.

El patólogo volvió a vacilar.

—Me gustaría enseñárselo. No lo hemos movido… todavía.

D’Agosta tragó saliva.

—¿Qué es?

—Déjeme que se lo enseñe, por favor. Es que no puedo… miren, la verdad es que no sabría describirlo.

—Por supuesto —dijo Pendergast al tiempo que daba un paso adelante—. Vincent, si prefiere usted esperar aquí…

D’Agosta sintió que su mandíbula se tensaba.

—No, voy con ustedes.

Siguieron al técnico al otro lado de la doble puerta de acero, a una gran sala con baldosas y luz verde. Después de coger mascarillas, guantes y batas de los dispensadores que había cerca, se los pusieron y pasaron a una de las salas de autopsias.

D’Agosta vio inmediatamente al prosector inclinado sobre el cadáver, con una sierra vibratoria en las manos que zumbaba como un mosquito furioso. Al lado había un celador, comiéndose un bagel de salmón ahumado. La otra mesa de disección estaba cubierta de órganos diversos, con sus respectivas etiquetas. D’Agosta volvió a tragar saliva, más fuerte que antes.

—Hombre —le dijo el celador a Beckstein—, llegas justo a tiempo. Estábamos a punto de hacer los intestinos.

La mirada severa de Beckstein le hizo callar.

—Perdona, no sabía que tuvieras invitados.

El celador sonrió, mientras rumiaba el desayuno con labios carnosos. La habitación olía a formol, pescado y heces.

Beckstein se giró hacia el prosector.

—John, quiero enseñarles al teniente D’Agosta y al agente especial Pendergast la… mmm… lo que hemos encontrado.

—Por mí perfecto.

La sierra se apagó. El prosector se apartó. Lentamente, con enorme reticencia, D’Agosta dio unos pasos y miró el cadáver.

Era peor de lo que se había imaginado. Peor que sus peores pesadillas. Bill Smithback: desnudo, muerto, abierto. Le habían retirado el cuero cabelludo, dejando el pelo castaño acumulado en la base y el cráneo ensangrentado a la vista, con marcas de sierra recién hechas que formaban un semicírculo en torno a la calavera. La cavidad corporal muy abierta, con las costillas apartadas, ya sin órganos.

Inclinó la cabeza y cerró los ojos.

—John, ¿podrías fijar un separador en la cabeza?

—Claro que sí.

Mantuvo los ojos cerrados.

—Ya está.

Los abrió. Habían separado las mandíbulas con una pieza de acero inoxidable. Beckstein ajustó la luz de arriba para iluminar el interior. Smithback tenía clavado un anzuelo en la lengua, con plumas, como una mosca artificial. D’Agosta se inclinó en contra de su voluntad, para mirarlo más de cerca. El anzuelo tenía la cabeza de cordel claro, con el dibujo de una pequeña calavera que enseñaba los dientes. Atada al cuello del anzuelo había una bolsita, como una pequeña pastilla.

D’Agosta miró a Pendergast. El agente observaba fijamente la boca abierta, con una intensidad poco común en sus ojos plateados. D’Agosta tuvo la impresión de que aquella mirada contenía algo más que intensidad: tristeza, incredulidad, dolor… e incertidumbre. Era como si el inspector hubiera conservado contra todo pronóstico la esperanza de equivocarse en algo… y comprobado al fin, con la mayor contrariedad, que tenía toda la razón.

El silencio duró varios minutos, hasta que D’Agosta se volvió hacia Beckstein. De repente se sentía viejísimo y cansado.

—Quiero fotos y pruebas. Extráiganlo junto con la lengua. Déjenlo clavado. Quiero análisis forenses de esta cosa. Que abran la bolsita y me informen de lo que contiene.

El celador miró por encima del hombro de D’Agosta, masticando su bagel.

—Parece que anda suelto un psicópata de los de verdad. ¡Imaginaos qué diría el Post!

Un sonoro mordisco, seguido por ruidos de masticación.

D’Agosta se giró a mirarle.

—Como se entere el Post —gruñó—, me ocuparé personalmente de que te pases el resto de la vida tostando bagels en vez de comértelos.

—¡Eh, tío, perdona! ¡Hay que ver qué suspicaz!

El celador se apartó.

Los ojos de Pendergast se centraron en D’Agosta. Se irguió y se alejó del cadáver.

—Vincent, acabo de pensar que hace siglos que no visito a mi querida tía Cornelia. ¿Le apetece acompañarme?