15

El Rolls cruzó una verja entre muros de falso ladrillo, cuyas hojas estaban decoradas con hiedra de plástico, grapada al azar. Entre la hiedra había un letrero que informaba a los visitantes de que habían llegado al cementerio de Whispering Oaks. El muro delimitaba un césped verde bordeado de robles recién plantados, que se aguantaban con cables. Todo era nuevo, inacabado. El cementerio en sí estaba prácticamente vacío. D’Agosta vio las costuras de las placas de césped. En un rincón se agolpaba media docena de lápidas gigantes de granito pulido. En medio de la pradera se erguía un panteón de color hueso, severo y sin encanto.

Proctor condujo el Rolls por el camino asfaltado, hasta frenar a la altura del edificio. Pese a ser otoño, delante del panteón había un largo macizo de flores. Al salir del coche, D’Agosta tocó una de ellas con el pie.

Plástico.

Miraron el aparcamiento.

—¿Y los demás? —preguntó D’Agosta, mirando su reloj—. Habíamos quedado a las doce.

—¿Señores?

Era alguien salido de detrás del panteón, como un fantasma. D’Agosta quedó sorprendido por su aspecto: delgado, con un traje negro de buen corte y un color de piel más blanco de lo normal. Se acercó deprisa, cruzando obsequiosamente las manos por delante, y se detuvo frente a Pendergast.

—¿En qué puedo servirle?

—Venimos por los restos de Colin Fearing.

—Ah, sí, pobre, el que enterramos hace… ¿dos semanas? —Sonrió efusivamente, mirando a Pendergast de los pies a la cabeza—. Usted debe de ser del ramo. ¡Siempre reconozco a los de nuestro ramo!

Pendergast hundió lentamente una mano en el bolsillo.

—Sí, sí —dijo el hombre—, ya me acuerdo del entierro. Pobre, sólo estaban su hermana y el sacerdote. Me sorprendió, porque los jóvenes suelen tener mucho poder de convocatoria. Bueno, ¿de qué funeraria son, y en qué puedo atenderles?

Finalmente, la mano de Pendergast sacó una cartera de piel de su bolsillo. La levantó, dejando que se abriera por su propio peso.

El hombre se la quedó mirando.

—¿Qué… qué es esto?

—Por desgracia no somos «del ramo», por usar su simpática expresión.

El hombre palideció todavía más, sin decir nada.

D’Agosta se acercó y le tendió un sobre.

—Venimos por la orden judicial de exhumación de Colin Fearing. Aquí están todos los papeles.

—¿Exhumación? Yo no sabía nada.

—Se lo comenté anoche a un tal señor Radcliffe.

—Pues a mí el señor Radcliffe no me ha dicho nada. Nunca me dice nada.

El hombre levantó la voz, quejoso.

—Lo siento mucho —dijo D’Agosta, recayendo en el mal humor que tenía desde el asesinato—. Bueno, vamos allá.

Se notaba que el hombre estaba asustado. Parecía que se bamboleara sin mover los pies.

—Siempre hay una primera vez, señor…

—Lille, Maurice Lille.

En ese momento apareció por el camino de entrada el furgón destartalado del forense, levantando una nube de humo azul. Giró demasiado deprisa —D’Agosta no entendía que siempre tuvieran que conducir como locos— y frenó con un leve chirrido, balanceándose por la mala suspensión. Dos técnicos con mono blanco fueron a la parte trasera, abrieron las puertas y sacaron una camilla, sobre la que depositaron una bolsa vacía de cadáveres. Después se acercaron por el aparcamiento, empujando la camilla.

—¿Dónde está el tieso? —berreó el más delgado, un chico pecoso y pelirrojo.

Silencio.

—¿Señor Lille? —preguntó D’Agosta al cabo de un momento.

—¿El… «tieso»?

—Sí, ya me entiende —dijo el técnico—. El fiambre. No tenemos todo el día.

Lille salió de su azoramiento.

—Ah… Sí, claro. Síganme al panteón, por favor.

Les llevó a la entrada principal, dotada de un teclado en el que marcó un código. La puerta de falso bronce les franqueó el acceso a una sala blanca de techo alto, con las cuatro paredes íntegramente cubiertas de nichos. Había dos urnas de yeso gigantes, a la italiana, de las que sobresalían, enormes, sendos ramos de flores de plástico. Sólo unos pocos nichos tenían grabadas letras negras con nombres y fechas. Inevitablemente, D’Agosta buscó el olor que tanto conocía, pero el aire era puro, fresco y perfumado. Claramente perfumado. «Este tipo de sitios —pensó— deben de tener un aire acondicionado tremendo.»

—Perdonen, ¿han dicho Colin Fearing, verdad?

La climatización excesiva no impedía sudar a Lille.

—Exacto.

D’Agosta miró irritado a Pendergast, que estaba de inspección, paseando con las manos en la espalda y los labios apretados. Tenía la manía de desaparecer en el momento más inoportuno.

—Un momentito, por favor.

Lille cruzó una puerta de cristal que daba a su despacho y volvió con un portapapeles. Miró la gran pared de nichos, moviendo los labios como si contara. Paró al cabo de un momento.

—Ya lo tengo. Colin Fearing.

Señaló uno de los nichos marcados y retrocedió, con una mueca que pretendía ser una sonrisa.

—¿Señor Lille? —dijo D’Agosta—. La llave.

—¿Llave? —El pánico se apoderó de su expresión—. ¿Quieren que lo… abra?

—En eso consisten las exhumaciones, ¿no? —dijo D’Agosta.

—Es que no tengo permiso… Yo sólo soy un comercial…

D’Agosta suspiró.

—Todos los papeles están dentro del sobre. Sólo tiene que firmar la primera hoja y darnos la llave.

Al bajar la vista, Lille descubrió por primera vez el sobre de papel manila que apretaba con la mano.

—Es que no tengo permiso. Tendré que llamar al señor Radcliffe.

D’Agosta puso los ojos en blanco.

Lille volvió a su despacho y dejó la puerta abierta. D’Agosta escuchó. La conversación empezó en voz baja, pero en poco tiempo la voz estridente de Lille resonó por todo el panteón como los aullidos de un perro recibiendo puntapiés. Al parecer, el señor Radcliffe no tenía interés en colaborar.

Lille volvió a salir.

—Ahora viene el señor Radcliffe.

—¿Cuánto tardará?

—Una hora.

—Ni hablar. Al señor Radcliffe ya se lo expliqué. Abra el nicho ahora mismo.

Lille se retorció las manos, crispando sus facciones.

—Madre mía… Es que… no puedo…

—Oiga, lo que tiene en la mano es una orden judicial, no una solicitud de autorización. Como no abra el nicho, le denunciaré por entorpecer la labor policial.

—¡Pero es que el señor Radcliffe me despedirá!

Pendergast regresó de su visita no guiada y se acercó al grupo sin prisas. Mientras iba hacia el nicho de Fearing, leyó en voz alta:

—«Colin Fearing, treinta y ocho años.» ¿A que da pena que se mueran tan jóvenes, señor Lille?

Lille no parecía haberle oído. Pendergast tocó el mármol, como si lo acariciara.

—¿Y dice que no vino nadie al funeral?

—Sólo la hermana.

—Qué triste. ¿Quién lo pagó?

—Pues… no estoy seguro. La factura la pagó la hermana, creo que con dinero de la madre.

—Pero la madre está enajenada… —El inspector se volvió hacia D’Agosta—. Me gustaría saber si la hermana tenía poderes. Valdría la pena investigarlo.

—Buena idea.

Los dedos blancos de Pendergast siguieron acariciando el mármol, hasta apartar una plaquita secreta y descubrir una cerradura. Su otra mano se introdujo en el bolsillo del pecho y reapareció con un pequeño objeto, que parecía un peine, pero con pocas púas y sólo en la punta. Lo insertó en la cerradura y lo movió un poco.

—Perdone, ¿se puede saber qué…? —empezó a decir Lille, pero dejó la frase a medias cuando la puerta del nicho giró sin hacer ruido sobre sus bisagras engrasadas—. Espere, espere, esto no…

Los técnicos empujaron la camilla y la sacudieron un poco para levantarla hasta el nivel del nicho. Una pequeña linterna apareció en la mano de Pendergast, que la enfocó en la oscuridad y escudriñó el interior.

Tras un breve silencio, dijo:

—Creo que no necesitaremos la camilla.

Los dos técnicos se quedaron parados, sin saber qué hacer.

Pendergast se irguió y se volvió hacia Lille.

—Dígame, si es tan amable, ¿quién tiene las llaves de estos nichos?

—¿Las llaves? —Lille temblaba—. Yo.

—¿Dónde?

—Las guardo bajo llave en mi despacho.

—¿Y el otro juego?

—Lo tiene el señor Radcliffe, pero no aquí. No sé dónde.

—¿Vincent?

Pendergast se apartó y señaló el nicho abierto.

D’Agosta se acercó y miró la cavidad oscura, siguiendo el fino haz de la linterna con la vista.

—¡Pero si está vacío! —dijo.

—Imposible —tembló la voz de Lille—. Vi meter el cadáver con mis propios ojos…

Se quedó sin voz, con una mano aferrada a la corbata.

El técnico pelirrojo quiso comprobarlo por sí mismo.

—Me cago en la leche… —dijo, mirando fijamente.

—No vacío del todo, Vincent.

Pendergast se puso un guante de látex, metió la mano y sacó con cuidado un objeto, que enseñó a los demás sobre su palma. Era un tosco ataúd en miniatura hecho de cartón piedra y retales, con la tapa de papel un poco levantada. Dentro mostraba los dientes un esqueleto, compuesto de palillos pintados de blanco.

—Sí que hay alguien enterrado, en cierto modo —dijo Pendergast con su voz meliflua.

Se escuchó un grito ahogado, seguido por un golpe sordo. D’Agosta se giró. Maurice Lille se había desmayado.