Caitlyn Kidd aparcó frente al Museo de Historia Natural de Nueva York, al otro lado de la calle, en una zona exclusiva para autobuses. Antes de bajar cubrió el salpicadero con el West Sider del día anterior, dejando perfectamente a la vista el titular y la firma. Entre eso y la identificación de prensa, tal vez se evitara la segunda multa en dos días.
Cruzó Museum Drive a paso rápido, respirando el gélido aire otoñal. Eran las cinco menos cuarto. Tal como sospechaba, vio salir a varias personas del enorme edificio por una puerta sin rotular. Iban muy decididos, con bolsas y maletines. Empleados, no visitantes. Se acercó a la puerta, esquivándoles.
Al otro lado había un pasillo estrecho, que llevaba a un control de seguridad. Un par de vigilantes con cara de aburrimiento dejaban pasar a quienes enseñaban sus identificaciones del museo. Caitlyn hurgó en el bolso y sacó su acreditación efe prensa.
Se acercó y se la enseñó al vigilante.
—Esto es sólo para empleados —indicó él.
—Soy del West Sider —contestó ella—. Estoy escribiendo un artículo sobre el museo.
—¿Tiene cita?
—Me han concertado una entrevista con… —Miró de reojo la identificación de un conservador que acababa de cruzar el control. Tardaría como mínimo unos minutos en llegar a su despacho—. El doctor Prine.
—Un momento. —El vigilante consultó un listín telefónico, descolgó el teléfono, marcó un número y dejó que sonara. Después miró a Caitlyn con ojos de sueño—. No está. Tendrá que esperar aquí.
—¿Puedo sentarme?
Caitlyn señaló un banco, a unos diez metros. El vigilante titubeó.
—Es que estoy embarazada, y no me dejan estar mucho tiempo de pie.
—Siéntese.
Caitlyn cruzó las piernas y abrió un libro, sin perder de vista el puesto de vigilancia. Llegó un grupo de empleados, que se amontonó en la entrada para el turno de noche. Parecían conserjes. Aprovechando que los vigilantes estaban muy ocupados mirando pases y marcando nombres, Caitlyn se levantó y se unió a los trabajadores que ya habían pasado por el control.
La sala que buscaba estaba en el sótano. Cinco minutos de búsqueda por internet la habían provisto de un plano del museo para empleados. Era un verdadero laberinto de pasillos que se cruzaban entre sí, como una conejera, sin letreros ni nada; aun así, nadie le pidió explicaciones ni dio muestras de fijarse en ella. Preguntando a quien tenía que preguntar, acabó por llegar a un pasillo largo y poco iluminado en cuyas paredes se sucedían cada seis o siete metros puertas con ventanas de cristal esmerilado. Lo recorrió despacio, fijándose en los nombres de las puertas. Flotaba un olor no del todo agradable, que no supo reconocer. Algunas puertas estaban abiertas, lo que dejaba al descubierto aparatos de laboratorio, despachos aprovechados al máximo y, curiosamente, tarros de animales en formol y fieras de aspecto peligroso disecadas y montadas.
Se paró frente a una puerta donde ponía KELLY, N. Estaba entreabierta. Oyó voces. Después vio que era una sola: Nora Kelly, al teléfono.
Se acercó un poco más y escuchó.
—No puedo, Skip —decía la voz—. Ahora no puedo volver a casa.
Una pausa.
—No, no es por eso. Si me voy ahora a Santa Fe, igual nunca vuelvo a Nueva York. ¿No te das cuenta? Además, necesito averiguar como sea qué ha pasado, y buscar al asesino de Bill. Ahora mismo es lo único que me permite ir tirando.
Demasiado personal. Caitlyn abrió un poco más la puerta y carraspeó. El laboratorio estaba muy lleno, pero no desordenado. Había una mesa con fragmentos de cerámica al lado de un ordenador portátil, y en una esquina de la mesa, una mujer con un teléfono en la mano, mirándola. Era delgada, atractiva, con el pelo (cobrizo) por debajo de los hombros, y una mirada de angustia en sus ojos de color marrón claro.
—Skip —dijo—, tengo que colgar. Ya te llamaré. Sí. Vale, esta noche. —Colgó y se levantó de detrás de la mesa—. ¿Quería algo?
Caitlyn respiró hondo.
—¿Nora Kelly?
—Sí, soy yo.
Sacó la acreditación del bolso y la enseñó.
—Soy Caitlyn Kidd, del West Sider.
Nora Kelly se puso roja de golpe.
—¿La que ha escrito aquella porquería?
Su tono rebosaba rabia y pena.
—Señora Kelly…
—¡Menuda obra maestra! Con otra igual, hasta puede que le hagan una oferta los del Weekly World News. Le aconsejo que se vaya, antes de que llame a seguridad.
—¿Ha llegado a leer el artículo? —se apresuró a decir Caitlyn.
La cara de Nora delató un titubeo. Caitlyn estaba en lo cierto. No se lo había leído.
—Era un buen artículo, con datos, imparcial. Los titulares no los escribo yo. Lo único que hago es informar.
Nora dio un paso. Caitlyn retrocedió instintivamente. Nora la escrutó un momento, con los ojos encendidos. Después volvió a la mesa y cogió el teléfono.
—¿Qué hace? —preguntó Caitlyn.
—Llamar a seguridad.
—No llame, por favor, señora Kelly.
Nora acabó de marcar el número y esperó a que sonara.
—Se está perjudicando a sí misma. Yo puedo ayudarla a buscar al asesino de su marido.
—¿Oiga? —dijo Nora al teléfono—. Soy Nora Kelly, del laboratorio de antropología.
—Las dos queremos lo mismo —susurró Caitlyn—. Por favor, déjeme que le explique cómo puedo ayudarla. ¡Por favor!
Silencio. Nora se la quedó mirando, hasta que dijo por teléfono:
—Perdone, me he equivocado de número.
Apoyó despacio el auricular en la base.
—Dos minutos —dijo.
—Vale. Nora… ¿puedo llamarte Nora? Yo conocía a tu marido. ¿Te lo comentó alguna vez? Coincidimos en varios actos periodísticos, ruedas de prensa y escenarios del crimen. A veces por la misma noticia, aunque… para mí, aprendiz de reportera de un periódico basura como el West Sider, era bastante difícil hacerle la competencia al Times.
Nora no dijo nada.
—Bill era buena persona. Te repito que las dos tenemos el mismo objetivo: encontrar al que le asesinó. Las dos tenemos recursos especiales a nuestra disposición, y deberíamos aprovecharlos. Tú le conocías mejor que nadie, y yo tengo un periódico. Podríamos poner nuestros talentos en común y ayudarnos.
—Aún estoy esperando a que me expliques cómo.
—¿Sabes el artículo que estaba preparando Bill, el de los derechos de los animales? Me lo comentó hace unas semanas.
Nora asintió.
—Sí, ya se lo he dicho a la policía. —Vaciló—. ¿Crees que tiene algo que ver?
—Por intuición te diría que sí, pero aún no tengo bastante información. Explícame algo más.
—Iba de todo aquello de los sacrificios de animales de Inwood. Dio mucho que hablar, pero después se fue apagando el interés; menos el de Bill, que lo tenía en la recámara y no dejó de buscar nuevos enfoques.
—¿Te contó muchas cosas?
—Sólo me dio la impresión de que algunas personas no estaban muy contentas con que se interesara en el tema; pero bueno, tampoco es nada nuevo. Lo que más feliz le hacía era incordiar, sobre todo a los antipáticos. Y a los que hacían daño a los animales les odiaba más que a nadie. —Nora echó un vistazo a su reloj—. Quedan treinta segundos, y aún no me has dicho cómo puedes ayudarme.
—Yo nunca me canso de investigar. Pregúntaselo a cualquiera de mis colegas. Sé manejármelas con la policía, los hospitales, las bibliotecas, el archivo del periódico… Con mi acreditación de periodista puedo entrar en más sitios que tú. Puedo dedicarme al tema día y noche, veinticuatro horas al día y siete días por semana. Es verdad que busco una noticia, pero también quiero vengar a Bill.
—Se te han acabado los dos minutos.
—Vale, pues ya me voy, pero te voy a pedir una cosa, tanto por mi bien como por el tuyo. —Caitlyn se dio unos golpecitos en la cabeza—. Busca sus apuntes sobre el artículo, el de los derechos de los animales, y enséñamelos. Ten en cuenta que los reporteros nos cuidamos entre nosotros. Yo tengo tantas ganas como tú de llegar hasta el fondo. Ayúdame, Nora.
Sin decir más, sonrió un poco, entregó a Nora su tarjeta, se volvió y salió del laboratorio.