13

La sede central de Digital Veracity estaba en una de las torres gigantes de cristal que bordeaban la avenida de las Américas a la altura de los primeros cincuenta números. D’Agosta y Pendergast se encontraron en el vestíbulo principal. Tras un breve paso por el control de seguridad, subieron al piso treinta y siete.

—¿Ha traído una copia de la carta? —preguntó Pendergast.

D’Agosta se dio unos golpecitos en el bolsillo de la americana.

—¿Sabe algo del pasado de Kline que pueda interesarme?

—Ciertamente. Nuestro buen amigo Lucas Kline creció en una familia pobre de Brooklyn, en la avenida J. Una infancia sin nada especial: muy buenas notas, siempre el último elegido para el equipo, «buen chico»… Se matriculó en la Universidad de Nueva York y empezó a trabajar como periodista, que, según todos los testimonios, era su vocación. Pero le salió mal: le quitaron una exclusiva importante (parece que de manera injusta, pero ¿cuándo ha sido justo el periodismo?), y el resultado fue que le despidieron. Después anduvo dando tumbos, hasta que se hizo programador informático en un banco de Wall Street. Al parecer tenía facultades, ya que pocos años después creó Digital Veracity, y por lo que se ve le va razonablemente bien. —Pendergast miró a D’Agosta—. ¿Se ha planteado una orden judicial?

—Me ha parecido mejor esperar a ver qué pasa en la entrevista.

Al abrirse, las puertas del ascensor dejaron a la vista un vestíbulo decorado con elegancia, con varios sofás de cuero negro sobre antiguas alfombras Serapi. La decoración consistía en media docena de esculturas africanas de gran tamaño: guerreros de tocados imponentes y grandes máscaras con dibujos de una complejidad vertiginosa.

—Parece que al señor Kline le va algo más que razonablemente bien —observó D’Agosta, mirando a su alrededor.

Se identificaron en la recepción y se sentaron. D’Agosta buscó algún número de People o Entertainment Weekly entre los montones de Computerworld y Database Journal, sin encontrarlo. Justo cuando se iba a levantar, molesto, sonó un timbre en la mesa de la recepcionista, que dijo:

—Ya pueden pasar a ver al señor Kline.

Se levantó y les llevó a una puerta sin letrero.

Recorrieron un pasillo largo y de luz tenue, que acababa en otra puerta. La recepcionista les hizo pasar a un antedespacho, donde una secretaria guapísima tecleaba en un ordenador. La secretaria les miró furtivamente antes de seguir con su trabajo. Tenía la actitud tensa y encogida de un perro apaleado.

Al fondo había otra doble puerta, que daba a un enorme despacho esquinero. Dos paredes de cristal brindaban vistas de vértigo de la Sexta Avenida. Había un hombre de unos cuarenta años detrás de un escritorio con cuatro ordenadores. Estaba de pie, hablando por un manos libres, de espaldas a ellos y de cara a la ventana.

D’Agosta examinó el despacho: más sofás de cuero negro y más arte tribal en las paredes. Al parecer el señor Kline era coleccionista. Había una vitrina con varios objetos polvorientos: pipas de barro, hebillas y hierros retorcidos que, según las etiquetas, procedían del asentamiento holandés original de Nueva Amsterdam. Un par de estanterías empotradas contenían libros sobre economía y lenguajes de programación, en marcado contraste con las máscaras, ligeramente inquietantes por sus muecas.

El hombre acabó de hablar por teléfono, colgó y se dio la vuelta para mirarles. Tenía una cara alargada, de sorprendente aspecto juvenil, que aún guardaba huellas del combate adolescente contra el acné. D’Agosta reparó en que no era muy alto, como máximo un metro sesenta y cinco. Se le levantaba el pelo en el cogote, como a los niños. Lo único viejo eran sus ojos; viejos, y muy fríos.

Les miró: primero a Pendergast, luego a D’Agosta, y otra vez al agente.

—Ustedes dirán —pronunció en voz baja.

—Yo me siento, gracias —dijo Pendergast, ocupando una silla con las piernas cruzadas.

Lo mismo hizo D’Agosta. El hombre sonrió un poco, sin decir nada.

—¿El señor Lucas Kline? —empezó D’Agosta—. Soy el teniente D’Agosta, de la policía de Nueva York.

—Ya me imaginaba que D’Agosta era usted. —Kline miró a Pendergast—. Y usted debe de ser el agente especial. Ya saben quién soy yo. Bueno, ¿qué desean? Estoy muy ocupado.

—¿Ah, sí? —preguntó D’Agosta, acomodándose con un crujido de cuero profundamente satisfactorio—. ¿Y en qué está tan ocupado, señor Kline?

—Soy el director de Digital Veracity.

—No me dice nada, la verdad.

—Si quiere saber cómo he llegado a lo más alto desde la miseria, léase esto. —Kline señaló media docena de libros idénticos en un estante—. Explica cómo he pasado de simple DBA a presidente de mi propia empresa. Es de lectura obligatoria para todos mis empleados: un penetrante análisis, muy bien escrito, del que tienen el privilegio de poder gozar por treinta y cinco dólares. —Les miró con una sonrisa desdeñosa—. Pueden pagar en efectivo o con tarjeta a mi secretaria, cuando salgan.

—¿DBA? —preguntó D’Agosta—. Eso ¿qué es?

—Administrador de base de datos. Al principio me ganaba la vida manejando bases de datos, y velando por su buena salud. Durante mis ratos libres escribí un programa para normalizar automáticamente bases de datos financieras de gran tamaño.

—¿Normalizar? —repitió D’Agosta.

Kline quitó importancia al asunto con un gesto de la mano.

—Ni lo pregunte. El caso es que mi programa funcionó más que bien, y que resultó que había mucho mercado para normalizar bases de datos. Dejé sin trabajo a gran parte de los demás DBA. Y de paso, monté todo esto.

Alzó un poco la barbilla, sin que se le borrara la sonrisa de las comisuras de unos labios rosados, como de chica.

A D’Agosta le daba dentera tanto egotismo intelectual. Se lo iba a pasar en grande. Se apoyó cómodamente en el respaldo, despertando nuevas quejas en el lujoso cuero.

—La verdad es que nos interesan más sus actividades extracurriculares.

Kline prestó más atención.

—¿Como por ejemplo?

—Como por ejemplo su tendencia a contratar a secretarias guapas, intimidarlas para que se acuesten con usted y amenazarlas o pagarles para que se callen.

La expresión de Kline no cambió.

—Ah. O sea, que han venido por el asesinato de Smithback.

—Aprovechó su poder para abusar y dominar a esas mujeres. Tenían demasiado miedo, de usted y de quedarse sin trabajo. Les daba miedo hablar. En cambio Smithback no tenía miedo, y le puso en evidencia delante de todos.

—De evidencia nada —replicó Kline—. Se formularon acusaciones, no fueron demostradas, y si hubo algún acuerdo extrajudicial, ya es cosa del pasado. Por desgracia para usted y para Smithback, no hay constancia oficial de nada.

D’Agosta se encogió de hombros, como diciendo: «Da igual; la liebre ya está levantada».

Pendergast cambió de postura en la silla.

—Debió de sentarle muy mal que las acciones de Digital Veracity cayeran un cincuenta por ciento después de la publicación del artículo de Smithback.

El rostro de Kline seguía sereno.

—Ya sabe lo caprichosos que son los mercados. Digital Veracity casi ha recuperado los niveles de antes.

Pendergast juntó las manos.

—Ahora es director de una empresa, y ya no le echarán arena en la cara ni le robarán el dinero para la comida. Tal como están las cosas, nadie puede faltarle impunemente al respeto, ¿verdad, señor Kline? —Pendergast sonrió un poco y miró a D’Agosta—. ¿La carta?

D’Agosta introdujo una mano en el bolsillo, sacó la carta y empezó a leer:

—«Le prometo que se arrepentirá de haber escrito el artículo, cueste el tiempo o el dinero que cueste. No puede saber cómo ni cuándo actuaré, pero tenga la seguridad de que actuaré.» —Levantó la vista—. ¿Lo escribió usted, señor Kline?

—Sí —dijo Kline, sin perder ni un segundo el control de su expresión.

—¿Y se lo envió a William Smithback?

—Sí.

—¿Le…?

Kline interrumpió a D’Agosta.

—¡Qué pesado es usted, teniente! Déjeme que haga las preguntas, así nos ahorraremos tiempo. ¿Lo escribí en serio? Totalmente. ¿Soy culpable de su muerte? Es una posibilidad. ¿Me alegro de que se haya muerto? No sabe hasta qué punto.

Guiñó un ojo.

—Oiga… —empezó a decir D’Agosta.

—La cuestión —volvió a avasallarle Kline— es que nunca lo sabrán. Tengo los mejores abogados de toda la ciudad. Sé exactamente qué puedo decir y qué no. Contra mí no pueden hacer nada.

—Podemos detenerle —dijo D’Agosta—. Ahora mismo, si queremos.

—Por supuesto. Y yo me quedaría callado hasta que viniera mi abogado. Entonces me iría.

—Podríamos encerrarle por causa razonable.

—No se llene tanto la boca, teniente.

—La carta es una amenaza clara.

—Puedo responder de todos mis movimientos en el momento del asesinato. La carta pasó el examen de los mayores expertos jurídicos del país. No contiene nada para justificar acciones legales.

D’Agosta sonrió, burlón.

—Bueno, Kline, pero tendría su gracia bajarle al vestíbulo esposado, después de chivarnos a la prensa.

—Pues no sería mala publicidad, no. En una hora habría vuelto a mi despacho, ustedes quedarían en ridículo y mis enemigos se darían cuenta de que soy intocable. —Kline volvió a sonreír—. No se olvide de que mi formación es de programador, teniente. Antes me dedicaba a escribir rutinas largas y complicadas en las que era esencial no cometer ningún error de lógica. Es lo primero y lo más importante que aprenden los programadores: revisarlo todo a fondo, sin olvidarse de nada. Comprobar que esté previsto cualquier output inesperado. Y no dejar lagunas. Ni una sola.

D’Agosta se dio cuenta de que empezaba a exasperarse. El enorme despacho quedó en silencio. Kline le observaba con los brazos cruzados.

—Disfuncional —dijo D’Agosta.

Al menos le borraría la sonrisa de suficiencia al muy desgraciado.

—¿Cómo? —preguntó Kline.

—Si no me diera tanto asco, casi me daría pena. La única manera que tiene de acostarse con alguien es a base de dinero, poder, amenazas y fuerza. ¿No le suena a disfunción? ¿No? Pues entonces, ¿qué tal esta otra palabra? Patético. ¿Y la chica de aquí fuera? ¿Cuándo tiene pensado cambiarla por un nuevo modelo?

—Vete a la puta mierda —fue la respuesta.

D’Agosta se levantó.

—Eso es una amenaza violenta, Kline. A un policía. —Se tocó las esposas—. Se cree muy listo, pero se ha pasado de la raya.

—Vete a la puta mierda, D’Agosta —repitió la voz.

D’Agosta se dio cuenta de que no lo había dicho Kline. Era una voz algo distinta. Tampoco procedía de detrás del escritorio, sino del otro lado de una puerta, en la pared del fondo.

—¿Quién ha sido? —preguntó D’Agosta.

Se había enfadado tanto y tan deprisa, que notó que temblaba.

—¿Eso? —contestó Kline—. Ah, Chauncy.

—Dígale que salga ahora mismo.

—No puedo.

—¿Qué? —dijo D’Agosta, apretando los dientes.

—Está ocupado.

—Vete a la puta mierda —dijo la voz de Chauncy.

—¿Ocupado?

—Sí, comiendo.

D’Agosta fue a la puerta sin decir nada más y la abrió de golpe.

Al otro lado había una salita casi tan pequeña como un armario. No contenía nada más que una percha de madera en forma de T, alta hasta el pecho, en la que se apoyaba un enorme loro de color salmón. Tenía una nuez del Brasil en una garra. Miró al teniente con afabilidad, escondiendo coquetamente su enorme pico entre las plumas, y erizando un poco la cresta en un gesto de interrogación.

—Teniente D’Agosta, le presento a Chauncy —dijo Kline.

—Vete a la puta mierda, D’Agosta —dijo el loro.

D’Agosta dio un paso. El loro pegó un grito ensordecedor, soltó la nuez y batió sus anchas alas, echando plumas y pelusa a D’Agosta mientras se le levantaba del todo la cresta.

—Mire qué ha hecho —dijo Kline, con suave tono de reproche—. No le ha dejado comer.

D’Agosta volvió sobre sus pasos, respirando con agitación. De pronto comprendió que no podía hacer nada, absolutamente nada. Kline no había cometido ninguna infracción. ¿Qué podía hacer, esposar a una cacatúa de las Molucas y llevársela al centro? Sería el hazmerreír en jefatura. Había que reconocer que lo tenía todo pensado, el muy capullo. La mano de D’Agosta se crispó, arrugando la carta. Era una frustración angustiosa.

—¿Cómo sabe mi nombre? —murmuró, quitándose una pluma de la chaqueta.

—Ah, eso… —dijo Kline—. Es que hace un rato Chauncy y yo… hablábamos de usted.

Al subir al ascensor para ir al vestíbulo, D’Agosta miró a Pendergast. El agente especial temblaba, parecía que de risa contenida. D’Agosta apartó la vista, ceñudo. Finalmente Pendergast se recompuso y carraspeó.

—Creo, querido Vincent —dijo—, que podría ir pensando en obtener la orden de registro con la mayor celeridad posible.