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Cuánto lo siento, Nora! —El portero abrió la puerta con un gesto teatral, y al cogerle la mano la inundó de olor a tónico capilar y aftershave—. Lo tiene todo a punto. Hemos cambiado la cerradura. Ya está todo arreglado. Tengo la nueva llave. Le doy mi más sincero pésame. El más sincero. —Nora notó que le ponían en la mano una llave fría y plana—. Si necesita algo, dígamelo.

El portero la miró sentidamente con sus ojos acuosos de color marrón.

Nora tragó saliva.

—Gracias por pensar en mí, Enrique.

Ya era una frase casi automática.

—Lo que quiera, y cuando quiera. Usted llame a Enrique y ahí me tendrá.

—Gracias.

De camino al ascensor, tuvo un momento de vacilación. Había que hacerlo sin pensar mucho.

El ascensor se cerró con un ruido metálico e inició el suave ascenso al quinto piso. Cuando se abrieron las puertas, Nora no se movió. Saltó al rellano en el último momento, cuando ya empezaban a cerrarse.

Estaba todo muy tranquilo. Un cuarteto de cuerda de Beethoven que se filtraba por una puerta, y una conversación por otra. Al siguiente paso, vaciló otra vez. Al fondo, donde el rellano cambiaba de sentido, vio la puerta de su piso. De ella, no de los dos. En los números de latón clavados con tornillos ponía «612».

Se acercó despacio hasta la puerta. La mirilla estaba negra. Las luces de dentro, apagadas. Cilindro y placa nuevos en la cerradura. Abrió la mano y contempló la llave: brillante, recién cortada. Parecía irreal. Como todo. Jamais vu, el contrario de déjà vu. Era como si lo viese todo por primera vez.

Introdujo lentamente la llave y la giró. La cerradura hizo un clic. Sintió ceder la puerta, que al ser empujada basculó sobre las bisagras recién engrasadas. Al otro lado, el piso estaba oscuro. Buscó a tientas el interruptor, sin encontrarlo. ¿Dónde estaba? Penetró en la oscuridad, y al palpar la pared lisa se le disparó el corazón. La envolvía un olor. Productos de limpieza, abrillantador de madera… y algo más.

La puerta empezó a cerrarse a sus espaldas, obstruyendo la luz del rellano. Nora echó los brazos hacia atrás, reprimiendo un grito. Al encontrar el pomo, abrió la puerta, y al salir al rellano la cerró. Después apoyó en ella la cabeza, con un fuerte temblor en los hombros, e intentó resistirse a los sollozos que la dominaban.

Tardó unos minutos en recuperar un poco de control. Al mirar el rellano en ambas direcciones, dio gracias por que no hubiera pasado nadie. La avalancha de emociones contenidas le provocaba una mezcla de vergüenza y miedo. La idea de ser capaz de entrar en el piso donde habían asesinado a su marido hacía cuarenta y ocho horas era una estupidez. Se quedaría unos días en casa de Margo Creen. Luego se acordó de que Margo estaba de año sabático hasta enero.

Tenía que salir. Bajó otra vez en ascensor. Al cruzar el vestíbulo, casi no la sostenían las piernas. Le abrió el portero.

—Llame a Enrique para todo lo que quiera —dijo él al verla pasar, prácticamente corriendo.

Fue hacia el este por la Noventa y dos hasta llegar a Broadway. Era una noche de octubre, fresca pero todavía agradable. Las aceras estaban llenas: gente que iba a restaurantes, paseaba al perro o sencillamente volvía a su casa. Nora empezó a caminar deprisa. El aire le despejaría la cabeza. Iba hacia el centro, a paso rápido, esquivando a los transeúntes. Allá, en la calle, entre la multitud, tuvo la sensación de controlar sus pensamientos, adquiriendo cierta perspectiva sobre lo que acababa de ocurrir. Era una tontería reaccionar así. En algún momento tenía que volver al piso, y más valía temprano que tarde. Lo tenía todo allá: sus libros, sus trabajos, su ordenador, las cosas de él…

Por un momento deseó que sus padres aún estuvieran vivos, para poder refugiarse en su cálido abrazo; pero era un razonamiento todavía más absurdo e inútil.

Caminó más despacio. Quizá fuera mejor volver, a fin de cuentas. Estaba reaccionando con la emotividad que tanto esperaba evitar.

Se paró y miró a su alrededor. A su lado había una cola para entrar en el Waterworks Bar. Una pareja que se acariciaba en un portal. Un grupo de hombres, ejecutivos de Wall Street, volviendo del trabajo: trajes oscuros, maletines… Le llamó la atención un vagabundo que llevaba un buen rato caminando al mismo ritmo que ella, pegado a las fachadas de los edificios. Él también se paró, y de repente se volvió para irse en sentido contrario.

Lo furtivo de sus movimientos, el hecho de no mostrar la cara, hicieron dispararse las alarmas de urbanita de Nora.

Le vio dar tumbos, andrajoso, con todo el aspecto de quien huye. ¿Acabaría de robar a alguien? Mientras Nora le observaba, el vagabundo llegó a la esquina de la calle Ochenta y ocho, se paró un momento y desapareció por la esquina, no sin antes lanzar una última mirada.

El corazón de Nora dio un salto. Era Fearing. Estaba casi segura: la misma cara alargada, el mismo cuerpo larguirucho, los mismos labios finos, el mismo pelo rebelde, la misma sonrisita insinuante…

Se apoderó de ella un miedo paralizador, que con la misma rapidez dio paso a una rabia brutal.

—¡Eh! —gritó, echando a correr—. ¡Eh, tú!

Se abrió camino por la acera. Al llegar a la cola del Waterworks, apartó a la gente sin contemplaciones.

—¡Cuidado, señora!

—¡Oiga!

Se soltó y siguió corriendo. Dio un tropiezo, pero se levantó y reanudó la persecución, girando por la esquina. La calle Ochenta y ocho iba hacia el este, larga, poco iluminada, entre ginkgos y casas antiguas sin luz. Desembocaba en la explosión de luz de la avenida Amsterdam, con sus bares y restaurantes con pretensiones.

Justo en aquel momento, una silueta oscura llegaba a la avenida y ponía de nuevo rumbo al centro.

Nora corrió con todas sus fuerzas, despotricando contra la debilidad y la torpeza debidas a la conmoción y la convalecencia. Al llegar a la esquina, contempló la avenida Amsterdam, llena también de noctámbulos.

Estaba allá, a media manzana, caminando deprisa, como si de repente supiera adónde ir.

Nora apartó a un hombre joven y siguió corriendo hasta alcanzar a la silueta.

—¡Eh, tú!

La silueta no se paró.

Nora esquivaba a los peatones con el brazo levantado.

—¡Para!

Le dio alcance justo antes de la calle Ochenta y siete. Cogió la tela sucia de su hombro, y al volverle le hizo perder el equilibrio. Él se la quedó mirando con los ojos muy abiertos, atemorizados. Nora soltó la camisa y dio un paso hacia atrás.

—¿Qué pasa?

No, decididamente no era Fearing. Un simple yonqui.

—Perdone —masculló Nora—. Le he confundido con alguien.

—Déjame en paz.

El hombre se dio la vuelta, murmurando «puta», y siguió dando tumbos por la avenida Amsterdam.

Nora miró a su alrededor como una loca, pero el auténtico Fearing ya no estaba (suponiendo que hubiera estado alguna vez). Se quedó quieta en medio de la multitud, con los labios temblando, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlar la respiración.

Su mirada se detuvo en el bar más cercano, el Neptune Room, un local de marisco ruidoso y ostentoso en el que nunca había entrado. Ni querido entrar. Ni previsto hacerlo.

Entró y se sentó en un taburete. Enseguida llegó el camarero.

—¿Qué le pongo?

—Un martini de Beefeater muy seco, sin hielo, con limón.

—Marchando.

Entre sorbo y sorbo a la enorme copa de líquido helado, se riñó por su conducta de psicópata. El sueño sólo había sido eso, un sueño, y el vagabundo no era Fearing. Estaba muy afectada. Necesitaba serenarse y recomponer su vida lo mejor que pudiese.

Se acabó la copa.

—¿Cuánto es?

—Invita la casa. Y espero —dijo el barman, guiñándole un ojo— que ya no esté el demonio que ha visto antes de entrar.

Nora le dio las gracias. Al levantarse, sintió los efectos calmantes del alcohol. «Demonio», había dicho el barman. Tenía que enfrentarse a sus demonios sin más dilación. Se estaba trastornando; veía cosas, y eso no podía tolerarlo. Ella no era así.

Sólo tardó unos minutos en volver a su edificio. Cruzó la puerta muy deprisa, capeando otro alud de comentarios bienintencionados por parte del portero, y subió al ascensor. Poco después estaba delante de su puerta. Metió la llave, abrió y palpó la pared, buscando el interruptor, que encontró inmediatamente.

Tras girar dos veces la llave, y correr el pestillo recién instalado, miró a su alrededor. Todo estaba en perfecto orden, limpio, brillante y repintado. Deprisa, pero metódicamente, registró el piso entero, incluidos los armarios y el hueco de debajo de la cama. Luego abrió las cortinas de la sala de estar y el dormitorio, y volvió a apagar la luz. El resplandor de la ciudad oscureció el apartamento, prestando una textura suave y traslúcida a las superficies.

Ahora ya estaba segura de poder pasar la noche, y de luchar con sus demonios.

Siempre que no tuviera que mirar nada.