El Rolls-Royce cruzó como una seda el destartalado pueblo de Kerhonkson. Deslizándose sobre las grietas del asfalto, pasó junto a un hotel cerrado y emprendió el sinuoso descenso por un valle oscuro, entre árboles mojados. Al otro lado de una curva muy cerrada apareció una vieja casa victoriana, pegada a un complejo de edificios bajos de ladrillo, dentro de una cerca de tela metálica. En la penumbra del atardecer, un letrero informaba de que habían llegado a la residencia de Willoughby Manor.
—Caramba —dijo D’Agosta—. Parece una cárcel.
—Es uno de los aparcaderos de enfermos y viejos más deplorables de todo el estado de Nueva York —observó Pendergast—. Acumula tantas infracciones, que el expediente del departamento de Sanidad Pública mide un palmo de grosor.
La verja estaba abierta y la garita, vacía. Se metieron en un gran aparcamiento para visitantes, despoblado, lleno de grietas y de malas hierbas. Proctor llegó hasta la entrada principal. D’Agosta bajó del coche, sintiendo tener que despegarse de unos asientos tan mullidos. Después bajó Pendergast. Entraron en la residencia por una doble puerta cutre de plexiglás, y penetraron en un vestíbulo que olía a moqueta enmohecida y puré de patatas agriado. En medio del vestíbulo había un letrero escrito a mano, sobre un pedestal de madera:
¡OBLIGATORIO identificarse para las visitas!
El garabato de una flecha apuntaba hacia un rincón, donde una mujer leía el Cosmopolitan al otro lado de una mesa. Debía de pesar ciento cincuenta kilos.
D’Agosta sacó su placa.
—Teniente D’Agosta y agente especial…
—El horario de visita es de diez a dos —anunció ella, sin bajar la revista.
—Perdone, pero es que somos de la policía.
D’Agosta no estaba dispuesto a aguantar chorradas, y menos en aquella investigación.
Al final la mujer bajó la revista y les miró fijamente.
D’Agosta dejó que viera bien su placa, antes de guardársela en el bolsillo de la chaqueta.
—Venimos a ver a la señora Gladys Fearing.
—Vale, vale. —La recepcionista pulsó el botón de un interfono y berreó—: ¡La poli, para ver a Fearing! —Al levantar la vista, su cara ya no expresaba dejadez, sino un entusiasmo inesperado—. ¿Qué ha pasado? ¿Algún crimen?
Pendergast se inclinó, en actitud confidencial.
—Pues la verdad es que sí.
La recepcionista abrió mucho los ojos.
—Un asesinato.
Se tapó la boca para no gritar.
—¿Dónde? ¿Aquí?
—En Nueva York.
—¿El hijo de la señora Fearing?
—¿Se refiere a Colin Fearing?
D’Agosta miró a Pendergast. ¿Qué narices tramaba?
Pendergast se irguió, arreglando su corbata.
—¿Conoce mucho a Colin?
—No, no mucho.
—Pero venía de vez en cuando, ¿no? La última semana, pongamos por caso…
—Me parece que no. —La mujer sacó un libro de registro y lo hojeó—. No.
—Pues la semana anterior.
Pendergast se inclinó para ver el libro.
Ella siguió hojeándolo, bajo los ojos plateados del inspector, que observaban las páginas.
—¡Qué va! La última vez que vino fue… en febrero. Hace ocho meses.
—¡Vaya!
—Mire.
Giró el libro para enseñárselo. Pendergast examinó la firma (un garabato), y empezó a hojear el libro hacia el principio. Se irguió.
—No parece que viniera mucho.
—Aquí nadie viene mucho.
—¿Y su hija?
—Ni siquiera sabía que tuviera una hija. Nunca ha venido a verla.
Pendergast posó amablemente una mano en uno de los hombros inmensos de la recepcionista.
—Contestando a su pregunta, sí, Colin Fearing está muerto.
La mujer se quedó quieta, con los ojos muy abiertos.
—¿Asesinado?
—Aún no sabemos la causa de la muerte. Entonces ¿nadie se lo ha dicho a su madre?
—No, nadie. No creo que aquí lo sepan. Pero… —Titubeó—. No vienen a decírselo, ¿verdad?
—No exactamente.
—No se lo aconsejo. ¿Qué sentido tiene estropearle los últimos meses de vida? Como su hijo no venía casi nunca, y se quedaba poco tiempo… no le echará de menos.
—¿Cómo era?
La recepcionista hizo una mueca.
—A mí no me gustaría tener un hijo así.
—¿No? Explíquese, por favor.
—Maleducado. Desagradable. Me llamaba Berta Cañón.
—¡Qué vergüenza! ¿Y cuál es su nombre, amiga mía?
—Jo-Ann. —Vaciló un instante—. ¿Verdad que no le dirán a la señora Fearing que ha muerto?
—Es usted muy compasiva, Jo-Ann. Bueno, ¿podemos pasar a ver a la señora Fearing?
—¿Dónde se habrá metido la auxiliar? —Cambió de idea justo antes de volver a pulsar el botón—. Vengan, les acompaño. Pero les aviso de una cosa: la señora Fearing está bastante mal de la chaveta.
—Mal de la chaveta —repitió Pendergast—. Comprendo.
La recepcionista se levantó arduamente de la silla, con una actitud de lo más servicial. La siguieron por un largo pasillo de linóleo, mal iluminado, y lleno de olores molestos: evacuación humana, comida hervida, vómito… Cada puerta a la que se acercaban tenía su propia suite sonora: palabras masculladas, quejas, parloteo, ronquidos…
Se paró delante de una puerta abierta, en la que dio unos golpes.
—¿Señora Fearing?
—Vete —dijo una voz débil.
—¡Han venido a verla unos señores, señora Fearing!
Jo-Ann adoptó un tono artificial de alegría.
—No quiero ver a nadie —respondió la voz.
—Gracias, Jo-Ann —dijo Pendergast, lo más untuosamente que pudo—. A partir de ahora ya nos encargamos nosotros. Es usted una santa.
Entraron. Era una habitación pequeña, sin apenas mobiliario ni pertenencias. La presidía una cama de hospital, en el centro de un suelo de linóleo. Pendergast colocó hábilmente una silla junto a ella.
—Váyanse —repitió la mujer con pocas fuerzas y menos convicción.
Estaba acostada, con un halo de cabello muy blanco, encrespado y sin peinar, unos ojos de un azul descolorido por la edad y una piel de pergamino, fina y transparente. D’Agosta discernió la curva brillante del cuero cabelludo bajo los pelos desgreñados. En una mesa de hospital, con ruedas, se apilaban desde hacía horas platos sucios de comida.
—Hola, Gladys —saludó Pendergast, cogiéndole la mano—. ¿Cómo se encuentra?
—Fatal.
—¿Puedo hacerle una pregunta personal?
—No.
Se la apretó.
—¿Se acuerda de su primer osito de peluche?
Un sí lento y extrañado con la cabeza.
—¿Cómo se llamaba?
Un silencio largo, seguido por la respuesta:
—Molly.
—¡Qué nombre más bonito! ¿Y qué fue de Molly?
Otra larga pausa.
—No lo sé.
—¿Quién se la regaló?
—Papá. Por Navidad.
D’Agosta vio una chispa de vida en los ojos apagados de la anciana. No era la primera vez que le desconcertaban los extraños interrogatorios de Pendergast.
—Debió de encantarle el regalo —dijo el agente—. Hábleme de Molly.
—Estaba hecha con calcetines cosidos y rellenos de trapos. Tenía una pajarita pintada. La quería muchísimo. Dormíamos juntas cada noche. Con ella estaba a salvo. Nadie podía hacerme nada.
El rostro de la anciana se abrió en una radiante sonrisa, a la vez que una lágrima cuajaba en uno de sus ojos y rodaba por su mejilla.
Pendergast se apresuró a ofrecerle un kleenex de un paquete sacado del bolsillo. Ella lo cogió, se secó los ojos y se sonó la nariz.
—Molly —repitió con voz ausente—. Qué no daría por volver a abrazar aquel osito relleno, tan ridículo… —Sus ojos parecieron fijarse por primera vez en Pendergast—. ¿Quién es usted?
—Un amigo —dijo él—. Sólo he venido a hablar.
Se levantó de la silla.
—¿Tiene que irse?
—Me temo que sí.
—Vuelva. Me cae bien. Es un joven muy educado.
—Gracias. Lo intentaré.
Al salir, Pendergast le dio su tarjeta a Jo-Ann.
—¿Tendría la amabilidad de informarme sobre cualquier visita a la señora Fearing?
—¡Por supuesto!
Jo-Ann cogió la tarjeta con una especie de veneración.
Poco después estaban fuera del edificio, en el aparcamiento vacío y descuidado, por el que se acercó a buscarles el Rolls. Pendergast aguantó la puerta a D’Agosta. Un cuarto de hora más tarde corrían por la Interestatal 87, de vuelta a Nueva York.
—¿Se ha fijado en el cuadro antiguo que había en el pasillo, fuera de la habitación de la señora Fearing? —murmuró Pendergast—. Estoy convencido de que se trata cié un Bierstadt original, aunque le convendría una buena limpieza.
D’Agosta sacudió la cabeza.
—¿Piensa explicarme algo, o le divierte marearme?
Con un brillo de diversión en la mirada, Pendergast sacó una probeta del bolsillo de su americana. Contenía un pañuelo de papel húmedo.
D’Agosta se lo quedó mirando. Ni siquiera se había fijado en que Pendergast recogía el kleenex usado.
—¿Para el ADN?
—Naturalmente.
—¿Y lo del osito de peluche?
—Todos hemos tenido alguno. El objetivo era que se sonase la nariz.
D’Agosta se escandalizó.
—¡Qué ruin!
—Al contrario. —Pendergast se guardó la probeta en el bolsillo—. Lo que ha derramado eran lágrimas de felicidad. Le hemos alegrado el día a la señora Fearing, y ella nos lo ha pagado con un favor.
—Espero que nos lo analicen antes de que Steinbrenner se venda los Yankees.
—Una vez más, tendremos que actuar no sólo fuera de la caja, sino también fuera de la habitación que la contiene.
—Y eso quiere decir que…
Pero Pendergast se limitó a sonreír enigmáticamente.