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Nora Kelly cerró sin hacer ruido la puerta de su laboratorio de antropología, en el sótano, y se apoyó en ella con los ojos cerrados. Le dolía constantemente la cabeza, y tenía la garganta seca y rasposa.

Había sido mucho peor de lo previsto: aguantar a un colega tras otro, con sus pésames bienintencionados, sus miradas trágicas, sus ofrecimientos de ayuda y su consejo de tomarse unos días de baja… ¿Unos días de baja? ¿Para qué, para volver al piso donde habían asesinado a su marido y no tener más compañía que la de sus pensamientos? Al final había ido directamente al museo desde el hospital. A pesar de sus palabras a D’Agosta, se le hacía demasiado cuesta arriba volver al piso, al menos de momento.

Abrió los ojos. El laboratorio estaba tal como lo había dejado dos días antes, pero al mismo tiempo parecía muy distinto. Desde el asesinato, todo parecía distinto. Era como si el mundo entero hubiera sufrido un cambio radical.

Se resistió con rabia a aquel razonamiento estéril. Miró su reloj: las dos. Ahora sólo podía salvarla la inmersión en el trabajo. Una inmersión total, completa.

Cerró la puerta del laboratorio con pestillo y encendió su Mac. Después de iniciarlo, entró en su base de datos de fragmentos de cerámica. Abrió un archivador con llave, y al tirar de una bandeja dejó a la vista docenas de bolsas de plástico con trozos de cerámica numerados. Abrió la primera. Una vez distribuidos los fragmentos por el fieltro de la mesa, empezó a clasificarlos por tipo, fecha y localización. Era un trabajo aburrido y mecánico, pero en aquel momento necesitaba justamente eso, un trabajo mecánico.

Después de media hora, hizo una pausa. El silencio del laboratorio era sepulcral, a excepción del rumor del aire acondicionado, como un susurro incesante en la oscuridad. La pesadilla del hospital la había vuelto aprensiva. Era un sueño tan real… La mayoría de los sueños se borraban con el tiempo; todo lo contrario de aquél, que si algo se volvía era más nítido.

Sacudió la cabeza, irritada por la tendencia de sus pensamientos a dar vueltas y vueltas siempre a los mismos horrores. Tecleando con más fuerza de la necesaria, acabó de introducir la serie de datos, guardó el archivo y empezó a embolsar los fragmentos, despejando la mesa para la siguiente bolsa.

Llamaron suavemente a la puerta.

«¡Otro pésame no, por favor!» Miró la ventanita de cristal de la puerta, pero en el pasillo había tan poca luz que no se veía nada. Al cabo de un momento se levantó, fue a la puerta, cogió el pomo… y no lo giró.

—¿Quién es?

—Primus Hornby.

Abrió el pestillo, consternada. Tenía delante a un hombre de poca estatura, cuerpo de barril, brazos cortos y gruesos (uno de ellos con un periódico debajo), y una mano gordezuela con la que se acariciaba nerviosamente la calva.

—Me alegro de encontrarte. ¿Puedo?

Nora se apartó a regañadientes para dejar paso al astroso personaje. El conservador de antropología entró y se volvió.

—Lo siento muchísimo, Nora.

Seguía frotándose la calva con la misma mano. Nora no contestó. Era incapaz. No sabía qué decir, ni cómo decirlo.

—Me alegro de que te hayas vuelto a incorporar. Para mí el trabajo es la solución de todos los males.

—Gracias por haber pensado en mí.

Tal vez ya se fuera… Pero no, parecía estar allí con alguna intención.

—Yo enviudé hace unos años, mientras hacía trabajo de campo en Haití. Mi mujer murió en un accidente de coche en California, durante mi ausencia. Sé lo que debes de sentir.

—Gracias, Primus.

Él dio unos pasos más por el laboratorio.

—Ah, fragmentos de cerámica… ¡Qué bonitos! Un ejemplo del impulso humano de embellecer hasta lo más prosaico.

—Sí, es verdad.

¿Cuándo se iría? De pronto Nora se sintió culpable por su reacción. A su manera, Primus intentaba ser amable; pero ella el duelo no lo llevaba así, con tanta palabrería, conmiseración y pésames.

—Perdona, Nora. —Primus vaciló—. Pero tengo que preguntártelo. ¿Piensas enterrar a tu marido, o incinerarlo?

La pregunta era tan rara, que al principio Nora no supo qué decir. Hasta el momento la había eludido, a sabiendas de que tarde o temprano debería afrontarla.

—No lo sé —contestó, con más sequedad de la que quería.

—Ah… —Hornby reflejó una aflicción incomprensible. Nora se preguntó por dónde seguiría—. Ya te he dicho que mi trabajo de campo lo hice en Haití…

—Sí.

Pareció alterarse.

—En Dessalines, donde vivía, a veces embalsaman los cadáveres con Formalazen, en vez de con la típica mezcla de formol, etanol y metanol.

La conversación empezaba a tomar derroteros irreales.

—Formalazen —repitió Nora.

—Sí. Es mucho más tóxico, y difícil de manipular, pero ellos lo prefieren porque… bueno, por una serie de razones. A veces lo hacen todavía más tóxico disolviendo matarratas. En casos excepcionales (ciertos tipos de muerte), también le piden a la funeraria que cosa la boca. —Volvió a titubear—. En esos casos, entierran a los muertos boca abajo, con la boca en la tierra y un cuchillo largo en una mano. A veces disparan una bala al corazón del cadáver, o le clavan un trozo de hierro, para… pues para volver a matarlo.

Nora se quedó mirando al extraño individuo. Siempre había sabido que era un excéntrico, demasiado afectado por lo insólito de sus estudios, pero aquello estaba tan monstruosamente fuera de lugar que no se lo acababa de creer.

—Qué interesante —consiguió decir.

—No te imaginas lo cuidadosos que pueden llegar a ser en Dessalines al enterrar a los muertos. Siguen reglas muy estrictas, que les cuestan mucho dinero. Un entierro como Dios manda puede costar dos o tres años de sueldo.

—Ya.

—Te repito que lo siento muchísimo.

El conservador desplegó el periódico que tenía debajo del brazo, y lo puso en la mesa. Era el West Sider de aquella mañana.

Nora se quedó mirando el titular:

¿REPORTERO DEL ‘TIMES’ ASESINADO POR UN ZOMBIE?

Hornby dio unos golpecitos a las letras, con un dedo corto y grueso.

—Es lo que estudiaba yo: vudú, obeah, zombis… Bien escrito, claro, con i, no como aquí. Es que en el West Sider no dan ni una.

Resopló por la nariz.

—¿Qué…?

Nora se había quedado muda, contemplando el titular.

—O sea, que si decides enterrar a tu marido, espero que tengas en cuenta lo que te he dicho. Si quieres preguntarme algo, Nora, ya sabes dónde estoy.

Y el conservador se fue con una última sonrisa triste, dejando el periódico sobre la mesa.