Mediodía. Por enésima vez, D’Agosta apretó el botón del ascensor y soltó una palabrota en voz baja. Miró su reloj.
—Nueve minutos. Es increíble. Llevamos aquí nueve malditos minutos.
—Tiene que aprender a aprovechar los ratos libres, Vincent —murmuró Pendergast.
—¿Ah, sí? Pues a mí me parece que usted también ha estado perdiendo el tiempo.
—Al contrario. Durante los últimos nueve minutos he reflexionado (con sumo placer) sobre la invocación en el tercer libro de El paraíso perdido de Milton, he repasado los nombres en latín de la segunda declinación (hay declinaciones en latín que constituyen poco menos que una ocupación a tiempo completo) y he redactado mentalmente una elocuente carta de la que pienso hacer entrega a los técnicos que diseñaron este ascensor.
Un profundo traqueteo anunció la llegada del ascensor. Las puertas se abrieron rechinando. La cabina, atestada, expulsó a sus ocupantes: médicos, enfermeras, y por último un cadáver en una camilla. Subieron y D’Agosta pulsó el botón donde ponía «b2».
Tras una larga espera, las puertas se cerraron retumbando. El ascensor empezó a bajar con tal lentitud que apenas se percibía el movimiento. Al cabo de otra espera interminable, el chirrido de las puertas dejó a la vista un pasillo del sótano, forrado con azulejos, fluorescentes verdosos y un fuerte olor a formol y muerte. Tras un cristal corredero divisorio, un vigilante custodiaba dos puertas de acero cerradas con llave.
Al acercarse, D’Agosta sacó la placa.
—Teniente D’Agosta, policía de Nueva York, homicidios, y agente especial Pendergast, del FBI. Venimos a ver al doctor Wayne Heffler.
—Los documentos en la bandeja —pidió una voz lacónica.
Depositaron sus placas en una bandeja deslizante. Se las devolvieron poco después junto con dos pases. Las puertas de acero se entreabrieron con un clic metálico.
—Al final del vestíbulo, segundo pasillo a la izquierda al llegar a la intersección. Pregunten a la secretaria.
La secretaria estaba ocupada y tardaron otros veinte minutos en ver al doctor. Cuando finalmente se abrió la puerta y les hicieron pasar a un despacho elegante, D’Agosta ya tenía ganas de pelea. Nada más ver la cara arrogante y malhumorada del ayudante del forense, supo que lo tendría fácil.
El forense se levantó de detrás de la mesa y, deliberadamente, no les invitó a sentarse. Era un hombre mayor, guapo, delgado, huesudo, que llevaba un cárdigan, una pajarita y una camisa blanca almidonada. Tenía una chaqueta de tweed en el respaldo de la silla. Canoso y con poco pelo, se peinaba hacia atrás, despejando una frente ancha. Su imagen afable y paternal no se extendía a los ojos, azules y de una frialdad glacial tras las gafas de concha. En las paredes, revestidas de madera, había grabados de caza así como una vitrina grande con banderines de vela deportiva. «Un gentleman de tomo y lomo», pensó D’Agosta, irritado.
—¿En qué puedo ayudarles? —preguntó el forense sin sonreír, con las manos encima de la mesa.
D’Agosta cogió intencionadamente una silla y la cambió varias veces de sitio antes de sentarse, sin la menor prisa. Pendergast se acomodó en otra con agilidad. D’Agosta sacó un documento de su maletín y lo empujó a través del kilométrico escritorio.
El forense ni siquiera lo miró.
—Teniente… D’Agosta, deme los detalles. Ahora no tengo tiempo de leer informes.
—Es sobre la autopsia de Colin Fearing. La dirigió usted, ¿se acuerda?
—Pues claro. El cadáver que apareció en el Harlem. Un suicidio.
—Exacto —dijo D’Agosta—. Pues tengo cinco testigos de confianza que juran y perjuran que es quien cometió el asesinato de anoche en West End Avenue.
—Imposible.
—¿Quién identificó el cadáver?
—Su hermana. —Heffler hojeó con impaciencia hacia una carpeta abierta—. Carmela Fearing.
—¿No tenía ningún otro familiar?
Más papeleo impaciente.
—Sólo su madre. Vive al norte del estado, en una residencia, y no está en posesión de sus facultades mentales.
D’Agosta miró a Pendergast de reojo, pero el agente especial estaba examinando los grabados deportivos con patente desagrado, como si no prestase atención al interrogatorio.
—¿Marcas particulares?
—Fearing tenía un tatuaje muy original de un hobbit en el deltoides izquierdo, y una marca de nacimiento en el tobillo derecho. Lo primero se lo consultamos al tatuador, y era muy reciente. Lo segundo lo corroboró el certificado de nacimiento.
—¿Historial dental?
—No pudimos localizar el historial dental.
—¿Por qué?
—Colin Fearing nació y creció en Inglaterra. Antes de instalarse en Nueva York vivió en San Antonio, Texas. Según su hermana, todos los arreglos dentales se los hizo en México.
—¿Y no llamaron a las clínicas de México ni de Londres? ¿Cuánto se puede tardar en escanear una radiografía y enviarla por e-mail?
El forense suspiró de irritación.
—Una marca de nacimiento, un tatuaje y la identificación del cadáver ante notario por parte de un pariente digno de crédito. Hemos cumplido de sobra con la normativa, teniente. Si cada vez que se suicida un extranjero en Nueva York tuviera que buscar su historial dental en su país de origen, se me acumularía el trabajo.
—¿Se han quedado alguna muestra de tejidos o sangre de Fearing?
—Las radiografías y las muestras de tejido y sangre las reservamos para cuando existe alguna duda sobre la muerte. Esto era un suicidio puro y duro.
—¿Cómo lo sabe?
—Fearing se tiró al Harlem desde el puente rotatorio que hay al otro lado de Spuyten Duyvil. El cadáver lo encontró en el Spuyten Duyvil una lancha de la policía. Se reventó los pulmones y se fracturó el cráneo debido al salto. También había una nota de suicidio. Aunque todo eso ya lo sabe, teniente.
—Lo he leído en el dossier. No es lo mismo que saberlo.
El forense se había quedado de pie. Cerró elocuentemente la carpeta de la mesa.
—Gracias, señores. ¿Algo más?
Miró su reloj de pulsera.
Fue el momento en que Pendergast se decidió a intervenir.
—¿A quién entregaron el cadáver?
Hablaba despacio, como si tuviera sueño.
—A la hermana, por supuesto.
—¿Con qué documento identificaron a la hermana? ¿El pasaporte?
—Si no recuerdo mal, con un permiso de conducir del estado de Nueva York.
—¿Se quedaron una copia?
—No.
Pendergast profirió un leve suspiro.
—¿Hay testigos del suicidio?
—Que yo sepa, no.
—¿Se hizo un examen forense de la nota para determinar si estaba escrita por Colin Fearing?
Un titubeo. El forense abrió de nuevo la carpeta y la consultó.
—Parece que no.
D’Agosta retomó el hilo del interrogatorio.
—¿Quién encontró la nota?
—El mismo policía que recuperó el cuerpo.
—¿Y la hermana? ¿Habló usted con ella?
—No. —Heffler dejó de mirar a D’Agosta, sin duda con la esperanza de que se callara—. Señor Pendergast, ¿puedo preguntarle por qué está interesado el FBI?
—No, doctor Heffler, no puede.
D’Agosta prosiguió.
—Mire, doctor, tenemos el cadáver de Bill Smithback en el depósito, y para seguir investigando nos urge hacerle la autopsia. También nos urge hacer pruebas con las muestras de sangre y pelo. Y una prueba de ADN de la madre de Colin Fearing, para comparar, visto que a usted se le olvidó quedarse muestras de la autopsia del suicida.
—¿Cuánto les urge?
—Máximo cuatro días.
Una sonrisita de victoria y desdén hizo temblar los labios del forense.
—Lo siento muchísimo, teniente, pero no puede ser. Vamos bastante retrasados, y aunque no fuera así, en cuatro días es imposible. Para una autopsia hay que calcular entre diez días y tres semanas. En cuanto a los resultados del ADN, ni siquiera dependen de mí. Necesitarán una orden judicial para extraer sangre a la madre, y eso puede tardar meses. Con el trabajo acumulado que tienen en el laboratorio de ADN, tendrán suerte si les dan el resultado en menos de medio año.
—Qué inoportuno —volvió a intervenir Pendergast, y se giró hacia D’Agosta—. Supongo que tendremos que esperar. A menos que el doctor Heffler pudiera… ¿cómo se dice?… poner el turbo con la autopsia.
—Si pusiera el turbo para todos los agentes del FBI o detectives de homicidios que me lo pidieran, y me lo piden todos, no podría dedicarme a nada más. —Les devolvió el documento deslizándolo por la mesa—. Lo siento, señores. Y ahora, si me disculpan…
—No faltaría más —dijo Pendergast—. Sentimos mucho haberle hecho perder un tiempo tan valioso.
D’Agosta se quedó de piedra al ver que Pendergast se levantaba para irse. ¿Se iban a marchar así, aceptando que se los quitasen de encima de aquella manera?
Pendergast se volvió, dio unas zancadas hacia la puerta y vaciló.
—Es raro que pudieran trabajar tan eficazmente con el cadáver de Fearing… ¿Cuántos días tardaron?
—Cuatro, pero era un suicidio sin complicaciones. Tenemos problemas de espacio.
—¡Ah, muy bien! Pues teniendo en cuenta su problema de espacio, nos gustaría tener la autopsia de Smithback en cuatro días.
Una risa corta.
—No me ha escuchado, señor Pendergast. Ya les diré cuándo podemos programarla. Ahora, si no les importa…
—Pues que sean tres días, doctor Heffler.
El forense se le quedó mirando.
—¿Cómo?
Pendergast se volvió hacia él.
—He dicho tres días.
Heffler cerró un poco los ojos.
—Es usted un impertinente.
—Y usted adolece de una soberana falta de ética.
—¿De qué demonios está hablando?
—Sería una lástima que se supiera que han estado vendiendo cerebros de indigentes muertos.
Un largo silencio. El tono de la siguiente intervención del forense fue glacial.
—¿Me está amenazando, señor Pendergast?
Pendergast sonrió.
—Muy listo, doctor.
—Supongo que se refiere a una práctica totalmente permitida y legítima. Es por una buena causa, para la investigación médica. De los cadáveres no reclamados aprovechamos todos los órganos, no sólo el cerebro. Son cuerpos que salvan vidas, y resultan esenciales para la investigación médica.
—Aquí la palabra clave es «vender». Diez mil dólares por cerebro. Es la tarifa actual, ¿no? Parece mentira que sean tan caros.
—¡Señor Pendergast, por Dios, aquí no vendemos nada! Pedimos que se nos reembolsen los costes. Nos cuesta dinero extraer y manipular órganos.
—Una distinción que tal vez pasara inadvertida a los lectores del New York Post.
El forense palideció.
—¿El Post? ¡No habrán publicado algo!
—Todavía no, pero ¿verdad que se imagina el titular?
Heffler se enfurruñó, y la pajarita le tembló de rabia.
—Sabe perfectamente que es una actividad que no hace daño a nadie. Llevamos una contabilidad estricta de los ingresos, que sirven para financiar nuestra labor. Lo mismo hizo mi predecesor, y antes de él, el suyo. La única razón de que no lo divulguemos es que incomodaría a la gente. Francamente, señor Pendergast, su amenaza es intolerable. Intolerable.
—No se lo discuto. ¿Tres días, entonces?
El forense le miró con ojos duros y brillantes. Un gesto escueto con la cabeza.
—Dos días.
—Gracias, señor Heffler. No sabe cuánto se lo agradezco. —Pendergast se volvió hacia D’Agosta—. Bueno, no hagamos perder más el tiempo al doctor Heffler; está muy ocupado.
Cuando salieron a la Primera Avenida y fueron hacia el Rolls, a D’Agosta se le escapó la risa.
—¿Cómo se ha sacado ese conejo de la chistera?
—Verá, Vincent, no sé por qué, pero hay gente en altos cargos que disfruta poniendo obstáculos. Debo reconocer que a mí me procura un placer igualmente mezquino contrariarles. Ya sé que es una mala costumbre, pero a mi edad es tan difícil prescindir de los pequeños vicios…
—¡Pues no le ha «contrariado» ni nada, al tío!
—Por desgracia, temo que el doctor Heffler tenga razón sobre los resultados del ADN. No está en sus manos acelerar el proceso; ni en las mías, todo hay que decirlo, sobre todo por el requisito de la orden judicial. Necesitamos una alternativa, así que esta tarde haremos una visita a Willoughby Manor, en Kerhonkson, para darle el pésame a Gladys Fearing.
—¿Para qué? Si no está en sus cabales.
—Aun así, querido Vincent, tengo la corazonada de que la señora Fearing nos sorprenderá con su elocuencia.